Los medios de producción que sustentan nuestro
modelo de consumo constituyen una maquinaria
despiadada regida según el principio de oferta y demanda, pero también por otro
no menos deshumanizado: la reducción de costes junto con la maximización del
beneficio. El descubrimiento de ciertos
productos capaces revolucionar un determinado sector de producción ha ido
acompañado de acciones dirigidas de inmediato a abaratar el coste de tal
producto. Dichas medidas han sido nefastas para el medio ambiente y para
comunidades enteras de los países mal llamados “en vías de desarrollo”.
Sucedió a caballo entre los siglos XIX y XX
con el caucho. Antes de la síntesis del caucho sintético la fabricación de
neumáticos requería ingentes cantidades de látex, ingrediente básico del caucho
natural. Varias plantas producen látex, pero una de las más eficaces es la Hebea brasilensis, árbol originario de Sudamérica
que fue masivamente plantado en enormes zonas del continente. Los británicos
obtuvieron semillas y lograron plantar el árbol en diversos puntos de África y
del sudeste asiático, donde las plantaciones fueron igualmente gigantescas.
Conocidos son los efectos de los monocultivos: desaparecen las formas
ancestrales de agricultura que servían para alimentar a las poblaciones y no
las arcas de las multinacionales, las poblaciones se ven desposeídas de la tierra
y no tienen otra opción que trabajar para el monocultivo siendo brutalmente
explotadas y sufriendo todo tipo de abusos. Este régimen se implantó y
desarrolló durante el colonialismo, pero persistió tras los procesos de
independencia de los años 50 y 60 del siglo XX, debido a la dependencia
económica de las nuevas naciones, siempre endeudadas con sus antiguas
metrópolis con préstamos imposibles de pagar.
Este sistema permanece hoy día y no es un secreto para nadie (para nadie
con dos dedos de frente y un poco de curiosidad, por lo menos). Nuestro consumo
es sostenido por las materias primas y mano de obra baratas (indecentemente
baratas) de los países del sur, cuyos habitantes nos miran deslumbrados
mientras riegan las raíces de la industria del norte con sangre y sudor.
Recientemente me ha llamado la atención el uso
del aceite de palma, extraído del fruto de la palmera Elaeis guineensis originaria de África occidental. Este aceite,
bastante perjudicial para la salud, ya que contribuye a elevar los niveles de
colesterol en la sangre, está presente en todo tipo de alimentos para untar
(margarinas, cremas de cacao…), bollería industrial, precocinados, aperitivos
salados, productos de limpieza y de cosmética… aparte de en el combustible
biodiesel. Su cultivo es más extensivo en el sudeste asiático, donde la
deforestación para despejar terrenos para el cultivo está alcanzando cotas de
catástrofe medioambiental, con la muerte de especies animales cuyo hábitat es
la jungla (entre ellos los escasísimos orangutanes). A los efectos
medioambientales hay que añadir el empobrecimiento de las comunidades locales,
por los procesos que ya he descrito someramente.
A mí esto me da mucho asco.
Me da mucho asco que las empresas nos vendan
basura porque les sale barato y les sale barato porque abusan de las
poblaciones indígenas y del medio ambiente. El modelo no sería sostenible con
un sistema de producción respetuoso con las personas y con la naturaleza. Pero
eso al consumidor medio le trae al fresco. Por poner un ejemplo, a los niños
hay que ponerles Nocilla en el pan. ¿Recuerdan el eslogan de Nocilla? ¿Leche,
cacao, avellanas y azúcar? Pues nada de eso: aceite vegetal (girasol, palma) y
mucho azúcar (otro veneno al que nos tienen enganchados y cuya producción
también está teñida de sangre y miseria). El cacao (otro caso parecido) da el
saborcillo. La leche (en polvo) y las avellanas son testimoniales.
Y aquí estamos: alimentados con productos
miserables, producidos por un sistema miserable. En mi lucha por mejorar mi
alimentación ya he suprimido la carne y estoy reduciendo drásticamente la
ingesta de azúcar. Desde luego he resuelto desterrar de mi dieta todo producto
que contenga el dichoso aceite. Sí, ya sé que con ello no soluciono nada, que
puestos así todo lo que consumimos está basado sobre algún tipo de abuso: la
ropa, los aparatos electrónicos… todo. ¡Sí, ya lo sé! Pero déjenme intentar
algo, por Dios. Déjenme que me resista a alimentarme de mierda envuelta en
plástico de colores. Permítanme sentir asco ante este perro sistema económico.
Si no quiero descansar sobre la bendita ignorancia es problema mío. Allá cada
cual. Yo creo que mi comida no vale la vida de un orangután.
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