A punto estaba de finalizar el
año 1972 cuando el presidente electo de Chile, Salvador Allende, daba un
apasionado discurso a la Asamblea de las Naciones Unidas en el que denunciaba
el dominio de las corporaciones multinacionales sobre la economía mundial y su
responsabilidad en la miseria de los pueblos. Nueve meses después estaba muerto.
No fue algo casual. Que un gobierno de izquierda, liderado por una candidatura
de abierta ideología marxista, llegase al poder mediante unas elecciones libres
y no a través de la lucha armada era algo inadmisible para las grandes empresas
del gigante neoliberal y para su perro de presa, Estados Unidos.
El llamamiento de la derecha Chilena para
derrocar a Allende fue claro. Diez días después de la elección de Allende el
influyente empresario chileno Agustín Edwards se reunía con Nixon en la Casa
Blanca y pocos días después con el secretario de estado Henry Kissinger. Se
organizó una conspiración para impedir la investidura de Allende en el
parlamento; la cual fracasó, probablemente en parte porque el ex presidente
Frei (candidato real de la derecha) se negó a aceptar artimañas ilegítimas en
el sistema democrático.
Un documento interno de la CIA, fechado el 7
septiembre de 1970, declaraba que Estados Unidos no tenía intereses vitales en
Chile y que la existencia del gobierno de Allende no alteraba el equilibrio
militar; sin embargo, insistía en el impacto psicológico que tenía, con el
poder de favorecer un retroceso de la influencia de Estados Unidos y un avance
las ideas marxistas. En un momento dado, las ideas pueden resultar tan
preocupantes como los misiles.
El gobierno de Estados Unidos había realizado
importantes esfuerzos para desacreditar a Allende desde antes de su elección,
dedicando millones de dólares a campañas en su contra a través de radio y
prensa. La embajada estadounidense en Chile recibió instrucciones para evaluar
las posibilidades de un golpe militar. Las conclusiones fueron desfavorables, no
parecía que los militares estuviesen maduros
para un golpe, así que era preciso caldear
un poco el ambiente. La frase de Nixon “haremos
chillar a la economía chilena” lo dice todo. Estados Unidos corta las
ayudas financieras como represalia por la nacionalización de las explotaciones
de cobre, el precio del cobre cae en picado, los empresarios boicotean al
gobierno promoviendo paros y cierres de fábricas, Estados Unidos financia la
prensa contraria al gobierno que culpa de todo a la administración de Allende,…
La crispación social es brutal, azuzada
por la crisis económica.
Indudablemente la administración económica del
proyecto de Allende, el plan Vuskovic, tuvo
errores estratégicos y de planificación; pero como dice el refrán, a perro flaco todo se le vuelven pulgas. Todos
fueron a por él, incluida la Iglesia Católica, furiosa por las acciones que
estaba llevando a cabo el gobierno en materia de educación. Finalmente fueron
los militares, ya convencidos de su papel mesiánico para salvar la patria. El
último traidor fue Pinochet. El Judas que Allende tenía por fiel.
No voy a caer en el simplismo de comparar la
España de 2018 con Chile en los años 70. Pero sí voy a afirmar una cosa. Un
gobierno que intente oponerse a la tiranía de las corporaciones internacionales
va a encontrar una oposición feroz… y posiblemente violenta (en el sentido más
literal del término). Los ciudadanos y ciudadanas que defendemos posturas de
izquierda hemos de ser conscientes de
que nos enfrentamos a fuerzas de poder inimaginable, que en un principio
tratarán de desacreditarnos y, de no ser suficiente, no vacilarán en
eliminarnos. Con solo poner un pie fuera de casa o publicar un contenido en
redes sociales ya tendremos de frente a un centenar de curritos de derechas (el
producto 2.0 creado por el sistema capitalista) dispuestos a ridiculizarnos o
incluso a insultarnos (cuando no a partirnos la cabeza). Esta es la realidad
que afrontamos. El ejemplo de Allende, resistente hasta el final con un puñado de fieles mientras los militares traidores a su pueblo lo acosaban, no puede caer
en el olvido.
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