domingo, 16 de septiembre de 2018

MÁLAGA, CIUDAD BRAVÍA...


 Mi bisabuelo por línea paterna, natural de Antequera, se vino a Málaga allá por el cambio de siglo debido a razones que nunca me han quedado claras. Podría haberse dedicado a mil cosas, pero el caso es que acabó regentando una taberna en calle Santa María, en un local que estaba a mediación entre las esquinas con la actual plaza de la Constitución y con el pasaje Chinitas. “Málaga, ciudad bravía. Ciento once tabernas y una sola librería” me ha repetido mi padre desde la niñez. Pocas me parecen. He oído el famoso dicho en otras bocas con otras cifras. Fueran las que fueran, mi bisabuelo tuvo una de ellas. No tenía que ser muy diferente de la que hasta hace no tanto adornase la esquina de calle Ollerías con Cabello; un antro sórdido al que solo se iba a dos cosas: a beber y a fanfarronear.

 Mi abuelo se crió, pues, en tan edificante atmósfera. Nada raro tiene que declinara seguir con el negocio y entrase de aprendiz con un sastre. En cierta ocasión dijo a mi padre: “Paco, no sabes lo que un tío puede llegar a inventar para que lo inviten a un vaso de vino”. Demasiado bien librado salió tras la inmersión con semejantes modelos de comportamiento, pues aunque ya hombre se hizo asiduo de los bares al echar el cierre de la sastrería, nunca tuvieron que sacarlo a rastras ni nunca bebió fiado o de gorra.

 Los recuerdos de mi padre sobre la taberna de su abuelo son fragmentarios. Nació en 1929 y con toda su familia marchó a Tetuán en 1934 ó 1935, así que su memoria infantil retuvo pocas imágenes: la manoseada barra, las mesas de mármol con patas de hierro (una de las cuales servía de taller a un relojero que ofrecía sus servicios en la misma puerta) y borrachos, muchos borrachos farfullando incoherencias y soltando risotadas, algún episodio violento…

 Y las historias. Historias sobre los guapos.

 Los guapos, también llamados bravos, eran tipos de mal vivir. Siempre de traje, maqueados de forma ostentosa y a menudo más que rayana en la vulgaridad: pelos repeinados con profusión de fijador, despliegue de pañuelos y fulares y siempre armados, en el mejor de los casos con una navaja de regular tamaño, esas de empuñadura muy estrecha y hoja ancha que en cierto momento fueron muy asociadas a nuestra ciudad. Los guapos no le hacían ascos a casi nada: robo, estraperlo, estafas, proxenetismo, llegado el caso eran matones e incluso asesinos a sueldo. Estaban jerarquizados, tenían sus camarillas de secuaces y sus territorios definidos, en cada uno de los cuales había un guapo que llevaba la voz cantante. De este modo estaba el guapo del Bulto, el de la Trinidad, el del Molinillo, el de la Cruz Verde, etcétera.

 Y cuentan que un guapo que controlaba cierta extensión en el centro tenía su oficina (o al menos una de ellas) en la taberna de mi bisabuelo.

 Era un tipo mayor, pasados los cincuenta, aunque aún bien plantado. Había vivido más años de los habituales en su oficio, ya fuera por suerte o por mala leche, y lo cierto es que cada vez eran más los jovenzuelos que le disputaban el liderazgo. Uno de estos se plantó un día en la taberna, tildándolo de vejestorio y de cosas peores y emplazándolo a demostrar quien tenía más redaños dándose de navajazos a orillas del Guadalmedina. El guapo mayor, con aplomo de perro viejo, le aceptó el reto impasible y cuando el otro se marchaba, ufano, le lanzó una advertencia.

 -¡Pero ven solo! ¡No vayas a traerte a tus compadres!

 A punto estuvo el guapo joven echar mano a la navaja ante aquel menoscabo a su hombría, pero sus compadres lograron aplacarlo y llevárselo, que una cosa es acuchillarse en el descampado y otra hacerlo en plena calle y a la luz del día, con riesgo de acabar raudo y veloz en un calabozo.

 Los guapos se encontraron a orillas del Guadalmedina. Nadie se acercó a ellos. Los pocos testigos observaban de lejos. En mangas de camisa y navaja en mano empezaron a moverse en círculos estudiándose y haciendo amagos. Empezaron a lanzarse puñaladas y tajos. Los dos eran rápidos, los dos estaban curtidos en cientos de refriegas en los callejones y ninguno lograba imponerse al otro.

 El guapo viejo empezó a cansarse. El otro le aventajaba en resistencia por su menor edad, era el momento de actuar, el momento de cerrar su trampa.

 -¡Hijoputa!-gritó-¡ahí están tus compadres!

 El guapo joven vaciló un instante, un simple instante, desvió la mirada, bajó la guardia, fue el tiempo de un parpadeo, pero lo suficiente para que su enemigo se le abalanzara asestándole una puñalada mortal. Cayó a tierra el joven y mientras la vida se le escapaba aún pudo oír la sentencia de su asesino.

 -Te faltó la del maestro.

 El guapo joven no murió en la orilla del Guadalmedina. Cuando salía de la taberna de mi bisabuelo ya estaba muerto. El perro viejo ya había sembrado en él la semilla del orgullo herido, de la negra honrilla, la certeza de que cuando utilizase el ardid en medio de la refriega el otro vacilara lo suficiente para poder liquidarlo. El guapo mayor era maestro, sí, maestro en estrategia, crueldad y brutalidad. No había sobrevivido tantos años por ser caballeroso.

 Esta historia la contó mi abuelo a mi padre y mi padre a mí. Forma parte de la historia negra del hampa malagueña. Málaga, como toda ciudad portuaria, tuvo su ración de mala prensa, como Nápoles, Marsella, Algeciras y otras. El dicho que titula esta entrada también lo fue de un sainete de Manuel Ruiz Aguirre y Luis Martínez de Tovar, estrenado en el madrileño teatro Martín en febrero de 1924. Es una obrilla mediocre, plagada de tópicos, que relata una historia galante y retrata relaciones turbias entre hombres y mujeres. Fue todo un éxito (al público siempre le han gustado estas cosillas) y da fe del alcance de la leyenda que envolvió a nuestra ciudad a fines del siglo XIX y principios del XX. La Málaga profunda de mi bisabuelo el tabernero, la que no sale retratada en fotos añejas: oscura, terrible y fascinante.

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