domingo, 14 de agosto de 2016

ACEITE DE SANGRE



 Los medios de producción que sustentan nuestro modelo de consumo constituyen  una maquinaria despiadada regida según el principio de oferta y demanda, pero también por otro no menos deshumanizado: la reducción de costes junto con la maximización del beneficio. El descubrimiento de  ciertos productos capaces revolucionar un determinado sector de producción ha ido acompañado de acciones dirigidas de inmediato a abaratar el coste de tal producto. Dichas medidas han sido nefastas para el medio ambiente y para comunidades enteras de los países mal llamados “en vías de desarrollo”. 

 Sucedió a caballo entre los siglos XIX y XX con el caucho. Antes de la síntesis del caucho sintético la fabricación de neumáticos requería ingentes cantidades de látex, ingrediente básico del caucho natural. Varias plantas producen látex, pero una de las más eficaces es la Hebea brasilensis, árbol originario de Sudamérica que fue masivamente plantado en enormes zonas del continente. Los británicos obtuvieron semillas y lograron plantar el árbol en diversos puntos de África y del sudeste asiático, donde las plantaciones fueron igualmente gigantescas. Conocidos son los efectos de los monocultivos: desaparecen las formas ancestrales de agricultura que servían para alimentar a las poblaciones y no las arcas de las multinacionales, las poblaciones se ven desposeídas de la tierra y no tienen otra opción que trabajar para el monocultivo siendo brutalmente explotadas y sufriendo todo tipo de abusos. Este régimen se implantó y desarrolló durante el colonialismo, pero persistió tras los procesos de independencia de los años 50 y 60 del siglo XX, debido a la dependencia económica de las nuevas naciones, siempre endeudadas con sus antiguas metrópolis con préstamos imposibles de pagar.  Este sistema permanece hoy día y no es un secreto para nadie (para nadie con dos dedos de frente y un poco de curiosidad, por lo menos). Nuestro consumo es sostenido por las materias primas y mano de obra baratas (indecentemente baratas) de los países del sur, cuyos habitantes nos miran deslumbrados mientras riegan las raíces de la industria del norte con sangre y sudor.

 Recientemente me ha llamado la atención el uso del aceite de palma, extraído del fruto de la palmera Elaeis guineensis originaria de África occidental. Este aceite, bastante perjudicial para la salud, ya que contribuye a elevar los niveles de colesterol en la sangre, está presente en todo tipo de alimentos para untar (margarinas, cremas de cacao…), bollería industrial, precocinados, aperitivos salados, productos de limpieza y de cosmética… aparte de en el combustible biodiesel. Su cultivo es más extensivo en el sudeste asiático, donde la deforestación para despejar terrenos para el cultivo está alcanzando cotas de catástrofe medioambiental, con la muerte de especies animales cuyo hábitat es la jungla (entre ellos los escasísimos orangutanes). A los efectos medioambientales hay que añadir el empobrecimiento de las comunidades locales, por los procesos que ya he descrito someramente.


 A mí esto me da mucho asco.

 Me da mucho asco que las empresas nos vendan basura porque les sale barato y les sale barato porque abusan de las poblaciones indígenas y del medio ambiente. El modelo no sería sostenible con un sistema de producción respetuoso con las personas y con la naturaleza. Pero eso al consumidor medio le trae al fresco. Por poner un ejemplo, a los niños hay que ponerles Nocilla en el pan. ¿Recuerdan el eslogan de Nocilla? ¿Leche, cacao, avellanas y azúcar? Pues nada de eso: aceite vegetal (girasol, palma) y mucho azúcar (otro veneno al que nos tienen enganchados y cuya producción también está teñida de sangre y miseria). El cacao (otro caso parecido) da el saborcillo. La leche (en polvo) y las avellanas son testimoniales.

 Y aquí estamos: alimentados con productos miserables, producidos por un sistema miserable. En mi lucha por mejorar mi alimentación ya he suprimido la carne y estoy reduciendo drásticamente la ingesta de azúcar. Desde luego he resuelto desterrar de mi dieta todo producto que contenga el dichoso aceite. Sí, ya sé que con ello no soluciono nada, que puestos así todo lo que consumimos está basado sobre algún tipo de abuso: la ropa, los aparatos electrónicos… todo. ¡Sí, ya lo sé! Pero déjenme intentar algo, por Dios. Déjenme que me resista a alimentarme de mierda envuelta en plástico de colores. Permítanme sentir asco ante este perro sistema económico. Si no quiero descansar sobre la bendita ignorancia es problema mío. Allá cada cual. Yo creo que mi comida no vale la vida de un orangután.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

HITLER, EL INCOMPETENTE