Hace un par de días me encontraba dando una de
mis clases particulares a un niño de ocho años al que me referiré por su
inicial: A. Estábamos repasando inglés y en el libro apareció uno de los muchos
retratos cubistas pintados por Pablo Ruiz Picasso. Sin vacilar, clavó el dedo
en la página y proclamó: “¡Este cuadro es una mierda!” Quedose tan ancho el
muchacho y envalentonado por la seguridad que mostraba en esta súbita irrupción
en el mundo de la crítica artística, señaló otro cuadro, un retrato clásico de
una joven que yo no había visto en mi vida, pero que por
las trazas habría situado en la segunda mitad del siglo XIX, y anunció: “¡Este
sí que me gusta!”.
Sonriendo para mis adentros, traté de ponerme
muy serio y le dije con voz dulce (o todo lo dulce de lo que soy capaz): “Mira,
A. No debes decir eso de ningún cuadro, ni de ninguna obra. El arte es así,
tiene formas muy diferentes. Te pueden gustar más o te pueden gustar menos,
pero el arte nunca es eso que dices. No faltes al respeto”.
Entonces A. (que en el fondo es un nene
encantador) puso cara como de estar enfrascado en profundas reflexiones,
frunció un poquito los labios y asintió con la cabeza.
Este episodio me recordó a otro similar (aunque
también radicalmente distinto) vivido con mi hijo Pablo (sí, como es mi hijo escribo aquí su nombre de pila si me da la
gana) en una exposición de pintura que fuimos a ver hace ya bastantes años.
Exponía un artista en cuyas obras las figuras humanas tenían los rostros
exageradamente estilizados, aparte de presentar otras características alejadas
de la realidad. Pablo no se cortó un pelo, contaría doce o trece años (hoy
tiene veintidós), a la hora de dictaminar que los cuadros eran una porquería y
que él podría hacerlos igual. Aquello me molestó profundamente, ya fuera porque
Pablo me tenía calentito de antes por múltiples comportamientos, ya fuera
porque la petulancia en un niño de trece años me resulta menos soportable que
en uno de ocho o ya fuera porque la confianza da asco (o quizá desde entonces
me he vuelto un poquito más sabio –esto es para consolarme-). El caso es que me
encaré con él y le espeté: “Mira, ese hombre primero se tomó la molestia y el
esfuerzo de pintar los cuadros, después se ocupó de buscar representante,
llamar a muchas puertas y comerse mucha mierda antes de poder exponer. Por eso
ese hombre es un artista y tú eres un pringao”.
Lo sé, no estuvo bien, así que no voy a tratar
de disculparme. Pablo me miró como si yo hubiese acabado de salir de una ostra
y seguimos la visita sin más ceremonia.
Meditaba sobre estos dos episodios mientras
visitaba esta mañana en el Centro de Arte Contemporáneo de Málaga una
exposición del artista norteamericano Mark Ryden (la recomiendo
encarecidamente). Sin duda me enfadé tanto con Pablo porque me molestó
profundamente escuchar argumento tan manido, tan vulgar y ¿por qué no decirlo? tan
estúpido en boca de mi propio hijo. “¡Si eso lo hago yo!” es la cantinela del
gañán de turno ante el cuadro o la escultura que no entiende y que no hay
necesidad alguna de entender. ¡No es cierto! Eso no lo haces tú, grandísimo
cretino. Tú podrás hacer el lila un rato ante un papel con cuatro rotuladores o
con un bote de témperas, pero en quince minutos te aburrirás y te irás a
beberte unos vinos con tapitas. El artista se encierra en su taller, el alma le
sale a través de las manos y crea… Ante el resultado hay que acercarse con
respeto. Te puede gustar o no, pero ten respeto. Igualmente ridículo me resulta
el que se pone delante de un cuadro y trata de teorizar sobre lo que el artista
quiere decir. Yo me pongo ante un cuadro
o ante una escultura o ante una pieza musical o ante una obra literaria o ante una película y mi experiencia es
puramente emocional. No solo en términos de “me gusta” o “no me gusta”, sino “me
provoca algo” o “no me lo provoca”. Porque el arte no tiene por qué ser bonito,
ni gustar. El arte es expresión pura y dura y su mensaje puede ir mucho más
allá del encorsetamiento de la palabra. Es algo espiritual, aunque no
necesariamente agradable. Los poemas de Bukowski (por los que una amiga ha
despertado recientemente mi interés) no son bonitos, pero provocan algo, no
evocan bellas imágenes, evocan los antros nocturnos de Los Ángeles y los seres
que los pueblan, pero son arte. Negarlo es una necedad.
La cuestión no es decidir si un cuadro formado
por líneas perpendiculares y manchas de color es arte. Nadie negaría que las
manos de seres humanos del paleolítico impresas en las paredes de las cuevas
son una manifestación artística, ¿por qué entonces hay quien se queja de que
esos cuadros “hechos a brochazos” son una estafa? A Goya lo criticaban sus
maestros por pintar “a brochazos” y ¿quién negaría que es un autor indispensable
en la historia del arte? La expresión es libre. El arte ha de ser libre y no ceñirse a ningún estereotipo ni exigencia. Ello no siempre es posible, sin embargo, porque no nos engañemos, la mayoría de veces el arte es producto de consumo, pues el artista ha de vivir y las obras se elaboran para ser vendidas, pero ello no les resta mérito necesariamente.
¿Entonces una canción de Justin Bieber es
arte? Mi intelecto no da para tanto. Tan espinosa cuestión se la dejo a
ustedes, si no les importa.
Esas pinturas estilizadas me suenan al pintor malagueño Andres Mérida, Y la pintura bajo mi mas humilde opinión, no se debe comparar con la música, ya que son polos opuestos. Saludos.
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