A principios del siglo XVII el
Imperio Español, con Felipe III en el trono, alcanzó su máxima expansión
territorial y el punto más alto en su poder militar. Eso sí, acusaba cierta fatiga después de los
largos conflictos con turcos e ingleses en el tramo final del siglo anterior,
siendo rey Felipe II. Con lo cual el imperio buscó llevarse bien, al menos por
un tiempo, con sus recientes enemigos.
La muerte de la terrible Isabel I de
Inglaterra contribuyó a ello. El nuevo rey inglés, Jacobo I, estaba bastante
mejor dispuesto hacia los españoles. Incluso con los holandeses se firmó una
tregua. Aunque no se reconoció su independencia, se los dejó bastante a su aire
por unos años.
Con los turcos el tema no iba tan fluido, pero
los roces eran mucho más leves que los habidos el siglo anterior.
El territorio español más significativo en el
Mediterráneo era el Reino de Nápoles, pero en aquella zona el estado que sin
duda alguna cortaba el bacalao era la Serenísima República de Venecia, que sin
ser lo que había sido en los tres siglos anteriores, todavía era un jugador a
tener en cuenta merced a su potente flota, dominando la mayor parte del
comercio.
En 1616 fue nombrado virrey de Nápoles Pedro
Tellez-Girón y Velasco, III Duque de
Osuna, II Marqués de Peñafiel, Grande de España, etc. Para abreviar, me
referiré a él como Osuna, en adelante.
Se ha dicho que Osuna fue el virrey que
enderezó un Reino de Nápoles en decadencia, pero esto no es del todo cierto.
Sus antecesores en el cargo fueron administradores competentes, pero
descuidaron el aspecto militar, sobre todo el naval. Para Osuna, esto era
imperdonable, porque era, ante todo, un soldado. Se había pasado la juventud
luchando en Flandes y digo luchando de verdad, con la espada y el arcabuz y no
pavoneándose en lugar seguro, como podría haber hecho por su rango. Respondía totalmente al tópico del soldado de
los Tercios, pendenciero, mujeriego, bebedor… Tuvo una juventud de amoríos y
cuchilladas que nada tenía que envidiar a cualquier obra de capa y espada.
Cuando tomó el cargo, le pareció intolerable
que las naves venecianas camparan a sus anchas por el Adriático como los amos
del lugar. Sus antecesores, la verdad, no habían prestado atención a esto, pero
a él, acostumbrado a darse de estocadas con los holandeses por menos, no le
hizo gracia. Los españoles no hacían las cosas así. Era un descrédito para las
armas españolas. Además Venecia apoyaba
al Ducado de Saboya, opositor a la presencia española en Italia.
A Osuna, más dado a tirar de espada que a las
sutilezas, asumir el control de Venecia se le podría haber antojado como una
empresa factible.
Osuna tenía por lo demás, un secretario de
lujo: Don Francisco de Quevedo y Villegas. Eran todo lo amigos que podían ser
un Grande de España y un hidalgo venido a menos. Oficialmente Osuna encargó a
Quevedo tareas en la administración, pero secretamente podría haberle encargado
tareas de espionaje a la República de Venecia.
Esto le cuadra. Quevedo no era un mojigato,
como bien es sabido. Compensaba su cojera y miopía con una lengua afilada y una
gran habilidad como esgrimista. Era ingenioso y era valiente y era fiel a
Osuna.
La Conjura de Venecia, o el presunto intento
por parte del Duque de Osuna de hacerse con el control de la Serenísima
República, es uno de los episodios más oscuros del siglo XVII. Oscuro porque no
existe una certeza total de que en realidad sucediera, existiendo versiones
contradictorias.
Los italianos juran que el plan era real como la vida misma, en tanto
que los españoles juran que fue un montaje de los italianos para minar el
prestigio español, añadiendo un capítulo más a la famosa “Leyenda Negra” de
nuestro pobre y sufrido país. Pero no sólo los italianos dan fe de la conjura.
El espadachín y escritor, Diego Duque de Estrada, personaje de vida novelesca
que era soldado en Nápoles por estas fechas, se refiere a ella en sus escritos
y da por buena la versión de los venecianos.
En un hecho que Osuna puso a punto la
maltrecha flota española en Nápoles pagando él mismo buena parte de los gastos.
Declaró la guerra a la delincuencia, lo que le proporcionó una buena provisión
de galeotes (remeros forzados para las galeras) y entrenó a base de bien las
tropas a su cargo. Paralelamente y bajo
cuerda, contrató a mercenarios franceses para que hostigasen las naves
venecianas como piratas. Esto y todo de lo que se le acusa habría sido hecho a
espaldas de la corte de Madrid.
El presunto plan urdido por Osuna, en
cooperación con el embajador español en Venecia, el Marqués de Bedmar, y con la
inestimable colaboración de Quevedo tendría dos objetivos:
Uno: la destrucción del fabuloso arsenal de
Venecia, el gigantesco complejo de
astilleros y almacenes donde se construían y reparaban los barcos de su
flota que también era su base.
Dos: el asesinato del gobierno veneciano en
pleno aprovechando la festividad de la Ascensión, durante la cual los miembros del gobierno embarcaban en el Bucentauro, una fastuosa
galera dorada en la que tenía lugar una ceremonia simbólica de la unión de
Venecia con el mar, en la que el Dux arrojaba un anillo de oro al Gran Canal. La
idea era echar a pique el Bucentauro con todo el gobierno veneciano dentro.
Mercenarios franceses llevarían a cabo ambas
acciones. Aprovechando el caos creado, la flota española de Nápoles en el
Adriático avanzaría hacia Venecia y las tropas de Osuna ocuparían la ciudad.
Pan comido.
¿Pan comido? Una operación así requiere una
organización y un secretismo enormes, amén de mucho dinero para comprar
lealtades y cerrar bocas. La red de espías tendida por el embajador Bedmar era
amplia, pero había mil cosas que podían salir mal. ¿Qué fue? Una carta anónima advirtió al Dux y se desató
el infierno. El 19 de mayo de 1618 la guardia de la ciudad se echó a la calle y
se empezó a detener a cuanto francés hubiera en Venecia, unos fueron llevados a
prisión y otros sencillamente asesinados. No sólo la guardia, el rumor corrió
como la pólvora y los mismos venecianos de a pie empezaron a matar franceses.
Hubo un intento de asalto a la
embajada española y Quevedo, que estaba por las calles en el momento que todo
estalló, tuvo que huir disfrazado de mendigo. Era bueno con los disfraces y por suerte para
él, había aprendido a hablar italiano con el acento local casi como un nativo.
Este pequeño detalle nos hace suponer que
Quevedo pasó bastante tiempo en Venecia entre 1616 y 1618 y en contacto con la
gente del pueblo. Si era el asistente del Virrey de Nápoles ¿qué se le había
perdido en las calles de Venecia? ¿Qué podía haber estado haciendo allí aparte
de espiar para Osuna? Pero también tenemos datos de que Quevedo viajó a España
en 1617 y al parecer hay evidencias de que firmó un poder notarial en Madrid en
mayo de 1618, con lo que no podría haber estado en Venecia en el día señalado,
pero claro, ¿qué certeza hay de que
dicho poder sea auténtico? El asunto
sigue sin estar claro.
Ya fuera real el plan de los españoles o un
montaje urdido por los venecianos, estos últimos armaron un escándalo tremendo
del que se supo de una punta a otra de Europa.
Quevedo fue citado a declarar por el Consejo
de Estado y allí negó con rotundidad su participación y la de su señor en la
supuesta conjura. Pero Osuna además tenía que afrontar la acusación de
conspirar para independizar Nápoles de España y fundar su propio estado.
Pese a que no había pruebas de
nada, Osuna iría de encierro en encierro hasta su muerte en 1624. Quevedo fue
desterrado a sus posesiones en la localidad de la Torre de Juan Abad, en Ciudad
Real, donde se dedicará a escribir para gloria de las letras españolas, hasta
que el nuevo rey, Felipe IV, lo llamó a la corte.
Venecia nunca volvería a tener el poder y el
prestigio de antaño. Seguiría languideciendo soñando con glorias pasadas hasta
que Napoleón Bonaparte, en 1797 puso fin a su existencia como estado
independiente.
Este es el alcance de las intrigas de los
hombres. Al final, todo se vuelve polvo.
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