Los medios de producción que sustentan nuestro
modelo de consumo constituyen una maquinaria
despiadada regida según el principio de oferta y demanda, pero también por otro
no menos deshumanizado: la reducción de costes junto con la maximización del
beneficio. El descubrimiento de ciertos
productos capaces revolucionar un determinado sector de producción ha ido
acompañado de acciones dirigidas de inmediato a abaratar el coste de tal
producto. Dichas medidas han sido nefastas para el medio ambiente y para
comunidades enteras de los países mal llamados “en vías de desarrollo”.
Recientemente me ha llamado la atención el uso
del aceite de palma, extraído del fruto de la palmera Elaeis guineensis originaria de África occidental. Este aceite,
bastante perjudicial para la salud, ya que contribuye a elevar los niveles de
colesterol en la sangre, está presente en todo tipo de alimentos para untar
(margarinas, cremas de cacao…), bollería industrial, precocinados, aperitivos
salados, productos de limpieza y de cosmética… aparte de en el combustible
biodiesel. Su cultivo es más extensivo en el sudeste asiático, donde la
deforestación para despejar terrenos para el cultivo está alcanzando cotas de
catástrofe medioambiental, con la muerte de especies animales cuyo hábitat es
la jungla (entre ellos los escasísimos orangutanes). A los efectos
medioambientales hay que añadir el empobrecimiento de las comunidades locales,
por los procesos que ya he descrito someramente.
A mí esto me da mucho asco.
Me da mucho asco que las empresas nos vendan
basura porque les sale barato y les sale barato porque abusan de las
poblaciones indígenas y del medio ambiente. El modelo no sería sostenible con
un sistema de producción respetuoso con las personas y con la naturaleza. Pero
eso al consumidor medio le trae al fresco. Por poner un ejemplo, a los niños
hay que ponerles Nocilla en el pan. ¿Recuerdan el eslogan de Nocilla? ¿Leche,
cacao, avellanas y azúcar? Pues nada de eso: aceite vegetal (girasol, palma) y
mucho azúcar (otro veneno al que nos tienen enganchados y cuya producción
también está teñida de sangre y miseria). El cacao (otro caso parecido) da el
saborcillo. La leche (en polvo) y las avellanas son testimoniales.
Y aquí estamos: alimentados con productos
miserables, producidos por un sistema miserable. En mi lucha por mejorar mi
alimentación ya he suprimido la carne y estoy reduciendo drásticamente la
ingesta de azúcar. Desde luego he resuelto desterrar de mi dieta todo producto
que contenga el dichoso aceite. Sí, ya sé que con ello no soluciono nada, que
puestos así todo lo que consumimos está basado sobre algún tipo de abuso: la
ropa, los aparatos electrónicos… todo. ¡Sí, ya lo sé! Pero déjenme intentar
algo, por Dios. Déjenme que me resista a alimentarme de mierda envuelta en
plástico de colores. Permítanme sentir asco ante este perro sistema económico.
Si no quiero descansar sobre la bendita ignorancia es problema mío. Allá cada
cual. Yo creo que mi comida no vale la vida de un orangután.
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