Últimamente
disfruto del privilegio de poder sentarme a conversar regularmente con un grupo
de personas sensatas y bondadosas. Hace unos días salió a la palestra el tema
de las murmuraciones, los rumores, los cotilleos… ya saben, uno de los
pasatiempos nacionales.
Tan arraigados están los rumores en la cultura
occidental (que es la que conozco, no voy a presumir de saber más de lo que sé)
que tenían su personificación en el imaginario colectivo de la cultura
grecolatina bajo la forma de Feme,
una criatura alada veloz como una centella con un ojo tras cada pluma y una
lengua por cada ojo. No se trataba de una criatura esencialmente maligna, pero
tampoco benigna, pues mientras ensalzaba a unos lo merecieran o no, también difamaba
a otros por honrados que fuesen. Su razón de ser era crear confusión y malos
entendidos entre los mortales y se la consideraba un mensajero de Zeus.
Teniendo en cuenta el cúmulo de bajos instintos atesorados por el mandamás del
Olimpo, los mensajes de Feme debían
ser bastante aciagos. En su versión latina pasó a llamarse Fama. Miren ustedes por donde. El rumor, sus efectos y la
permisividad social al respecto están fuertemente arraigados en nuestro tejido
cultural.
Lo cierto es que el rumor es devastador. La
información pasa de boca en boca y en cada transmisión se añade este detalle o
se elimina aquel, se deforma el contexto o se elimina directamente, se agrava,
se recrudece… lo más grave es que en numerosísimas ocasiones las personas que
propagan rumores no tienen la conciencia de estar haciendo algo con graves
consecuencias. Una de las personas con las que conversaba se refirió a una de
las frases típicas para justificar la murmuración: “esto no es criticar, sino
referir” que junto con el “no se lo digas a nadie” aseguran una extensión del
cotilleo tan rápida como la de un incendio forestal en el mes de agosto.
También es cierto que mentar a otras personas
resulta satisfactorio, pero sólo en estados de aburrimiento extremo, vacío
existencial y falta general de satisfacción con la vida propia, con lo que
resulta más gratificante poner los sentidos en las vidas ajenas.
Seguí meditando con posterioridad sobre el
efecto de las murmuraciones, recordando con notorio sonrojo momentos de mi vida
en los que me he dedicado a echar pestes de determinadas personas sin
considerar la falta de respeto que ello conlleva, por no hablar de la
degradación de mi propia persona que va ligada a semejante acto. Tendré que
permanecer vigilante, pues a estas alturas de mi vida no me interesa
degradarme, todo lo contrario… debo crecer.
La gente se aburre y difama, los rumores para la gente que vive intensamente no se ocupa de asuntos ajenos
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