domingo, 28 de agosto de 2016

MÁS SOLIDARIDAD, POR FAVOR



 Creo firmemente en que leer enriquece a las personas.  Yo leo sobre todo narrativa. Me encantan las historias bien contadas, pues creo que el ser humano se ha valido de las narraciones desde que el mundo es mundo para transmitir toda sabiduría. La sabiduría puede encontrarse en cualquier narración, incluso en una con tan pocas pretensiones como “Tuareg” de Alberto Vázquez Figueroa, un autor que viene a ser algo así como Emilio Salgari, pero con palabrotas. Narra la historia de Gacel Sayah, miembro de la casta guerrera de los inmouchar que es insultado en su propio campamento cuando unos soldados asesinan a uno y se llevan a rastras a otro de los hombres que había acogido bajo las ancestrales leyes de la hospitalidad la noche anterior. La reflexión de Gacel es de una simplicidad aplastante, ajena a las sutilezas y contradicciones de la vida “a la occidental”: si las leyes de la hospitalidad dejan de ser sagradas y un viajero no tiene la certeza de que su vida será respetada cuando reciba hospitalidad ¿quién se atreverá a cruzar el desierto? 

 Siguiendo leyes tan razonables, pueblos como los Tuareg han vencido al desierto durante siglos, pero la modernidad se burla de tales muestras de solidaridad, valor que queda reducido a entregar dinero para las campañas de las ONG, sobre todo en fechas señaladas o ante catástrofes humanitarias.

 La solidaridad puede mostrarse en miles de pequeños actos cotidianos, pero hace unos días viví una situación en la que brilló por su ausencia: Hospital Clínico, nueve de la mañana, ciento treinta números entregados para efectuar extracciones  y solo una enfermera para atender a todos los pacientes. Dos compañeros de vacaciones, uno de baja, nadie para sustituirlos. Personas en ayunas y sin tomar sus medicaciones desde primera hora de la mañana (mi esposa una de ellas). ¿Imaginan realizar una tarea que exige tanta delicadeza como extraer sangre con una jeringuilla en ciento treinta brazos durante una mañana? Sabiendo además que fuera hay gente que puede estar perdiendo la paciencia y que antes o después puede darse un conflicto. Por suerte no hubo tal y la enfermera aguantó a pie firme sin perder los papeles, pero se lamentaba de que en los despachos de arriba los supervisores del servicio (tan enfermeros como ella) estaban haciendo Dios sabe qué y ya podrían bajar a echar una mano. 

 Ya habrían podido sí.

 Ya podrían haber sido solidarios, salir del despacho y remangarse en primera línea, que fue para lo que se formaron. Pero quizá los menesteres que les ocupaban en el despacho fueran más importantes que aliviarles la espera a un centenar largo de personas (algunas visiblemente enfermas) que languidecían en un patio durante toda una mañana, auxiliando de paso a una compañera que se desesperaba.

 Sin duda alguna podemos jugar a echar la culpa a los recortes, al SAS, al Partido Socialista y a Susana Díaz, pero todo eso nos pilla lejos. Lo que nos pilla cerca es que en este país cuando salen las cosas es porque los de a pie mantienen el tipo como jabatos mientras los que están arriba (aunque sea solo un piso) no están a la altura. La gente que esperaba se comportó con estoicismo, no hubo una palabra más alta que otra; la enfermera trató a la gente con respeto y profesionalidad y se salvó la mañana.

 Mientras las culturas ancestrales han sobrevivido durante siglos mediante códigos de ayuda mutua, las comunidades modernas se degradan a marchas forzadas gracias al egoísmo de los individuos, fuerza desintegradora donde las haya, reforzado apenas se gana un poquito de autoridad. A ello se opone la solidaridad de las buenas gentes, fuerza integradora de enorme poder, pegamento que sustenta este barco carcomido que es nuestra sociedad, pues una mano tendida en un momento crítico puede ser tan vital como la hospitalidad en la tienda de un tuareg para un sediento y exhausto viajero del desierto.

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