Este blog se ha convertido para mí en algo
parecido a esos amigos con los que solo nos encontramos muy de muy de tarde en tarde, pero que al hacerlo
parece como si los hubiésemos visto el
día anterior. En el fondo son los mejores.
Hoy me trae aquí la muerte de un hombre: un
torero. Falleció este fin de semana de una cogida certera, fulminante, casi
directa al corazón. Media tonelada de pura furia de la naturaleza empujando implacablemente, pero sin maldad. Hasta aquí la lírica. Porque las corridas de
toros no tienen nada de lírico. Son una lucha a muerte entre una cuadrilla de
hombres y un poderoso animal. Las más veces triunfan los hombres gracias a su
pericia, pero a veces, solo a veces, se impone el instinto del animal y es la
sangre del hombre la que absorbe el albero. Cuando esto ocurre todo son
lágrimas y dolor. Dolor por un hombre que se ha enfrentado a pecho descubierto
con un animal que le sextuplica en peso, para diversión de otros.
Lo raro es que no mueran más.
Soy anti taurino. Lo admito. La fiesta
nacional me parece una salvajada surgida de los más oscuros abismos de la
barbarie humana. Sin embargo, no se me ocurriría denostar a un torero, al
contrario que los impresentables que han jaleado en las redes sociales la
muerte del diestro. No se me ocurriría denostarlo porque lo considero una
víctima más. Sí, una víctima que recibe no pocos beneficios a cambio de
arriesgar la vida, pero es ese modo absurdo de arriesgar la vida para diversión
de otros lo que le convierte en víctima de una práctica deleznable.
A estas alturas ya habrá alguien que objete
que otros profesionales también arriesgan la vida para diversión de otros:
pilotos de carreras, esquiadores de velocidad, acróbatas y trapecistas… Es cierto,
pero a ellos no los sacan a la arena (literalmente) para combatir a muerte. Eso
es lo denigrante. Es el anfiteatro romano revivido. Es el gusto por la muerte.
Los pasodobles, los puros y los abanicos no pueden disimular el olor acre de la
sangre derramada. La muerte del toro es trágica, obligado a librar una batalla
que no busca y la del torero no lo es menos, pues toda muerte prematura es
trágica, pero esta además es cínicamente provocada. El asesino del matador no
es el toro. Es el empresario que se lucra, es el público que aplaude. Al joven
torero lo ha matado la fiesta, parte de una rancia e inútil concepción de “lo
español”.
Respecto de esos que jalean la muerte de los
toreros… No son más que unos pobres hombres que serán alcanzados y destruidos
por su propia iniquidad. Merecen ser ignorados.
Y las corridas de toros… abolidas.
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