sábado, 20 de julio de 2019

LAS CHICAS DEL RADIO


 Sabido es que los empresarios nunca se han distinguido, en general, por su interés en el bienestar de sus empleados y empleadas. La fuerza de trabajo es un activo más a considerar dentro del organigrama y dentro del capítulo de costes. Capítulo que siempre interesa reducir para aumentar el margen de beneficios. 

 Durante la industrialización del  mundo occidental, en la segunda mitad del siglo XIX y buena parte del XX, ese desprecio por la calidad de vida del proletariado alcanzó cotas atroces: jornadas maratonianas, salarios de miseria, medidas de seguridad prácticamente inexistentes, despido libre…  Sólo gracias a la acción de las organizaciones obreras y con no poca sangre en el proceso, se pudo mejorar esta situación, que hoy vemos deteriorarse a ritmo frenético ante la pasividad de los gobiernos neoliberales  y la inacción de los sindicatos (por no hablar de la alienación de la ciudadanía) en lo que se está dando en llamar la “uberización” (neologismo abominable) de la economía y del trabajo.

 Sin embargo, este desprecio por la calidad de vida de la clase obrera ha alcanzado en no pocas ocasiones cotas auténticamente criminales. Este fue el caso de las empleadas de la United States Radium Corporation, ubicada en Orange, Nueva Jersey en el primer tercio de siglo XX. Las mujeres trabajadoras han sido un colectivo que históricamente ha sufrido y sigue sufriendo la brutalidad empresarial con especial virulencia.

 Un reloj analógico con la esfera luminiscente nos parece hoy día poco más que una curiosidad, pero en los años de la Primera Guerra Mundial dichos relojes se convirtieron en un artículo muy demandado  y finalizada la contienda se volvieron muy populares entre la población. El radio, elemento luminiscente, fue el primer candidato para lograr que los números y las manecillas de un reloj se vieran en la oscuridad. Marie Curie y André Debierne habían aislado el radio en estado puro en 1910. En poco tiempo y sin justificación alguna se popularizó la idea de que era beneficioso para la salud y empezó a usarse en medicamentos y productos cosméticos. Una bebida, de nombre Radithor (agua destilada con radio) se convirtió en producto de moda. Todos los productos elaborados con radio eran muy caros, dada la dificultad de su obtención. 

 El aumento de la demanda de relojes luminiscentes llevó a la United States Radio Corporation (USRC en adelante) a contratar mano de obra y optó por contratar mujeres. Las consideraron a priori más pacientes y meticulosas (pintar numeritos en un reloj con un pincelito de pelo de camello es trabajo fino) y podían pagarles menos. Las chicas, por su parte, estaban contentísimas de poder ganar dinero y de tener acceso al maravilloso radio, porque era lo último, era lo mejor. Iban a trabajar con sus vestidos de noche para que se impregnaran de polvo radioactivo y brillasen con pálidos destellos en la tenue iluminación de los salones de baile. Muchas se pintaban las uñas a escondidas con el producto y algunas incluso los dientes. Se las empezó a llamar  “las chicas fantasma”. Hacían todo esto a escondidas porque la pintura de radio era carísima y de ser sorprendidas el despido era inmediato. Por esa misma razón, cuando los pelos del pincel se separaban, tenían que humedecerlo con la boca, porque la empresa no permitía usar un recipiente con agua u otro diluyente, argumentando que se desperdiciaba demasiado producto. De este modo las ingestiones de pequeñas cantidades de radio eran constantes, pero no pasaba nada.

 Hasta que pasó.

 En 1921 Molly Maggia, de 24 años, acudió por primera vez al dentista por un dolor de muelas leve. Poco a poco fue perdiendo diente tras diente y en los huecos aparecían úlceras purulentas. Pocos meses después su mandíbula se quebró en las manos del dentista durante un tratamiento. Las llagas se extendieron por la garganta, el paladar y el oído. Nada pudo aliviar su sufrimiento y murió menos de un año después de los primeros síntomas. La versión oficial (alentada por la empresa, que estaba negociando un lucrativo contrato con el ejército) era que padecía sífilis. 

 Grace Fryer (foto), que ya no trabajaba en la empresa, empezó a tener síntomas más o menos en la misma época: pérdida de piezas dentales y degradación ósea. Supo de la muerte de Maggia y ató cabos. Empezó a buscar a antiguas compañeras de la UERC. Le costó varios años dar con un grupo lo suficientemente numeroso como para dar fuerza a una demanda y sobre todo con un abogado lo suficientemente audaz como para enfrentarse a un gigante empresarial. Fue un tal Raymond Berry, que aún tenía el diploma de Harvard bajo el brazo. 

 En 1927 más de cincuenta antiguas trabajadoras ya habían muerto. Fryer demandó a la UERC por daños y perjuicios junto con cuatro compañeras y las hermanas de Molly Maggia, pero el jucio no empezó hasta un año después, pues la empresa emprendió una campaña brutal de desprestigio contra las demandantes y retrasó el juicio todo lo que pudo con cuanta argucia legal pudiera echar mano, esperando que las demandantes murieran. Se afirmó que era la sífilis lo que las mataba, contraída a causa de una supuesta promiscuidad sexual. Pagaron estudios fraudulentos y dictámenes médicos amañados que afirmaban que las cantidades ingeridas no podían causar tales efectos.  Del otro lado, la misma Marie Curie escribió apoyando a “Las Chicas del Radio”, como la prensa había empezado a llamarlas.

 El juicio fue una vergüenza. Grace Fryer acudió a la sala con un corsé ortopédico y apenas sin dientes, casi no podía ni andar. Las otras afectadas presentaban un estado similar. El juez, pese a todo, ordenó la exhumación de los restos de Molly Maggia. Desprendían tanta radiactividad que velaron una película fotográfica. Se supo que el juez de la causa era accionista de la UERC y trató de aplazar el juicio durante los meses de verano por las vacaciones en Europa de los demandados. La presión popular y mediática le obligó a desistir de ello. Finalmente la parte demandante aceptó un acuerdo: indemnización de 10000 dólares (habían solicitado 25000) más gastos médicos y legales y una pensión vitalicia de 600 dólares anuales. Todo ello para cada una de las demandantes. Sin embargo casi todas fallecieron antes de poder cobrar, aunque hubo que pagar a los herederos. En los años siguientes los beneficios de la UERC cayeron en picado y tuvo que cerrar. 

  Otras empresas fueron demandadas en circunstancias similares, como la Radium Dial de Otawa (Illinois) en 1938, cuyo juicio terminó en condena.

 Hubo que esperar hasta 1949 para que en EEUU se legislara sobre las enfermedades laborales y el pago de indemnizaciones.

 Mi admiración  a esas valientes mujeres que, mientras sus cuerpos literalmente se deshacían, mantuvieron el espíritu para plantar cara a los vampiros que chupan la sangre a los trabajadores y trabajadoras  desde que el mundo es mundo.

domingo, 14 de julio de 2019

INTRAHISTORIA ENTERRADA


 Don Miguel de Unamuno acuñó el término “intrahistoria” para referirse a la vida diaria de las épocas pasadas que sirve de telón de fondo a la historia visible, aquella de la que ha quedado constancia en las fuentes. Para entendernos, los avatares de la gente de a pie como ustedes y como yo que nos hemos tenido que buscar las habichuelas desde que el mundo es mundo mientras tienen lugar las pendencias de los “personajes”  cuya vida y milagros han pasado a la posteridad, ya sea por méritos propios o no.

 Aquí en Málaga hay mucho de historia, hechos documentados,  pero encontramos mucho más de la intrahistoria porque a poco que se escarba en el suelo salen a la luz restos de la vida cotidiana de nuestros paisanos del pasado. Tres mil años dan para mucho. Sabemos por ejemplo que en toda la zona que rodea la colina de la Alcazaba no se tenía que poder parar de la peste a pescado podrido durante la época romana,  por las chorrocientas factorías de garum  que allí se acumulaban. Las representaciones en el teatro (justo al lado) debían ser difíciles de soportar, pero a todo se acostumbra uno y mucho más si vamos a ver  el “Miles Gloriosus” de Plauto, que unas risas son unas risas y no es plan ponerse exquisitos.

 No hace muchos años apareció aquella famosa tumba de un soldado de buen porte. Un hoplita griego del siglo V a. JC por el equipamiento, que había ido a morir muy lejos de casa. La imaginación del personal  (y la mía) se dispararon imaginando la azarosa existencia de un mercenario que viajaba por el Mediterráneo ofreciendo sus servicios al mejor postor. Su maravilloso casco corintio nos observa en silencio desde su vitrina en el Museo de Málaga guardando el secreto de la vida de su dueño, de las batallas libradas, las alegrías y las tristezas.

 Y hace poco ¡oh, maravilla! por obra y gracia de las obras del metro, pasa lo que tenía que pasar: emerge no una casa, una tumba o un templete… sino un barrio entero de la época musulmana:  El arrabal Attabanim, origen del barrio del Perchel.  Tenía que pasar porque por las fuentes históricas se sabía que estaba ahí. A fines de los 70 tuvo que aparecer cuando construyeron el edificio del Corte Inglés, pero como en aquella época aún pesaba el empuje del desarrollismo  franquista y el patrimonio histórico importaba una higa (salvo que sirviera para proclamar las gestas imperiales) se arrasó con todo a la chita callando. Ahora estamos liados con el metro y los restos históricos están justo en medio. ¿Qué hacemos?

 Los malagueños se quejan mucho de  las obras del metro, pero lo cierto es que Málaga necesita el metro. Es un medio que eleva el transporte urbano a otro nivel y vuelve practicables las grandes urbes. ¿Qué sería de Madrid, Barcelona, Londres, París, Nueva York y otras grandes ciudades sin sus ferrocarriles suburbanos? ¿Tender el metro es echar un huevo a freír? Desde luego que no. Es una obra faraónica en cuanto a los recursos precisos, pero útil. Hay que soportar las molestias que crea, porque el futuro de la ciudad lo necesita. Que la gestión sea más o menos eficaz o transparente es otro cantar sobre el que no me detendré aquí. Las voces que afirman que Málaga no lo necesita no saben lo que dicen. Málaga seguirá creciendo y creciendo hasta que las limitaciones orográficas se lo impidan. El metro es esencial. Negarlo es no mirar más allá de las propias narices.

 Entonces ¿qué hacemos con los restos del arrabal? Tan extremo es ir a saco con la piqueta como plantear que a cada resto que aparece hay que poner el suelo de cristal para se vean. De ser así Málaga entera tendría el suelo de cristal desde el Perchel a Puerta Oscura y desde el Paseo del Parque hasta el Molinillo, porque nuestra ciudad está levantada sobre otras. Exponer toda la extensión de los restos hallados es impracticable. Se encuentran en una zona de máximo tráfico y la ciudad ha de ser habitable y practicable para los ciudadanos de hoy, no un parque temático. Eso sí, preservar una parte después de haber excavado y documentado el hallazgo, retirar los elementos de interés y construir un centro de interpretación con una exposición permanente sobre el arrabal Attabanim y su importancia en la historia de la ciudad. Eso es posible y extremadamente necesario.

 Lo es porque tenemos que saber quiénes eran las personas que vivieron por aquí antes que nosotros, que el patrimonio histórico es más que las iglesias, las procesiones o las obras de arte de los museos. La historia es algo vivo, es entender cómo vivieron las pasadas generaciones, qué les motivaba, por qué vivían aquí y no en otro lugar. Eran seres humanos como nosotros, conocerles en la mayor medida posible es ser más conscientes de nuestra propia identidad. Por eso era importante conservar la Mundial, porque era parte de Málaga, porque era un edificio notable y singular y podría haber aguantado en pie doscientos años más, por eso es importante conservar todos aquellos edificios que puedan seguir siendo parte del urbanismo actual, porque son parte de nosotros.  

  Las voces que afirman que el progreso es imparable están equivocadas. 

 El progreso de la humanidad será parado en seco por la miseria moral y cultural de los seres humanos, si no ponemos remedio. Hace poco escuchábamos a Donald Trump, paradigma del éxito (y del fracaso) económico, afirmar que George Whashington había tomado aeropuertos durante la Guerra de Independencia. (¡!) Tamién le oímos mentar en dicho conflicto batallas de otra guerra... Y un gañán como ese tiene acceso al maletín nuclear. Eso es el fracaso del progreso de la humanidad, la incultura institucionalizada.

 Ser culto no es haber leído a Gabriel García Márquez o a Jean Paul Sartre. Eso está muy bien, pero no es esencial. Se culto es poseer conocimientos que aseguren el pensamiento crítico y para ello un conocimiento del pasado, libre de manejos interesados por fuerzas ideológicas, es inexcusable.


 Hay que preservar esos restos en la medida que se pueda, asegurando el correcto funcionamiento del metro y de la ciudad. La ingeniería da para eso y para más. Lo que falta es voluntad y presión de la ciudadanía.

HITLER, EL INCOMPETENTE