Resulta curiosa la manera en que las personas encumbran a otras para convertirlas en iconos a los que venerar como si fueran dioses. Una gran cantante. Eso nadie lo discute, con un rango de voz equivalente al de una soprano. Una artista premiada hasta la saciedad y que ha ganado dinero a espuertas, pero con una vida personal hecha trizas y adicta hasta el final. Una muñeca rota, una niña asustada que tras haber encandilado al mundo entero era devorada por la ansiedad al subir a un escenario. Una pobre mujer.
Inevitable funeral en el que todo son alabanzas. Seguimiento masivo del mismo a través de la red. Millones de fans desconsolados. Hace poco tuvimos la ocasión de ver algo parecido cuando murió Amy Winehouse, otra gran voz silenciada por una conducta autodestructiva. Los medios hacen públicas igualmente las imágenes de las divas demacradas y drogadas hasta las pestañas y las muestras de los fans que gustan de poner velitas, ositos de peluche, cartelitos emotivos y otras zarandajas ñoñas en las puertas de las residencias de la difunta en cuestión, improvisando un santuario.
Me pregunto si a ese rosario de fans desquiciados les gustaría compartir mesa y mantel con una adicta en pleno apogeo, no diré ya colgada del crack, como estuvo
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