Una señora me interpeló una vez preguntándome
si no me gustaba mi tierra, cuando le dije que no estaba de acuerdo en su
afirmación de que en Málaga se vive mejor que en ningún otro sitio. No solo me
gusta, sino que le tengo bastante cariño, un cariño que crece a medida que voy
cumpliendo años y veo la realidad con más perspectiva. Estoy convencido de que
en otros lugares se tiene que vivir bastante mejor, pero eso no quiere decir
que no me guste mi tierra. Málaga me gusta, a pesar de que la feria me causa cierta
repugnancia, la Semana Santa una sensación rara a medio camino entre la
indiferencia y la incomodidad, las malagueñas (el baile) me aburren sobremanera
y los espetos de sardinas me resultan engorrosos, sobre todo por lo difícil que
resulta quitarse el olor de las manos.
“¿Qué clase de malagueño eres?” pensará
alguien. Un malagueño raro, pero malagueño al fin y al cabo. Orgulloso de vivir
en una de las ciudades habitadas más antiguas del mundo, plena de riquísima historia.
Creo que el amor que se tiene por una ciudad
es algo parecido a la atracción que se siente por una persona. Muchas veces no sabes qué es lo que te gusta
de él o ella, pero te gusta. En ocasiones incluso te causa inconvenientes… o te
hace sufrir, como decía la copla de Quintero, León y Quiroga:
Eres mi vida y mi muerte,
te lo juro, compañero.
No debía de quererte, no debía de quererte
y sin embargo te quiero.
Con Málaga me sucede un
tanto así, de cuando en cuando.
Pocas veces he disfrutado más que cuando hacía
novillos (piardas, se decía en mi época) en el colegio (doce años en los
Hermanos Maristas, más malagueño imposible). Otros, en mi tesitura, se iban a
los billares. Yo iba al castillo de Gibralfaro, antes de su horrorosa
restauración, cuando no costaba un duro
entrar, y me pasaba allí las horas muertas recorriendo sus murallas y
contemplando la vista, perdiendo la mirada en el mar. Es imposible ver Málaga
desde tales alturas, recostada a orillas de la bahía y no quedarse prendado.
También recuerdo las mañanas pasadas en el Museo de Bellas Artes cuando estaba
en el palacio de los Condes de Buenavista, contemplando las obras de Muñoz
Degrain, Moreno Carbonero y otros grandes. Insisto en que para mí, amar Málaga es como
cuando te enamoras de alguien y no sabes por qué. No es por una particular
belleza, una inusitada elocuencia ni nada por el estilo, pero no tienes ojos
para otra persona. Málaga no tiene las mejores playas de Andalucía (esa arena
gris y pegajosa es insufrible), su casco antiguo no es de los más notables de
España, ni siquiera de Andalucía; su clima, tan alabado, se me antoja molesto
las más veces por su persistente humedad y en cuanto a gastronomía, en otros
lugares hacen tan bien (o mejor) de comer que aquí, aunque en honor a la
verdad, creo que en ningún sitio se fríe tan bien el pescado como en Málaga,
quizá en Torre del Mar. La polémica está servida.
Pero no es mi intención crear polémica, sino
reivindicar una manera de ser malagueño y de amar a mi ciudad alejada de
tópicos. No me estoy inventando nada, muchas personas me ponen cara rara cuando
les expongo mi distanciamiento de
ciertas muestras culturales, religiosas y folclóricas arriba mencionadas y más
aún cuando me quejo de aspectos que me molestan de la ciudad y me preguntan que
dónde he nacido. “Pues aquí, del Jardín de la Abadía de toda la vida” y su cara
rara se contorsiona aún más, como si yo fuera una cosa vil, como un chicle
pegado en la suela de un zapato.
Málaga es, como ya he dicho, una de las urbes
habitadas más antigua del mundo, populosa cuando las principales ciudades de la
actualidad eran villorrios que ni se representaban en los mapas. Su historia es
una joya dentro de una cápsula del tiempo, pero también un pulso vibrante que
ha latido con la pasión de cuantos aquí han vivido. Málaga fue colonia fenicia,
municipio romano, capital de un reino de taifa, ciudad de los 250 sabios, principal
puerto y uno de los últimos enclaves en caer del reino de Granada, tenaz ante las
adversidades de los siglos XVI y XVII (abandono por parte de la monarquía hispánica,
epidemias, catástrofes naturales…), una de las villas más rebeldes ante el poder
central durante el siglo XIX, cuna de una magnífica escuela pictórica, irreductible
ante el fascismo, mientras pudo… Málaga
es hermosa pese a todo lo que la afea, como esas personas que irradian energía
pase lo que pase, que se crecen ante la oscuridad.
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