viernes, 12 de octubre de 2018

AMAR MÁLAGA, SIN PERECER EN EL INTENTO

 Una señora me interpeló una vez preguntándome si no me gustaba mi tierra, cuando le dije que no estaba de acuerdo en su afirmación de que en Málaga se vive mejor que en ningún otro sitio. No solo me gusta, sino que le tengo bastante cariño, un cariño que crece a medida que voy cumpliendo años y veo la realidad con más perspectiva. Estoy convencido de que en otros lugares se tiene que vivir bastante mejor, pero eso no quiere decir que no me guste mi tierra. Málaga me gusta, a pesar de que la feria me causa cierta repugnancia, la Semana Santa una sensación rara a medio camino entre la indiferencia y la incomodidad, las malagueñas (el baile) me aburren sobremanera y los espetos de sardinas me resultan engorrosos, sobre todo por lo difícil que resulta quitarse el olor de las manos.

 “¿Qué clase de malagueño eres?” pensará alguien. Un malagueño raro, pero malagueño al fin y al cabo. Orgulloso de vivir en una de las ciudades habitadas más antiguas del mundo, plena de riquísima historia.

 Creo que el amor que se tiene por una ciudad es algo parecido a la atracción que se siente por una persona.  Muchas veces no sabes qué es lo que te gusta de él o ella, pero te gusta. En ocasiones incluso te causa inconvenientes… o te hace sufrir, como decía la copla de Quintero, León y Quiroga:

Eres mi vida y mi muerte,
te lo juro, compañero.
No debía de quererte, no debía de quererte
y sin embargo te quiero.

 Con Málaga me sucede un tanto así, de cuando en cuando.

 Pocas veces he disfrutado más que cuando hacía novillos (piardas, se decía en mi época) en el colegio (doce años en los Hermanos Maristas, más malagueño imposible). Otros, en mi tesitura, se iban a los billares. Yo iba al castillo de Gibralfaro, antes de su horrorosa restauración, cuando no  costaba un duro entrar, y me pasaba allí las horas muertas recorriendo sus murallas y contemplando la vista, perdiendo la mirada en el mar. Es imposible ver Málaga desde tales alturas, recostada a orillas de la bahía y no quedarse prendado. También recuerdo las mañanas pasadas en el Museo de Bellas Artes cuando estaba en el palacio de los Condes de Buenavista, contemplando las obras de Muñoz Degrain, Moreno Carbonero y otros grandes.  Insisto en que para mí, amar Málaga es como cuando te enamoras de alguien y no sabes por qué. No es por una particular belleza, una inusitada elocuencia ni nada por el estilo, pero no tienes ojos para otra persona. Málaga no tiene las mejores playas de Andalucía (esa arena gris y pegajosa es insufrible), su casco antiguo no es de los más notables de España, ni siquiera de Andalucía; su clima, tan alabado, se me antoja molesto las más veces por su persistente humedad y en cuanto a gastronomía, en otros lugares hacen tan bien (o mejor) de comer que aquí, aunque en honor a la verdad, creo que en ningún sitio se fríe tan bien el pescado como en Málaga, quizá en Torre del Mar. La polémica está servida.

 Pero no es mi intención crear polémica, sino reivindicar una manera de ser malagueño y de amar a mi ciudad alejada de tópicos. No me estoy inventando nada, muchas personas me ponen cara rara cuando les expongo mi distanciamiento  de ciertas muestras culturales, religiosas y folclóricas arriba mencionadas y más aún cuando me quejo de aspectos que me molestan de la ciudad y me preguntan que dónde he nacido. “Pues aquí, del Jardín de la Abadía de toda la vida” y su cara rara se contorsiona aún más, como si yo fuera una cosa vil, como un chicle pegado en la suela de un zapato.
 Málaga es, como ya he dicho, una de las urbes habitadas más antigua del mundo, populosa cuando las principales ciudades de la actualidad eran villorrios que ni se representaban en los mapas. Su historia es una joya dentro de una cápsula del tiempo, pero también un pulso vibrante que ha latido con la pasión de cuantos aquí han vivido. Málaga fue colonia fenicia, municipio romano, capital de un reino de taifa, ciudad de los 250 sabios, principal puerto y uno de los últimos enclaves en caer del reino de Granada, tenaz ante las adversidades de los siglos XVI y XVII (abandono por parte de la monarquía hispánica, epidemias, catástrofes naturales…), una de las villas más rebeldes ante el poder central durante el siglo XIX, cuna de una magnífica escuela pictórica, irreductible ante el fascismo, mientras pudo…  Málaga es hermosa pese a todo lo que la afea, como esas personas que irradian energía pase lo que pase, que se crecen ante la oscuridad.

Yo amo Málaga, pese a su mal gobierno, pese a su rancia burguesía, pese a las atrocidades urbanísticas del desarrollismo, yo amo Málaga porque es luminosa a la par que oscura, porque es seductora, terrible y tremenda. La amo porque es mi ciudad. Y punto.  

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