Me asalta el deseo de recordar a un ejemplo de comportamiento que nos vendría bien en esta época rendida a los placeres materiales y a los honores y privilegios inmerecidos: Diógenes de Sinope, también llamado “el cínico”, que vivió en Grecia a caballo entre los siglos quinto y cuarto antes de Cristo.
Resulta absurdo que se haya dado el nombre del
peculiar filósofo a un desorden mental cuyo síntoma más llamativo es la acumulación
de enormes cantidades de trastos y basura, ya que nuestro hombre preconizó el
desprendimiento de los bienes materiales llevado al extremo. No poseía más que unas
pobres ropas, un zurrón y báculo y un cuenco y hasta de este último se deshizo
al ver a un niño satisfacer su sed utilizando el hueco de la mano, lo cual le
persuadió de que aún poseía cosas inútiles.
Desterrado de su ciudad natal por un feo
asunto de falsificación de moneda en el que presuntamente ayudó a su padre, un
banquero llamado Hiscesias, fue a dar con sus huesos en Atenas, donde vivió en
la pobreza utilizando una gran tinaja como refugio. Recorría la ciudad con una
linterna encendida en pleno día y cuando le preguntaban qué hacía su respuesta
era que buscaba hombres, sin lograr encontrarlos. La gente lo tomaba por loco y
más fácil lo tuvieron ante conductas suyas francamente rudas como masturbarse
en la vía pública. Cuando alguien lo recriminó por ello su respuesta fue que ojala
pudiese quitarse el hambre de igual manera, sólo frotándose la barriga.
Excentricidades aparte, Diógenes es el
exponente más popular de un ideal filosófico que arremete furiosamente contra
las convenciones de una sociedad corrupta cuyos miembros, en lugar de
preocuparse por lo que está mal, sólo se preocupan de lo que convencionalmente
está mal. Hace de la austeridad un modo de vivir como denuncia directa de los
abusos, vanidades y engaños amparados por la sociedad. Buscaba hombres por las
calles, pero los viandantes no entendían era que buscaba hombres honestos a
plena luz del día, con su linterna y no podía encontrarlos.
Era despreciado, pero también temido porque su
lengua era afilada y no dejaba títere con cabeza. Cuando un hombre rico y
poderoso lo invitó a cenar y le advirtió que en su casa debía abstenerse de
escupir no tardó en escupirle de lleno en la cara, declarando que no encontró lugar más sucio en el que
hacerlo. Famoso es por su encuentro con
Alejandro el Grande, quien le ofreció cualquier cosa que le pidiera ante lo
cual Diógenes le pidió que se apartara, que le tapaba el sol. Cuentan que
Alejandro quedó muy impresionado por la coherencia y honradez del filósofo y
que declaró que de no ser Alejandro le habría gustado ser Diógenes. Podría
haberse quedado con él, como discípulo, viviendo en la tinaja de al lado, y se
habrían salvado muchas vidas.
A Diógenes lo llamaron también “el perro” sin
duda tratando de insultarlo, pero a él le gustó el apodo y lo adoptó con orgullo,
pues como animal leal, valiente y un punto desvergonzado le representaba a las
mil maravillas. En un banquete unos invitados le arrojaron huesos, él les orinó
encima.
Diógenes atacó a la sociedad de su tiempo sin
armas, sin violencia, sólo con la denuncia y la coherencia con el propio estilo
de vida. Las personas se afanan en llevar vidas respetables mientras se gastan
lo que no tienen en comprar cosas que no necesitan. La clase política roba al
pueblo impúdicamente al tiempo que apoya y protege a los ladrones de la clase
financiera, pero muchos ciudadanos de a pie se cambiarían gustosos por ellos. Esta
sociedad sólo se podrá cambiar si imitamos el ejemplo de hombres valientes como
Diógenes de Sinope, no necesariamente viviendo en una tinaja, pero sí demostrando que se puede vivir de otra manera, con una austeridad responsable y no el ejercicio de ignominia que nos imponen los estándares actuales. Educar a nuestros hijos en el valor real de las cosas... Dar importancia a lo que realmente la tiene. No cambiaremos el mundo en esta generación, eso está claro, pero al menos conservaremos la dignidad.