Revisando las tres anteriores entradas de este
blog, me veo obligado a reconocer que presentan el carácter un tanto agresivo
que caracterizó a buena parte de los artículos de “Predicando en el desierto” durante su primera y más prolífica
época. La explicación es simple: cuando entonces caía en ese tono lo hacía
influido por la rabia que me ocasionaba la realidad concreta sobre la que
escribía y la rabia me vuelve agresivo. Volcaba mi agresividad en el mensaje.
He vuelto a hacerlo.
Seamos claros: no voy a arrepentirme, ni mucho
menos retractarme, sobre una sola de las palabras escritas en “Sobre los líderes indignos”, “Nunca se fíen
de un político” y “Con la iglesia hemos dado, otra vez”. Sería un hipócrita
si lo hiciera. Esas entradas han tenido su origen en la rabia que me ha
asaltado al ver que males endémicos de la vida pública nacional se han visto
palpablemente y a menor escala en un ámbito al que dedico buena parte de mi
vida. Ello no me ha dejado indiferente. Creo firmemente en todo lo dicho y no
he pronunciado falsedad alguna. Evidentemente son discursos que se dan de
patadas con las actitudes conciliadoras y comedidas que han de dirigir la vida
de un bahá`í, pero en el momento no me salió otra cosa. No he dado más de mí.
Sin embargo, todo ello me ha dado que pensar
acerca de los peligros de la rabia. Más bien, sobre los peligros de dejarse arrastrar por ella; aunque los motivos que la originan sean reales y contrastados. Sobre todo a
raíz de que Donald Trump haya ganado las elecciones presidenciales de Estados
Unidos. Se preguntarán ustedes qué tienen que ver las churras con las merinas.
Voy a tratar de explicárselo.
No pretendo dármelas de analista político,
pero creo que un sujeto de la catadura de Trump (empresario millonario que hace
ostentación de su riqueza hasta niveles obscenos, machista recalcitrante,
racista hasta la naúsea…) es presidente del país más poderoso de la tierra
porque el estadounidense medio de barbacoa dominical y banderita en el porche se
puede identificar más con un hombre de negocios capaz de hacer resurgir sus
empresas desde la ruina que con una típica representante del poder político común
norteamericano de los últimos setenta u ochenta años, más volcado en las
relaciones internacionales (de dominio, sobre todo) que en la realidad social
de un país donde, pese a su poder y proyección internacional, las desigualdades
son graves. Fuentes independientes cifran el porcentaje de la población
estadounidense en riesgo de exclusión social en el 33%, mientras que el 7% vive
en extrema pobreza. “Haz América grande de nuevo” rezan las gorras de los jóvenes
que jalean el triunfo del empresario en las elecciones. Esa es la esperanza
depositada en él. Se espera que sea un salvador de la patria, una patria que
los rabiosos ciudadanos ven empobrecida y traicionada por la clase política. La rabia les ha llevado a castigarles por inoperantes y corruptos, dando el poder a un promotor inmobiliario con pretensiones.
Algo similar ocurrió en Alemania en las
elecciones parlamentarias de 1933. El Partido Nacionalsocialista del Pueblo
Alemán de Adolf Hitler obtuvo cerca del 44% de los votos. ¿Cómo una fuerza política tan nueva conseguía
este apoyo tan abrumador? La razón es que Hitler proporcionaba esperanza en un
momento en que Alemania estaba hundida por los efectos de la Gran Depresión.
Gran parte del pueblo alemán le apoyó. Gracias a esto y a su falta de
escrúpulos se convertía en dictador en menos de dos meses.
Los pueblos rabiosos y desencantados se
arrojan en los brazos de los salvadores de la patria. Las consecuencias pueden
ser funestas. Hitler encendió la mecha del más terrible conflicto bélico que
haya conocido el mundo.
Aquí en España la rabia y el desencanto no le
van a la zaga en los vividos en la Norteamérica actual o en la Alemania de la
República de Weimar, pero los salvadores de la patria que han surgido no
parecen gustar a sectores de votantes lo suficientemente grandes como para
resultar decisivos. Aquí habría ganado Hilary Clinton, pues a los españoles nos
gusta lo malo conocido, por malo y
conocido que sea. La pobre ha pagado muy caro el caso (oportunamente reabierto
por el FBI en vísperas de las elecciones) de los correos electrónicos enviados
a través de su servidor privado. En España no sólo la habríamos elegido, sino
que el director del FBI habría sido destituido pocos meses después. Así somos.
La rabia nos lleva a pelearnos con el vecino, con lo cual los salvadores de la
patria tienen aquí que provocar golpes de estado y guerras civiles para poder llegar a algo. Pobre país.
Pobre mundo rabioso, loco por echarse en
brazos de alguien que lo salve. Trataré de controlar la rabia. Más me vale. Rabioso se hacen demasiadas estupideces.
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