Mi bisabuelo por línea paterna, natural de
Antequera, se vino a Málaga allá por el cambio de siglo debido a razones que
nunca me han quedado claras. Podría haberse dedicado a mil cosas, pero el caso
es que acabó regentando una taberna en calle Santa María, en un local que
estaba a mediación entre las esquinas con la actual plaza de la Constitución y con
el pasaje Chinitas. “Málaga, ciudad bravía. Ciento once tabernas y una sola
librería” me ha repetido mi padre desde la niñez. Pocas me parecen. He oído el famoso
dicho en otras bocas con otras cifras. Fueran las que fueran, mi bisabuelo tuvo
una de ellas. No tenía que ser muy diferente de la que hasta hace no tanto
adornase la esquina de calle Ollerías con Cabello; un antro sórdido al que solo
se iba a dos cosas: a beber y a fanfarronear.
Mi abuelo se crió, pues, en tan edificante
atmósfera. Nada raro tiene que declinara seguir con el negocio y entrase de
aprendiz con un sastre. En cierta ocasión dijo a mi padre: “Paco, no sabes lo
que un tío puede llegar a inventar para que lo inviten a un vaso de vino”.
Demasiado bien librado salió tras la inmersión con semejantes modelos de
comportamiento, pues aunque ya hombre se hizo asiduo de los bares al echar el
cierre de la sastrería, nunca tuvieron que sacarlo a rastras ni nunca bebió
fiado o de gorra.
Los recuerdos de mi padre sobre la taberna de
su abuelo son fragmentarios. Nació en 1929 y con toda su familia marchó a
Tetuán en 1934 ó 1935, así que su memoria infantil retuvo pocas imágenes: la
manoseada barra, las mesas de mármol con patas de hierro (una de las cuales
servía de taller a un relojero que ofrecía sus servicios en la misma puerta) y
borrachos, muchos borrachos farfullando incoherencias y soltando risotadas,
algún episodio violento…
Y las historias. Historias sobre los guapos.
Los guapos, también llamados bravos, eran
tipos de mal vivir. Siempre de traje, maqueados de forma ostentosa y a menudo
más que rayana en la vulgaridad: pelos repeinados con profusión de fijador,
despliegue de pañuelos y fulares y siempre armados, en el mejor de los casos
con una navaja de regular tamaño, esas de empuñadura muy estrecha y hoja ancha
que en cierto momento fueron muy asociadas a nuestra ciudad. Los guapos no le
hacían ascos a casi nada: robo, estraperlo, estafas, proxenetismo, llegado el
caso eran matones e incluso asesinos a sueldo. Estaban jerarquizados, tenían
sus camarillas de secuaces y sus territorios definidos, en cada uno de los
cuales había un guapo que llevaba la voz cantante. De este modo estaba el guapo
del Bulto, el de la Trinidad, el del Molinillo, el de la Cruz Verde, etcétera.
Y cuentan que un guapo que controlaba cierta
extensión en el centro tenía su oficina
(o al menos una de ellas) en la taberna de mi bisabuelo.
Era un tipo mayor, pasados los cincuenta,
aunque aún bien plantado. Había vivido más años de los habituales en su oficio, ya fuera por suerte o por mala
leche, y lo cierto es que cada vez eran más los jovenzuelos que le disputaban
el liderazgo. Uno de estos se plantó un día en la taberna, tildándolo de
vejestorio y de cosas peores y emplazándolo a demostrar quien tenía más redaños
dándose de navajazos a orillas del Guadalmedina. El guapo mayor, con aplomo de
perro viejo, le aceptó el reto impasible y cuando el otro se marchaba, ufano,
le lanzó una advertencia.
-¡Pero ven solo! ¡No vayas a traerte a tus
compadres!
A punto estuvo el guapo joven echar mano a la
navaja ante aquel menoscabo a su hombría, pero sus compadres lograron aplacarlo
y llevárselo, que una cosa es acuchillarse en el descampado y otra hacerlo en
plena calle y a la luz del día, con riesgo de acabar raudo y veloz en un
calabozo.
Los guapos se encontraron a orillas del
Guadalmedina. Nadie se acercó a ellos. Los pocos testigos observaban de lejos.
En mangas de camisa y navaja en mano empezaron a moverse en círculos estudiándose
y haciendo amagos. Empezaron a lanzarse puñaladas y tajos. Los dos eran
rápidos, los dos estaban curtidos en cientos de refriegas en los callejones y
ninguno lograba imponerse al otro.
El guapo viejo empezó a cansarse. El otro le
aventajaba en resistencia por su menor edad, era el momento de actuar, el
momento de cerrar su trampa.
-¡Hijoputa!-gritó-¡ahí están tus compadres!
El guapo joven vaciló un instante, un simple
instante, desvió la mirada, bajó la guardia, fue el tiempo de un parpadeo, pero
lo suficiente para que su enemigo se le abalanzara asestándole una puñalada
mortal. Cayó a tierra el joven y mientras la vida se le escapaba aún pudo oír
la sentencia de su asesino.
-Te faltó la del maestro.
El guapo joven no murió en la orilla del
Guadalmedina. Cuando salía de la taberna de mi bisabuelo ya estaba muerto. El
perro viejo ya había sembrado en él la semilla del orgullo herido, de la negra
honrilla, la certeza de que cuando utilizase el ardid en medio de la refriega
el otro vacilara lo suficiente para poder liquidarlo. El guapo mayor era
maestro, sí, maestro en estrategia, crueldad y brutalidad. No había sobrevivido
tantos años por ser caballeroso.
Esta historia la contó mi abuelo a mi padre y
mi padre a mí. Forma parte de la historia negra del hampa malagueña. Málaga,
como toda ciudad portuaria, tuvo su ración de mala prensa, como Nápoles,
Marsella, Algeciras y otras. El dicho que titula esta entrada también lo fue de
un sainete de Manuel Ruiz Aguirre y Luis Martínez de Tovar, estrenado en el
madrileño teatro Martín en febrero de 1924. Es una obrilla mediocre, plagada de
tópicos, que relata una historia galante y retrata relaciones turbias entre
hombres y mujeres. Fue todo un éxito (al público siempre le han gustado estas
cosillas) y da fe del alcance de la leyenda que envolvió a nuestra ciudad a
fines del siglo XIX y principios del XX. La Málaga profunda de mi bisabuelo el
tabernero, la que no sale retratada en fotos añejas: oscura, terrible y fascinante.
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