No soporto que los niños sufran. Incluso
cuando me lo cuentan o lo leo en la prensa o lo veo en televisión se me
descompone el cuerpo. Hace unas semanas era en televisión donde veía una
fotografía tomada por un reportero gráfico sueco y que había ganado el primer
premio en no sé qué concurso. Se la incluyo junto a estas líneas. Llevan a esas
dos criaturas a enterrar tras perecer dentro de su casa en el enésimo bombardeo
israelí sobre la Franja de Gaza. Yo estaba en mi sofá, agotado tras una dura
jornada, comiéndome un bocata y la imagen me entró por los ojos como un
relámpago, sacudiendo mi cerebro adormecido. Dejé el bocadillo sobre el plato
en la mesilla y se me saltaron las lágrimas. No sé, quizá estaba ya un poco
machacado tras un día entero en la Comunidad Terapéutica y esto fue el último
empujón que me hizo polvo del todo. Imaginar, sólo imaginar que llevo a un hijo
a enterrar porque una serie de señores amparados por eso que llama “cadena de
mando” han dado sucesivas órdenes que tienen como final que un misil se lo
lleve por delante. La rabia y el dolor pintados en los rostros de los adultos…
la infinita fragilidad de los rostros de los niños… sólo dos niños muertos más
entre los cientos que ya Dios ha acogido en su seno al ser asesinados sólo en
la Franja de Gaza en lo que va de siglo. Asesinados por el gobierno y el
ejército de Israel con el apoyo tácito de Estados Unidos. Cuando son muchos los
que tienen las manos manchadas de sangre y además se justifica el derramamiento
de la misma en el contexto de la lucha contra el terrorismo las conciencias se
adormecen y las responsabilidades se diluyen.
Hace pocas semanas tenía en mi ciudad la
muerte de un niño de cinco años y su joven madre presuntamente a manos de un
hombre que era al mismo tiempo padre del primero y ex pareja de la segunda. Un
hecho abominable y sórdido. La prensa no tardó en publicar la identidad del
homicida, con profusión de fotos, incluida la de su detención con la cabeza
contra el suelo bajo la rodilla de un policía. La multitud se agolpaba junto al
domicilio donde tuvieran lugar los hechos y otrora convivieran los tres como
familia, manifestando la natural repulsa y conmoción por un hecho tan atroz.
Aproximadamente en los mismos días tuvimos noticias del asesinato de una niña
de doce años en Santiago de Compostela, presuntamente a manos de sus padres
adoptivos, existiendo la sospecha de que el asunto pudiera tener un trasfondo
económico. Dentro de lo odioso, lo peor de lo peor.
Las noticias de estas muertes absurdas
conmocionan a las personas bien intencionadas y bien nacidas y el impulso
natural que anida en los corazones es que se haga justicia. Pero en nuestra
realidad cotidiana la muerte violenta de las personas en general y de los niños
en particular es algo que no irrumpe todos los días, mientras que hay lugares
del planeta, como la ya citada Franja de Gaza, Colombia, México, Somalia… donde
la vida humana vale muy poco, incluida la de los niños.
¿Cómo hay que tener de endurecido el estómago
para matar a un niño?
Yo nunca he matado a nadie, pero está
abundantemente descrito en psicología el hecho de que acabar con la vida de
otro ser humano marca severamente la psique de cualquier persona… digamos “del
montón”. Hay que estar hecho de una pasta muy determinada para matar
repetidamente y seguir adelante. Evidentemente hay individuos que no le dan
importancia alguna y otros a los que incluso les gusta. Sin vacilar les
pondríamos el cartel de “monstruos”.
Por agosto del año pasado publiqué en este
blog una entrada en la que, movido por la rabia que me causaba el doble
asesinato en Córdoba de los niños Ruth y José Bretón a manos de su padre,
fantaseaba con la idea de un penal para asesinos en la diminuta isla de
Alborán. En este momento me pregunto si arrojaría a semejante agujero al padre
de Aarón (el chiquitín muerto en Málaga) y a los padres adoptivos de la niña de
Santiago de Compostela, porque si quisiéramos construir un penal en una isla
para encerrar en ella aislados del resto de la sociedad a todos los asesinos de
niños, Alborán se nos quedaría pequeña en diez minutos y necesitaríamos, como
mínimo, Madagascar.
Porque en el mundo mueren niños prácticamente
todos los días: por hambre, por enfermedades que están erradicadas en muchos
países pero que son aún casi mortales de necesidad en otros, por balas “perdidas”
en guerras olvidadas por los noticiarios, por los escuadrones de la muerte que cazan como ratas
a los niños de la calle en las ciudades de Brasil y por bombardeos ordenados
por señores de traje y corbata que se tienen por personas decentes y que
mirarían con horror y asco al padre de Aarón por matar a su hijo con sus
propias manos mientras ellos los matan a cientos con una simple firma.
Ya les digo, incluso Madagascar puede que se
nos quedara pequeña.
Me solidarizo con los seres queridos de Aarón
y Estefanía (su madre), con aquellos que quisieron a Asunta, la niña muerta en
Santiago, con la madre de Ruth y José, con los padres de Sandra Palo y los de
Marta del Castillo. No puede haber sufrimiento peor que sobrevivir a tus hijos
por el capricho de un mal nacido. No me atrevo siquiera a tratar de imaginarlo.
Sin embargo, tomando algo de perspectiva, la
realidad es aún más atroz: que los niños mueran a manos de los adultos no tiene
nada de nuevo, ni de excepcional.
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