La vida de la Junta Revolucionaria habría de
ser efímera, pues el 8 de octubre se constituyó un gobierno provisional
presidido por el general Francisco Serrano (vencedor de la decisiva batalla de
Alcolea contra las fuerzas leales a la reina, el 28 de septiembre), el general
Prim y el almirante Topete. Como Isabel II hubiese abandonado España, se dio
por exitoso el pronunciamiento. El 22 de
octubre la Junta cedió poderes al gobernador civil y quedó disuelta. De su
gestión cupo hacer el siguiente balance:
-
Tomó la
decisión de crear una milicia popular “como
segura garantía para las libertades que hemos conquistado” (decreto del 8
de octubre) formada por ciudadanos mayores de 20 años, que supieran leer y
escribir, quedando excluidos los jornaleros y aquellos que no tuviesen oficio
alguno.
-
Estuvo
marcada por las disputas internas, avivadas principalmente por la tibieza o
entusiasmo que unos u otros miembros mostraran hacia las posturas republicanas
(estaba claro que echar a Isabel II era una cosa y abolir la monarquía otra muy
distinta). Hubo broncas y dimisiones, mientras en las calles una parte nada
despreciable de la ciudadanía clamaba por la república.
-
Acordó la constitución de un tribunal especial
para la investigación del motín protagonizado por los obreros de la Industria
Malagueña (los tumultos en medio de los cuales tuvo lugar el asalto a la casa
de la familia Larios).
Un cuadro un tanto caótico, como se puede
apreciar. Con todo, la Junta Revolucionaria mostró más sensibilidad con los
problemas de las clases populares que la que cabría esperar del gobierno civil.
Por si
no hubiera suficientes actores en este drama, hemos de incluir una nueva
figura: los clubs republicanos. En Málaga los hubo, al igual que en las
principales ciudades de España. Fueron una suerte de evolución desde la
tertulia de café a una especie de asambleas de escasa estructuración, que daban
cabida a pequeños burgueses y proletarios. Resultaban activas para la discusión
de ideas políticas sin aterrizar demasiado en hechos reales y eso sí, para
montar algaradas callejeras (de hecho uno de ellos, el Club Democrático, fue acusado de instigar el motín de la Industria
Malagueña, lo cual no se demostró). Sin embargo, pese a su naturaleza un tanto inestable e informal, no se les
puede negar la condición de germen de estructuras futuras más organizadas y
determinantes.
El motín de la Industria Malagueña, que tenía
su origen en reclamaciones salariales, no era sino una manifestación de la
tensa situación imperante en la industria. La crisis financiera arreciaba,
había menos trabajo y peor pagado y las clases populares sufrían. El problema
era agravado por la afluencia de familias del campo a la capital, empobrecidas
por las malas cosechas y buscando una alternativa que no encontraban. La
pobreza se agudizaba y las sociedades caritativas no alcanzaban a aliviarla.
Las autoridades intentaron dar trabajo a los jornaleros y obreros en paro en
las obras públicas, como el derribo de las Atarazanas y de los conventos de
Santa Clara y San Bernardo o el adoquinado de la calle Mármoles, pero no era posible absorber tantos desempleados. El
ayuntamiento trató de negociar con los comerciantes de productos de primera
necesidad una reducción de precios, bajo los auspicios todavía de la Junta
Revolucionaria, pero el paso de poderes al gobernador civil cortó estas
medidas. Las gentes se enfurecieron y cundió el convencimiento de que la
revolución no había servido de nada. Hubo motines y detenciones. El clima de
tensión no hizo sino aumentar a lo largo de
todo el mes de noviembre. El etnógrafo y periodista francés Elías
Reclus, nos deja un testimonio de primera mano:
“Esta
mañana a las ocho, unos amigos nos despertaron para comunicarnos que de golpe y
porrazo el gobernador ordenó que el derribo del arsenal y del convento de San
Bernardo fuesen interrumpidos, diciendo que necesita el dinero para otras
cosas. Ello quiere decir que mil obreros se quedan inopinadamente sin trabajo.
Entre tanto el gobernador se parapeta en la Aduana y refuerza la guardia (…) Se
teme que los trabajadores, viéndose súbitamente condenados a la miseria se
amotinen (…) Por cartas particulares –ya que el telégrafo está en manos del
gobierno y únicamente deja transmitir las noticias que no le molestan cuando le
da la gana- se entera el pueblo de que en el Puerto de Santa María y en Cádiz
se ha derramado sangre (…) Se dice que la lucha ha durado desde las diez de la
mañana hasta las tres de la tarde. Se habla de cuatrocientos o quinientos
heridos, pero ¡qué sabemos! No se puede dar crédito excesivo a los rumores de
una ciudad alarmada como Málaga.”
Resulta obvio que para el
gobernador civil resultaba más importante (infinitamente) el orden público que
la miseria de las gentes. Carlos Massa Sanguinetti era su nombre. Un político miserable más en la historia.
En la mañana del 11 de diciembre se
concentraron en las plazas de la Constitución y de la Merced, así como en la
Alameda, grupos de milicianos armados (¿Recuerdan aquella milicia popular
organizada por la Junta Revolucionaria? Pues ahí seguía). No hubo lucha en
aquella ocasión, pero en localidades como Vélez Málaga, Algarrobo y el Valle de
Abdalajís hubo enfrentamientos con las fuerzas de orden público que se saldaron
con varios muertos y heridos. En Málaga el ambiente se calmó un poco durante
las comicios municipales, con un triunfo aplastante de los republicanos.
Sin embargo, el paréntesis era engañoso. El 27
de diciembre cundió la alarma. El general Antonio Caballero y Fernández de
Rodas (retrato)
, militar rudo, agresivo y muy fogueado, al mando de una potente fuerza,
tras haber aplastado las milicias populares en Cádiz y en el Puerto de Santa María,
se disponía a hacer lo propio en Málaga.
Echar a la reina era una cosa, pero permitir
que el pueblo reivindicara condiciones de vida dignas era otra cosa muy distinta. El
gobierno provisional no se andaba con chiquitas.
(Continuará)
(Continuará)
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