Creo firmemente en que leer enriquece a las
personas. Yo leo sobre todo narrativa.
Me encantan las historias bien contadas, pues creo que el ser humano se ha
valido de las narraciones desde que el mundo es mundo para transmitir toda
sabiduría. La sabiduría puede encontrarse en cualquier narración, incluso en
una con tan pocas pretensiones como “Tuareg” de Alberto Vázquez Figueroa, un
autor que viene a ser algo así como Emilio Salgari, pero con palabrotas. Narra
la historia de Gacel Sayah, miembro de la casta guerrera de los inmouchar que es insultado en su propio
campamento cuando unos soldados asesinan a uno y se llevan a rastras a otro de
los hombres que había acogido bajo las ancestrales leyes de la hospitalidad la
noche anterior. La reflexión de Gacel es de una simplicidad aplastante, ajena a
las sutilezas y contradicciones de la vida “a la occidental”: si las leyes de
la hospitalidad dejan de ser sagradas y un viajero no tiene la certeza de que
su vida será respetada cuando reciba hospitalidad ¿quién se atreverá a cruzar
el desierto?
Siguiendo leyes tan razonables, pueblos como los Tuareg han
vencido al desierto durante siglos, pero la modernidad se burla de tales
muestras de solidaridad, valor que queda reducido a entregar dinero para las
campañas de las ONG, sobre todo en fechas señaladas o ante catástrofes
humanitarias.
La solidaridad puede mostrarse en miles de
pequeños actos cotidianos, pero hace unos días viví una situación en la que
brilló por su ausencia: Hospital Clínico, nueve de la mañana, ciento treinta
números entregados para efectuar extracciones
y solo una enfermera para atender a todos los pacientes. Dos compañeros
de vacaciones, uno de baja, nadie para sustituirlos. Personas en ayunas y sin
tomar sus medicaciones desde primera hora de la mañana (mi esposa una de ellas). ¿Imaginan realizar una tarea que exige tanta
delicadeza como extraer sangre con una jeringuilla en ciento treinta brazos
durante una mañana? Sabiendo además que fuera hay gente que puede estar
perdiendo la paciencia y que antes o después puede darse un conflicto. Por
suerte no hubo tal y la enfermera aguantó a pie firme sin perder los papeles,
pero se lamentaba de que en los despachos de arriba los supervisores del servicio
(tan enfermeros como ella) estaban haciendo Dios sabe qué y ya podrían bajar a
echar una mano.
Ya habrían podido sí.
Ya podrían haber sido
solidarios, salir del despacho y remangarse en primera línea, que fue para lo
que se formaron. Pero quizá los menesteres que les ocupaban en el despacho
fueran más importantes que aliviarles la espera a un centenar largo de personas
(algunas visiblemente enfermas) que languidecían en un patio durante toda una
mañana, auxiliando de paso a una compañera que se desesperaba.
Sin duda alguna podemos jugar a echar la culpa
a los recortes, al SAS, al Partido Socialista y a Susana Díaz, pero todo eso nos
pilla lejos. Lo que nos pilla cerca es que en este país cuando salen las cosas
es porque los de a pie mantienen el tipo como jabatos mientras los que están
arriba (aunque sea solo un piso) no están a la altura. La gente que esperaba se
comportó con estoicismo, no hubo una palabra más alta que otra; la enfermera
trató a la gente con respeto y profesionalidad y se salvó la mañana.
Mientras las culturas ancestrales han
sobrevivido durante siglos mediante códigos de ayuda mutua, las comunidades modernas
se degradan a marchas forzadas gracias al egoísmo de los individuos, fuerza
desintegradora donde las haya, reforzado apenas se gana un poquito de
autoridad. A ello se opone la solidaridad de las buenas gentes, fuerza
integradora de enorme poder, pegamento que sustenta este barco carcomido que es
nuestra sociedad, pues una mano tendida en un momento crítico puede ser tan
vital como la hospitalidad en la tienda de un tuareg para un sediento y
exhausto viajero del desierto.