domingo, 27 de abril de 2014

CINCUENTA LITROS DE AGUA

Llámenme maniático, pero no me gusta tener en casa aparatos que funcionen con gas porque es volátil, arde y es susceptible de causar explosiones y eso que cuando voy en coche estoy sentado sobre un tanque de líquido inflamable, pero el gas me da mucho miedo. Es por ello que tengo cocina eléctrica y un calentador de agua igualmente eléctrico, el cual, tras apenas cinco años de servicio, tuvo la imperdonable falta de consideración de reventar, literalmente, y empezar a soltar agua a borbotones  inundándome el piso. Una vez solucionado el estropicio con toallas, fregonas y la correspondiente sarta de improperios y maldiciones hubo que ponerse manos a la obra para sustituir el calentador por uno nuevo por consejo del fontanero del seguro, que lo único que me aseguró fue la muerte definitiva del aparatito. De modo que me lancé a Internet buscando la opción con la mejor relación calidad-precio. 

 Durante mi búsqueda descubrí con gran asombro que calentadores como el mío, con ochenta litros de capacidad, se aconsejan para el uso de dos personas y en casa somos cuatro, sin que hayamos experimentado gran trastorno o escasez de agua caliente más que cuando a alguno de mis hijos se le va la pinza  quedando absorto o absorta en la contemplación de los botes de gel mientras el agua no para de caer, con gran consternación del o de la siguiente en ducharse. El caso es que teniendo un poco de cuidado un calentador de ochenta litros es más que suficiente para que una familia de cuatro se mantenga razonablemente limpia e incluso se puedan fregar los platos con agua tibia en invierno. Pero no, para los proveedores de estos cacharros yo necesitaría un calentador de doscientos litros, pues se estima que una persona necesita unos cincuenta litros de agua al día.

 Y yo me pregunto ¿quién estima semejante cosa?

 Hagamos cálculos. Me bebo dos litros de agua al día, que es lo que recomiendan los médicos (ni de coña consigo tal cosa, aun en verano), gasto diez en ducharme, doce si me apuras (comprobado mediante el método de ducharme con botellas de agua templada mientras he estado sin calentador)... sin duda el resto se va en tirar de la cadena.

 Creo que todo esto forma parte de nuestra mentalidad occidental, la cual fomenta una especie de creencia en el derecho a dilapidar los recursos sin ningún miramiento. Frente a ello están los datos demoledores. En 2013 UNICEF y la Organización Mundial de la Salud estimaban en 768 millones las personas en todo el mundo sin acceso al agua potable. Igualmente estimaban ese mismo año en 1400 los niños menores de cinco años que mueren a diario por enfermedades relacionadas con la insalubridad del agua y deficiencias de higiene, las más veces con procesos diarreicos realmente terroríficos.

 El acceso al agua potable es un derecho humano, como tantos otros no al alcance de todos.

 Mi padre, criado en Marruecos, me contaba que una vez vio a un marroquí lavándose en una calle de Tetuán con el agua contenida en una lata de leche condensada de medio kilo. Le llamó la atención no sólo la poca cantidad, sino el hecho de que no derramó una sola gota. Ese respeto reverencial hacia el agua, tratarla como un bien precioso, es una de las muestras de sabiduría de las culturas ancestrales, tan olvidada en nuestro mundo lleno de comodidades inimaginables para tantas personas de otras partes del planeta, este planeta de las desigualdades, de los extremos de pobreza y riqueza. Desde nuestra óptica de occidentales vemos como extremos de pobreza y riqueza el que una persona conduzca un utilitario de segunda mano y otra conduzca un deportivo que vale más que la casa de aquél; pero el extremo de que yo pueda abrir mi grifo y elegir entre el agua fría y la caliente con todas las garantías sanitarias y que a pocos kilómetros al sur del estrecho haya que caminar kilómetros con la garrafa a cuestas para tener agua para la comida y eso asumiendo el riesgo de coger una diarrea... eso es dramático, es inmoral, es delito de lesa humanidad.

 Miremos por el agua, no la derrochemos. Tengamos un poco de vergüenza.

domingo, 20 de abril de 2014

OTRA SEMANA SANTA...

  Nuevamente las imágenes de Cristo torturado, crucificado y muerto, seguido por una María pálida y llorosa cubierta de mantos, encajes y alhajas han desfilado por nuestras calles seguidas de penitentes. Este ritual no era de mi agrado ni siquiera cuando me contaba entre los cristianos. Siempre me desconcertó el hecho de que una fe surgida en el seno de un pueblo ferozmente monoteísta, el judío, que rechaza de plano la adoración de imágenes acabara fomentando lo que taxativamente prohíbe Dios en los versículos 4 y 5 del capítulo 20 del libro del Éxodo: "No te harás imagen, ni ninguna semejanza de lo que esté arriba en el cielo, ni abajo en la tierra, ni en las aguas debajo de la tierra. No te inclinarás a ellas, ni las honrarás; porque yo soy Jehová tu Dios, fuerte, celoso, que visito la maldad de los padres sobre los hijos hasta la tercera y cuarta generación de los que me aborrecen". Una prohibición esta, al fin y al cabo, tan tajante como los Diez Mandamientos de la Ley de Dios. Esta y otras inconsistencias marcaron mi alejamiento de la Iglesia Católica y mi vagabundeo espiritual que ha durado quince largos años hasta mi aceptación de la fe Bahái, en enero de este año.

 Sin entrar a tratar complejas cuestiones doctrinales, para lo cual no me considero preparado, sólo diré que mantengo con el hecho de la veneración a las imágenes una discreta y respetuosa distancia.  ¿Quién soy yo para condenar al que canaliza su espiritualidad a través del culto a una representación de Cristo o de María? Siempre que dicha espiritualidad sea sincera y esté acompañada de la necesaria rectitud de conducta, merece respeto. ¿Acaso tengo derecho a empuñar el hacha del iconoclasta y tildar de pecador e idólatra al que se postra de hinojos ante una talla? Las diferencias superficiales entre las religiones han constituido  una excusa que los seres humanos han tomado para aniquilarse mutuamente en demasiadas ocasiones a lo largo de la historia, despreciando la profundidad de la Palabra de Dios. Declino convertirme en un fanático más. 

 No ocultaré la incomodidad que me causa ver a María representada con todo ese boato, muy ajeno a la mujer humilde de Nazaret que servía la cena a su marido José y su hijo Jesús cuando ambos regresaban a casa tras un duro día de trabajo en la carpintería. Sin embargo,  para evitar la incomodidad es suficiente con quedarme en casa en semana santa y dejar las calles a los devotos de corazón y a los devotos de golpe de pecho hueco, que también los hay.  Dios mira nuestras acciones y su conocimiento todo lo alcanza.




HITLER, EL INCOMPETENTE