domingo, 21 de diciembre de 2014

SOBRE EL ALCOHOL... OTRA VEZ

No es la primera vez que me refiero al alcohol en este blog, pero hoy me permitiré otro punto de vista.

  Pongamos por caso a un honrado padre y esposo, respetado profesional liberal en su localidad de residencia y muy bien considerado por sus vecinos. Este señor monta en un día festivo a su familia en el automóvil y se desplaza unos doscientos kilómetros hasta otra localidad para visitar a unos familiares. Se van todos a un restaurante y esta es la cantidad de alcohol consumido durante la comida por el buen señor que, no lo olvidemos, tendrá que conducir otros doscientos kilómetros de vuelta con su esposa y dos hijos en el vehículo para regresara a casa:
  • Cinco tubos de cerveza.
  • Una copa de vino tinto.
  • Dos chupitos de pacharán.
 Aclaro que este hombre procede de una realidad social y familiar en la que el uso generoso del alcohol está más que aceptado. Supuestamente este caballero es "de los que están acostumbrados", pero ello no impide que según transcurre el almuerzo se empiecen a apreciar en él los efectos del alcohol: rubor en las mejillas, cierto brillo en los ojos y sobre todo el modo en que se le suelta la lengua y habla cada vez más y más rápido. Es de suponer que al mismo tiempo que se producen estos efectos sutiles en el comportamiento, también se produzca una disminución en los reflejos y un aumento en el tiempo de reacción. Si una patrulla de tráfico detuviera al buen señor durante el viaje de regreso y le hiciese una prueba de alcoholemia, probablemente excedería el máximo permitido, lo cual le acarrearía una buena sanción y la pérdida de algunos puntos. En una situación de emergencia en la conducción... quizá la diferencia entre vivir o morir fuese extremadamente escasa.

 ¿Por qué este señor, con tanto que perder, se comporta de un modo tan irresponsable? La respuesta es simple: todas las campañas de la DGT y del Plan Nacional sobre Drogas no bastan para disuadir a michísimos españoles de beber hasta hartarse. Los bahá`ís tenemos una actitud muy clara sobre esto: no bebemos alcohol. Bahá `u` lláh afirmó que no es lícito que el ser humano, siendo una criatura dotada de razón, consuma aquello que la priva de ella. La objeción que cabe esperar es que hay muchas personas que consumen alcohol moderadamente sin que ello les prive de razón y puede ser cierto, pero la frontera entre el consumo "responsable" y el abusivo puede ser muy tenue... La persona cuya descripción encabeza esta entrada de ningún modo clasificaría su consumo como abusivo y tampoco lo harían la inmensa mayoría de personas de su entorno. Yo sí lo hago. Pero los bahá`ís no prescindimos del alcohol únicamente para no vernos privados de razón. Es una de las facetas de la renuncia al mundo a la que nos insta Bahá `u` lláh. Renuncia al mundo que no tiene nada que ver con el ascetismo ni con recluirse en un convento: es renunciar a todo aquello que aparta a la humanidad de su completo desarrollo. 

 Estamos casi en Navidad, celebración del nacimiento de una Manifestación de Dios, Jesús de Nazaret. Fiesta religiosa reducida en gran medida a un despliegue atroz de consumismo y una excusa para atiborrarse y embriagarse. Semejante degradación de una fiesta que evoca un hecho divino es uno de tantos síntomas de lo que aún le resta a la humanidad por madurar. Demos testimonio de que todo lo que sirva para embriagar al ser humano es un lastre en el camino hacia esa madurez. Algo de lo que hay que desprenderse. 

 
 


 

sábado, 6 de diciembre de 2014

AUTOESTIMA Y ESPIRITUALIDAD

 (No suelo reproducir aquí  contenidos de otros autores, pero este material tomado de un portal de espiritualidad ignaciana (formidables estos jesuitas), me parece realmente interesante e ilustrativo, tanto para creyentes como para no creyentes).

 La búsqueda del amor en los seres humanos tiene múltiples matices; buscamos objetos amorosos en nuestra vida, descuidando la importancia del amor por nosotros mismos. La cultura en que vivimos nos ha llevado a centrarnos en alcanzar el éxito medido por el alcance de nuestro quehacer reflejado en el reconocimiento externo. Nuestros pensamientos y sentimientos acerca de nosotros mismos se fundamentan en nuestro aprendizaje de que valemos en tanto logremos el “éxito” esperado.  Lo que hacemos es construir una frágil máscara que pretende esconder el vacío o la insatisfacción en nuestro interior. Sin embargo, cuando nos damos la oportunidad de vivir respetando nuestras peculiaridades y comprometidos con lo que realmente somos, entramos en un proceso de transformación personal de las percepciones que tenemos de nosotros mismos y de lo que nos rodea, convirtiéndonos en todo lo que podemos llegar a ser.  

 Como todo amor auténtico, la autoestima supone conocimiento basado en la intuición y la experiencia, valoración, respeto y aceptación. Así, cuando se trata de volver los ojos hacia nosotros, es importante que reconozcamos cuál es nuestro nivel de  autoconocimiento, autovaloración, autorespeto y autoaceptación, para que podamos entregarnos, amorosamente a la construcción de nuestra persona. Por un lado, entendiendo y desarrollando nuestros recursos y, por otro, reconociendo y aceptando nuestras fallas y limitaciones.

 Para convertirnos en la mejor persona que podemos ser, hemos de aceptar también lo peor que hay en nosotros mismos. Sólo podemos permitir la aparición de esa embrollada combinación de fuerza y debilidad que constituye nuestro verdadero yo, si antes prescindimos de nuestra imagen idealizada de lo que imaginamos que debemos ser.

 Autoestima significa amarse a uno mismo; luchar por descubrir y mantener nuestra singularidad; conocer, aceptar y apreciar nuestra identidad, respetando las características que nos hacen únicos e irrepetibles. Amarse a uno mismo implica el interés genuino que nos lleva a observarnos con precisión, apreciando lo que descubramos, reconociendo nuestras diferencias aunque nos asuste, pues podemos entrar en conflicto con los valores o paradigmas de las personas e instituciones con las que estemos vinculados.

 En este proceso de conocimiento y valoración, nuestros pensamientos pueden llevarnos al juicio y a condicionar la aceptación, dando lugar a creaciones profundamente falsas, alejadas del amor verdadero.  Cuando los resultados de nuestras acciones y actitudes no son lo que esperamos, surgen crisis desde nuestro ser más profundo. Preguntas en torno a nuestro valor personal surgen espontáneamente, cuestionando qué hemos hecho mal. Los pensamientos acerca de cómo somos realmente nos llevan a respuestas en las que nuestro autoconcepto parece no corresponder a la realidad.   En ese diálogo interno en que las frases y las imágenes se suceden, podemos llegar a sentir una gran desolación y la pérdida aparece como un elemento poderoso que mueve nuestra existencia.   Nuestra autoestima, el concepto y valoración de quiénes y cómo somos en realidad, se pone en juego.   Todo tiene su momento, y para apreciar la luz, hay que vivir la experiencia de la obscuridad.

 En base a nuestra valoración personal, cada uno de nosotros puede decidir si está o no de acuerdo con las experiencias que vive y le rodean; el nivel de nuestra autoestima varía en base a la armonía y paz interior que nos dan la conciencia y autoaceptación. La autoestima es la esencia de la persona, aquélla que nos inspira para enfrentar la vida o para evadirla. La diferencia radica en ese núcleo profundo, no en los problemas externos.

 El seguimiento de nuestras dudas y cuestionamientos hasta el límite que puedan representar en nuestra existencia, como vacío existencial, incertidumbre o dolor, requiere el valor y la confianza que da la aceptación de estas condiciones; en momentos como esos podemos descubrir nuevamente nuestra esencia. Despertamos así a nuestra espiritualidad, experimentando un fortalecimiento de las creencias que nuestra conciencia guía hacia la libertad y la verdad de nuestra vida, aceptando aquello sobre lo que nadie puede engañarse, ni engañarnos.

 La búsqueda espiritual empieza con uno mismo, pero no termina con uno mismo. Debemos aprender a comprendernos plenamente a nosotros mismos sin preocuparnos únicamente por nosotros mismos. Necesitamos aprender a captar las manifestaciones de lo sagrado en las circunstancias, objetos y relaciones más comunes. Es necesario saber apreciar la espiritualidad vernácula, porque sin ella nuestra idealización de lo santo, que nos lleva a convertirlo en algo precioso y demasiado alejado de la vida, puede llegar incluso a obstruir una auténtica sensibilidad por lo sagrado.

 Autoestima y espiritualidad no están separadas. Un modelo que me parece adecuado es el plantear la autoestima como un proceso de crecimiento personal que involucra todas las dimensiones del ser humano, como una actitud ante la vida, como un estado interno que nos dispone a vivir las experiencias con profundidad y expansión; en fin, como una manera de pensar y sentir la vida. La calidad de nuestras experiencias se va conformando de acuerdo a la autenticidad, conciencia y aceptación con que las vivimos. De ahí que la espiritualidad se siembre, germine, brote y florezca en las acciones cotidianas. La espiritualidad que nutre el alma y que en última instancia sana nuestras heridas psicológicas se puede encontrar en aquellos objetos sagrados que se visten con el atuendo de lo cotidiano. Como dice un antiguo cuento sufí:

 Había un hombre del campo que se dedicaba cotidianamente a realizar su ardua labor para tener lo necesario para sostener a su familia; salía todas las mañanas al amanecer y regresaba al caer el sol. Al despertar por las mañanas ofrecía a Dios su día y al llegar la noche, siempre antes de disponerse a descansar, le agradecía los bienes recibidos. Había otro hombre que dedicaba su vida a la alabanza de Dios. En una ocasión este hombre le reclamó a Dios al darse cuenta de que, al igual que el campesino, recibía los beneficios de su fe sin que Dios hiciera distinciones hacia él quien siempre lo adoraba. Dios le dijo entonces: “Voy a encomendarte una tarea muy especial para la que sé que estás preparado”. El hombre le escuchó con atención pues deseaba obtener beneficios especiales. Dios le entregó una vasija llena de agua hasta el tope y le pidió que recorriera el pueblo durante todo el día, cuidando con detenida atención no derramar ni una sola gota. El hombre cumplió la encomienda con esmero. Al final del día, Dios le preguntó: “¿Has hecho lo que te pedí?” Y el hombre respondió: “Así ha sido; he recorrido todas las calles empedradas del pueblo y ni una sola gota de agua se ha derramado”. “Y al hacerlo, ¿Cuántas veces has pensado en mí?”preguntó Dios. El hombre lo miró desconcertado, pues había dedicado toda su atención a cuidar el agua y le dijo: “Señor: he dedicado toda mi atención y mi energía a realizar la tarea que me diste; no he tenido, por supuesto, tiempo para adorarte!” Dios respondió: “¿Te das cuenta ahora de cuanto amo al hombre que teniendo que dedicar su vida al trabajo y al cuidado de su familia se acerca a mí para ofrecérmelo y agradecérmelo?”

 Es importante entender la autoestima como el amor profundo por nosotros mismos, que permite aceptarnos tal y como somos, reconociendo que tenemos virtudes, cualidades y limitaciones.

 La autoestima, como amor aceptante y flexible, se refleja en la comprensión de las circunstancias de la vida, aunque en ocasiones sean adversas, de manera que nuestro ser se retroalimente y aprenda. La espiritualidad, como una dimensión de nuestra humanidad, debe ser asumida de modo que nos demos cuenta de su continua presencia. En el núcleo más profundo de nuestro ser están el amor por nosotros mismos y nuestra espiritualidad. Reconocer y actuar de acuerdo con lo que honestamente nos involucre, no emocione, nos permita crecer y desarrollar todas las dimensiones de nuestra persona, es un compromiso al que todos estamos llamados, para vivirlo con gozo y congruencia.

Autoestima y espiritualidad no están separadas. La persona que se ama a sí misma y ama la vida que le rodea, está abierta a vivir con plenitud y la vivencia de esta plenitud se presenta a través de actos cotidianos concretos. La decisión de abrir nuestros sentidos y maravillarnos, es personal.

HITLER, EL INCOMPETENTE