Traumatizado aún me hallo por el desarrollo de
la jornada electoral del pasado 2 de diciembre en Andalucía y no es preciso
siquiera que aluda a los resultados (cosa que no haré, por evitar ser tildado
de partidista, cuando no de cosas peores) bastándome sacar a relucir la mísera
participación. Y es que las gentes de esta España han perdido, en buena medida,
la ilusión y el sentido de la responsabilidad precisos para ir a cumplir con la
obligación ciudadana de ejercer el derecho al voto. Suena contradictorio, pero
es una verdad como un castillo: votar es un derecho y una responsabilidad (y no
se sabe lo que fue antes, si el huevo o la gallina) aún en un sistema electoral
tan discutible como el nuestro. Faltar a la cita con las urnas es síntoma de
incivismo, de falta de conciencia social y de la supina pasividad de quien
permite que otros decidan en su lugar. Los sentimientos de rabia, impotencia e
indignación que en mí han provocado la indiferencia de buena parte de mis
conciudadanos, me han llevado a evocar aquellas primeras elecciones de la
democracia y el modo en que fueron vividas en nuestra ciudad. Dependo desgraciadamente
de experiencias ajenas, pues yo tenía cuatro años.
Corría el año de 1977. La primera cita
electoral tras cuarenta años de dictadura estaba fijada para el 15 de junio e
iba a servir para elegir las primeras cortes constituyentes desde febrero de
1936. La jornada estuvo marcada por la desorganización, la impaciencia y la
inexperiencia de los ciudadanos, como no podía ser de otro modo, que pagaron la
novatada. Los colegios electorales, abrieron a las nueve de la mañana y en sus
puertas se formaron larguísimas colas de votantes que fueron tempranísimo
temiendo perder la oportunidad de ejercer el recién ganado derecho al voto. El
censo se había elaborado de aquella manera. Había diferencias de miles de
votantes asignados entre unos colegios y otros y un gran número de electores
tuvo que votar en centros alejados de su lugar de residencia. Hay constancia de
que miembros de partidos políticos se organizaron para transportar en
automóviles particulares a ciudadanos para que pudiesen votar donde tenían que
hacerlo. Hubo personas que aguardaron en cola más de cuatro horas y como muchos
quisieran irse, hartos ya, hubo casos de responsables políticos que se afanaron
en tranquilizar los ánimos a pie de calle.
Algo que afortunadamente agilizó el proceso
fue el hecho de que la mayor parte de los votantes acudieron con la papeleta
preparada y metida en el sobre desde casa, con lo que las cabinas no fueron
apenas utilizadas. Se ve que en aquella época las personas daban mayor
importancia que hoy al secreto del sufragio. Desgraciadamente hubo gente que se
quedó sin votar ya que muchos acudieron al centro donde donde se les convocara para el referéndum
sobre la Ley de la Reforma Política, celebrado en diciembre de 1976,
encontrando que no estaban censados allí.
Pese a todos estos contratiempos, la
participación en nuestra ciudad alcanzó un 76,18% y en toda la provincia un
77,36%, lo cual es mucho si lo comparamos con la de las elecciones autonómicas
del pasado diciembre, 56,92% en la capital y 56,63% en la provincia, en unas
condiciones en las que a la mayoría de votantes prácticamente les basta con
caerse de la cama para ir a votar.
Fue una jornada electoral limpia. Sin
incidentes de consideración, pero con curiosidades como la candidatura de María
Teresa Campos, el entusiasmo de la monja clarisa que salió del convento de Capuchinos
por primera vez en treinta años para ir a votar o las religiosas que fueron
sorprendidas por la Guardia Civil repartiendo propaganda. El gobernador civil
ordenó mantener los colegios abiertos mientras hubiera gente esperando y el
último cerró a las once de la noche.
En una entrevista concedida en 2017 a diario
SUR nuestro actual alcalde Francisco de la Torre, que se presentaba en aquellas
elecciones por la UCD, comentaba que en aquella jornada se dio una lección a
países del entorno sobre como se debían hacer las cosas, teniendo en cuenta la
falta de costumbre en estos menesteres. Yo le doy la razón en cuanto al
comportamiento de la ciudadanía, muy alejado del actual. Sin duda hay que
carecer de algo para poder apreciarlo debidamente, pero también hemos de apelar
a nuestra capacidad de seres humanos para reflexionar sobre la importancia de
las cosas y actuar en consecuencia.
Resultaría extremadamente triste llegar a
echar de menos la democracia por no haber sabido, ni querido, defenderla.
(Fuente y fotografía, Diario SUR)
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