(No suelo reproducir aquí contenidos de otros autores, pero este material tomado de un portal de espiritualidad ignaciana (formidables estos jesuitas), me parece realmente interesante e ilustrativo, tanto para creyentes como para no creyentes).
La búsqueda del amor en los seres humanos
tiene múltiples matices; buscamos objetos amorosos en nuestra vida, descuidando
la importancia del amor por nosotros mismos. La cultura en que vivimos nos ha
llevado a centrarnos en alcanzar el éxito medido por el alcance de nuestro
quehacer reflejado en el reconocimiento externo. Nuestros pensamientos y
sentimientos acerca de nosotros mismos se fundamentan en nuestro aprendizaje de
que valemos en tanto logremos el “éxito” esperado. Lo que hacemos es construir una frágil máscara
que pretende esconder el vacío o la insatisfacción en nuestro interior. Sin
embargo, cuando nos damos la oportunidad de vivir respetando nuestras
peculiaridades y comprometidos con lo que realmente somos, entramos en un
proceso de transformación personal de las percepciones que tenemos de nosotros
mismos y de lo que nos rodea, convirtiéndonos en todo lo que podemos llegar a
ser.
Como todo amor auténtico, la autoestima supone
conocimiento basado en la intuición y la experiencia, valoración, respeto y
aceptación. Así, cuando se trata de volver los ojos hacia nosotros, es importante
que reconozcamos cuál es nuestro nivel de autoconocimiento,
autovaloración, autorespeto y autoaceptación, para que podamos
entregarnos, amorosamente a la construcción de nuestra persona. Por un lado,
entendiendo y desarrollando nuestros recursos y, por otro, reconociendo y
aceptando nuestras fallas y limitaciones.
Para convertirnos en la mejor persona que
podemos ser, hemos de aceptar también lo peor que hay en nosotros mismos. Sólo
podemos permitir la aparición de esa embrollada combinación de fuerza y debilidad
que constituye nuestro verdadero yo, si antes prescindimos de nuestra imagen
idealizada de lo que imaginamos que debemos ser.
Autoestima significa amarse a uno mismo;
luchar por descubrir y mantener nuestra singularidad; conocer, aceptar y apreciar
nuestra identidad, respetando las características que nos hacen únicos e
irrepetibles. Amarse a uno mismo implica el interés genuino que nos lleva a
observarnos con precisión, apreciando lo que descubramos, reconociendo nuestras
diferencias aunque nos asuste, pues podemos entrar en conflicto con los valores
o paradigmas de las personas e instituciones con las que estemos vinculados.
En este proceso de conocimiento y valoración,
nuestros pensamientos pueden llevarnos al juicio y a condicionar la aceptación,
dando lugar a creaciones profundamente falsas, alejadas del amor verdadero. Cuando los resultados de nuestras acciones y
actitudes no son lo que esperamos, surgen crisis desde nuestro ser más
profundo. Preguntas en torno a nuestro valor personal surgen espontáneamente, cuestionando
qué hemos hecho mal. Los pensamientos acerca de cómo somos realmente nos llevan
a respuestas en las que nuestro autoconcepto parece no corresponder a la
realidad. En ese diálogo interno en que las frases y las
imágenes se suceden, podemos llegar a sentir una gran desolación y la pérdida
aparece como un elemento poderoso que mueve nuestra existencia. Nuestra
autoestima, el concepto y valoración de quiénes y cómo somos en realidad, se
pone en juego. Todo tiene su momento, y para apreciar la luz,
hay que vivir la experiencia de la obscuridad.
En base a nuestra valoración personal, cada
uno de nosotros puede decidir si está o no de acuerdo con las experiencias que
vive y le rodean; el nivel de nuestra autoestima varía en base a la
armonía y paz interior que nos dan la conciencia y autoaceptación. La
autoestima es la esencia de la persona, aquélla que nos inspira para enfrentar
la vida o para evadirla. La diferencia radica en ese núcleo profundo, no en los
problemas externos.
El seguimiento de nuestras dudas y
cuestionamientos hasta el límite que puedan representar en nuestra existencia,
como vacío existencial, incertidumbre o dolor, requiere el valor y la confianza
que da la aceptación de estas condiciones; en momentos como esos podemos
descubrir nuevamente nuestra esencia. Despertamos así a nuestra
espiritualidad, experimentando un fortalecimiento de las creencias que nuestra
conciencia guía hacia la libertad y la verdad de nuestra vida, aceptando
aquello sobre lo que nadie puede engañarse, ni engañarnos.
La búsqueda espiritual empieza con uno mismo,
pero no termina con uno mismo. Debemos aprender a comprendernos plenamente a
nosotros mismos sin preocuparnos únicamente por nosotros mismos. Necesitamos
aprender a captar las manifestaciones de lo sagrado en las circunstancias, objetos
y relaciones más comunes. Es necesario saber apreciar la
espiritualidad vernácula, porque sin ella nuestra idealización de lo santo, que
nos lleva a convertirlo en algo precioso y demasiado alejado de la vida, puede
llegar incluso a obstruir una auténtica sensibilidad por lo sagrado.
Autoestima y espiritualidad no están
separadas. Un modelo que me parece adecuado es el plantear la autoestima como
un proceso de crecimiento personal que involucra todas las dimensiones del ser
humano, como una actitud ante la vida, como un estado interno que nos dispone a
vivir las experiencias con profundidad y expansión; en fin, como una manera de
pensar y sentir la vida. La calidad de nuestras experiencias se va conformando
de acuerdo a la autenticidad, conciencia y aceptación con que las vivimos. De
ahí que la espiritualidad se siembre, germine, brote y florezca en las acciones
cotidianas. La espiritualidad que nutre el alma y que en última instancia sana
nuestras heridas psicológicas se puede encontrar en aquellos objetos sagrados
que se visten con el atuendo de lo cotidiano. Como dice un antiguo cuento sufí:
Había un hombre del campo que se dedicaba cotidianamente
a realizar su ardua labor para tener lo necesario para sostener a su familia;
salía todas las mañanas al amanecer y regresaba al caer el sol. Al despertar
por las mañanas ofrecía a Dios su día y al llegar la noche, siempre antes de
disponerse a descansar, le agradecía los bienes recibidos. Había otro hombre
que dedicaba su vida a la alabanza de Dios. En una ocasión este hombre le
reclamó a Dios al darse cuenta de que, al igual que el campesino, recibía los
beneficios de su fe sin que Dios hiciera distinciones hacia él quien siempre lo
adoraba. Dios le dijo entonces: “Voy a encomendarte una tarea muy
especial para la que sé que estás preparado”. El hombre le escuchó con atención pues
deseaba obtener beneficios especiales. Dios le entregó una vasija llena de agua
hasta el tope y le pidió que recorriera el pueblo durante todo el día, cuidando
con detenida atención no derramar ni una sola gota. El hombre cumplió la
encomienda con esmero. Al final del día, Dios le preguntó: “¿Has hecho lo
que te pedí?” Y el hombre
respondió: “Así ha sido; he recorrido todas las calles empedradas del
pueblo y ni una sola gota de agua se ha derramado”. “Y al hacerlo, ¿Cuántas
veces has pensado en mí?”preguntó Dios. El hombre lo miró desconcertado,
pues había dedicado toda su atención a cuidar el agua y le dijo: “Señor:
he dedicado toda mi atención y mi energía a realizar la tarea que me diste; no
he tenido, por supuesto, tiempo para adorarte!” Dios respondió: “¿Te das
cuenta ahora de cuanto amo al hombre que teniendo que dedicar su vida al
trabajo y al cuidado de su familia se acerca a mí para ofrecérmelo y
agradecérmelo?”
Es importante entender la autoestima como el
amor profundo por nosotros mismos, que permite aceptarnos tal y como
somos, reconociendo que
tenemos virtudes, cualidades y limitaciones.
La autoestima, como amor aceptante y flexible,
se refleja en la comprensión de las circunstancias de la vida, aunque en
ocasiones sean adversas, de manera que nuestro ser se retroalimente y aprenda.
La espiritualidad, como una dimensión de nuestra humanidad, debe ser asumida de
modo que nos demos cuenta de su continua presencia. En el núcleo más profundo
de nuestro ser están el amor por nosotros mismos y nuestra espiritualidad.
Reconocer y actuar de acuerdo con lo que honestamente nos involucre, no
emocione, nos permita crecer y desarrollar todas las dimensiones de nuestra
persona, es un compromiso al que todos estamos llamados, para vivirlo con gozo
y congruencia.
Autoestima y espiritualidad no
están separadas. La persona que se ama a sí misma y ama la vida que le rodea,
está abierta a vivir con plenitud y la vivencia de esta plenitud se presenta a
través de actos cotidianos concretos. La decisión de abrir nuestros sentidos y
maravillarnos, es personal.
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