Nuevamente las imágenes de Cristo torturado, crucificado y muerto, seguido por una María pálida y llorosa cubierta de mantos, encajes y alhajas han desfilado por nuestras calles seguidas de penitentes. Este ritual no era de mi agrado ni siquiera cuando me contaba entre los cristianos. Siempre me desconcertó el hecho de que una fe surgida en el seno de un pueblo ferozmente monoteísta, el judío, que rechaza de plano la adoración de imágenes acabara fomentando lo que taxativamente prohíbe Dios en los versículos 4 y 5 del capítulo 20 del libro del Éxodo: "No te harás imagen, ni ninguna semejanza de lo que esté arriba en el cielo, ni abajo en la tierra, ni en las aguas debajo de la tierra. No te inclinarás a ellas, ni las honrarás; porque yo soy Jehová tu Dios, fuerte, celoso, que visito la maldad de los padres sobre los hijos hasta la tercera y cuarta generación de los que me aborrecen". Una prohibición esta, al fin y al cabo, tan tajante como los Diez Mandamientos de la Ley de Dios. Esta y otras inconsistencias marcaron mi alejamiento de la Iglesia Católica y mi vagabundeo espiritual que ha durado quince largos años hasta mi aceptación de la fe Bahái, en enero de este año.
Sin entrar a tratar complejas cuestiones doctrinales, para lo cual no me considero preparado, sólo diré que mantengo con el hecho de la veneración a las imágenes una discreta y respetuosa distancia. ¿Quién soy yo para condenar al que canaliza su espiritualidad a través del culto a una representación de Cristo o de María? Siempre que dicha espiritualidad sea sincera y esté acompañada de la necesaria rectitud de conducta, merece respeto. ¿Acaso tengo derecho a empuñar el hacha del iconoclasta y tildar de pecador e idólatra al que se postra de hinojos ante una talla? Las diferencias superficiales entre las religiones han constituido una excusa que los seres humanos han tomado para aniquilarse mutuamente en demasiadas ocasiones a lo largo de la historia, despreciando la profundidad de la Palabra de Dios. Declino convertirme en un fanático más.
No ocultaré la incomodidad que me causa ver a María representada con todo ese boato, muy ajeno a la mujer humilde de Nazaret que servía la cena a su marido José y su hijo Jesús cuando ambos regresaban a casa tras un duro día de trabajo en la carpintería. Sin embargo, para evitar la incomodidad es suficiente con quedarme en casa en semana santa y dejar las calles a los devotos de corazón y a los devotos de golpe de pecho hueco, que también los hay. Dios mira nuestras acciones y su conocimiento todo lo alcanza.
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