lunes, 26 de diciembre de 2016

OH, ¿PERRA? NAVIDAD

  Pues ya ha pasado la Navidad, ¿no? Pues no. Ya sea por los dictados litúrgicos de la Iglesia Católica o por los dictados comerciales de la industria, aún nos queda un tirón. Total, y todo porque el primitivo clero cristiano, en los últimos tiempos del Imperio Romano, decidieron hacer coincidir, así porque sí, en una pura operación de mercadotecnia, la nueva fiesta del nacimiento de Cristo con el festival en honor a Saturno en la semana del solsticio de invierno, las saturnales, celebraciones estas profundamente arraigadas en la cultura romana (regalos, banquetes familiares... ¿les suena?). Casualmente, en el solsticio de invierno también se celebraba el nacimiento de Mitra, dios de origen oriental cuyo culto estaba muy extendido en el imperio, especialmente entre los militares. A esto se le llama carambola doctrinal, o cómo meterle una fe nueva a una cultura pagana a presión y con calzador.  No hay base alguna para afirmar que Cristo naciera en esa fecha y los datos históricos que se facilitan en los evangelios, como el reinado de Herodes el Grande y el censo ordenado por el emperador Augusto, se presentan de manera imprecisa y contradictoria.  Por no haber base no la hay ni para afirmar que naciera en Belén, pero sí hay motivos para sospechar que se le atribuyese el nacimiento allí para  “cumplir” las antiguas profecías del pueblo judío sobre el nacimiento del esperado “Mesías” (al que, por cierto, siguen esperando).

 Lo que tenemos, entonces, es un rosario de tradiciones locales más o menos antiguas, repartidas a lo largo y ancho del mundo para aderezar la celebración del nacimiento de Cristo. Regalos, costumbres pintorescas en mayor o menor grado, platos típicos, dulces empalagosos, canciones almibaradas con buen rollito… La Navidad aquí y allá tiene un poco de eso y un poco de ese “vamos a llevarnos bien unos días aunque no venga a cuento”. En el mundo industrializado, cómo no, se convierte en excusa para gastar lo que se tiene y lo que no a fin de costear unos fastos que se tienen por inevitables y cuya ausencia se considera una desgracia.

 Devastadora resultaba la viñeta que alguien compartía en Facebook estos días. Un niño le preguntaba a Papá Noel, Santa Claus o como infiernos se le quiera llamar, por qué ningún año le dejaba regalos. El anciano barbiblanco, ataviado con su inevitable uniforme rojo y blanco, cortesía de los publicistas de Coca Cola, le respondía despiadadamente la razón: “porque tus padres son pobres”. Así de simple. La navidad moderna es dulce si se tiene con qué pagarla.

 Sin embargo, tengo la inquebrantable creencia de que cualquier cosa es tan buena o tan mala como aquello para lo que sirve, con lo que hay muy pocas cosas que sean intrínsecamente buenas o malas. La Navidad sirvió para que diversos contingentes de soldados alemanes y británicos cesaran el fuego el día de Navidad de 1914 y se encontraran a lo largo del frente occidental, recién iniciada la Primera Guerra Mundial, para  compartir sus raciones,  intercambiar pequeños regalos y jugar algún partido de fútbol.  No parece una gran cosa en medio de un conflicto  que acarreó millones muertos y plantó las semillas de la siguiente guerra mundial, pero así son las llamitas del esperanza que se dan en el seno del género humano, aparentemente frágiles, pero de una potencia moral tan intensa que son capaces impedir que los corazones desfallezcan, por mucho que apriete la oscuridad. El vídeo que les dejo es un anuncio que recrea magistralmente aquel suceso.


Hoy, en la devastada Alepo, se celebra la Navidad, en iglesias cuya única cubierta es el cielo, en medio de las ruinas y los escombros. Las personas se aferran a aquello que les reconforta y hallan las fuerzas para seguir adelante. Si la Navidad sirve para eso, bienvenida sea.



 Tampoco es justo demonizar la Navidad por los pecados del sistema capitalista. Si los villancicos me crispan y los fastos me enferman y las felicitaciones ñoñas me dan arcadas es mi problema. Me aguantaré.

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