Heinrich Schliemann (retrato) nació en 1821 en el Gran
Ducado de
Mecklemburgo-Strelitz. No era rico, pero sí emprendedor. Quiso emigrar a
Venezuela para buscar fortuna, pero su barco naufragó cerca de la costa
holandesa y en Holanda se quedó, como empleado de una oficina comercial.
Encontró tiempo para aprender holandés, francés, inglés, italiano, español y árabe (el
alemán ya lo traía aprendido). Buscando pastos más verdes, entró a trabajar en
la casa Schröder y ya puestos, aprendió también ruso para que lo enviaran como
delegado a San Petersburgo. Tuvo que irle bien. Se independizó y abrió un
negocio de compra venta de oro en polvo. Con treinta años era millonario.
Hasta aquí el
típico cuadro del hombre de negocios hecho a sí mismo, pero Schliemann tenía
una cara oculta. Era un apasionado estudioso autodidacta de los relatos
homéricos, desde que viese siendo niño un grabado que representaba a Eneas
huyendo de Troya en llamas con su padre a cuestas y su hijito al lado. Durante
sus años de negociante siguió leyendo impenitente todo cuanto caía en sus manos
alusivo al tema. Era además un gran viajero que se empapaba de las culturas que
visitaba.
En 1866,
estando ya casado y con hijos y siendo un cuarentón respetable y forrado,
empezó estudios sobre la Antigüedad Clásica y Lenguas Orientales en la Sorbona.
Hasta aquí todo sigue pareciendo razonable. Un hombre rico que puede permitirse
ya vivir de las rentas (poseía campos de caña de azúcar en Cuba) se dedica a
satisfacer su inquietud intelectual. Sin embargo su pasión por Homero iba en
aumento. En 1867 visitó las ruinas de Pompeya, que le impresionaron vivamente y
en 1868 visitó Grecia por primera vez.
Y ese fue el
detonante de lo que llevaba años acumulándose.
Estuvo en
Ítaca, donde se animó con una primera excavación, sin resultados destacables y
al poco cruzó los Dardanelos y conoció a
Frank Calvert, cónsul británico y arqueólogo aficionado, que le habló de colina
de Hissarlik, que tradicionalmente se identificaba con la ubicación de Troya y
en la que él mismo había excavado, sin éxito.
Algo entonces
estalló en la cabeza de Schliemann. Regresó a París, informó a su esposa (llamada
Ekaterina Lishin y emparentada con la aristocracia rusa) de su intención de
excavar en busca de la legendaria Troya, lo cual le pareció a ella un soberano
disparate. Schliemann se divorció ipso
facto de ella y antes de que acabase 1869 ya se había casado con Sofía
Engastromenos (retrato) una jovencita de 17 años, sobrina de un cura de San Petersburgo
amigo suyo. Sofía le daría dos hijos (había tenido otros tres con Ekaterina,
que debían considerarle tan chalado como sin duda lo consideraba ella) a los
que pondría por nombres Andrómaca y Agamenón. Eso da idea del nivel de frikismo
(me permito el anacronismo) del germano.
Schliemann
empezó a excavar en Hissarlik en 1870 y lo hizo sin cuidado, arrasando con los
estratos superiores en su afán por llegar a lo que sin duda le esperaba abajo,
lo cual fue muy criticado por los estudiosos de la época. Empezaron a salir
trozos de cerámica y otros objetos domésticos que Sofía clasificaba
pacientemente. Surgieron dificultades, naturalmente, la excavación contaba con
decenas de trabajadores, el clima era sofocante y se planteaban problemas de
tipo logístico y sanitario. La malaria era común en Anatolia en aquella época.
Además, Schliemann no tenía ni idea de cómo plantear una excavación de aquella
magnitud, así que iba improvisando.
A lo largo de
tres años, salieron a la luz varios estratos de restos de varias ciudades
(hasta diez llegarían posteriormente a descubrirse) construidas unas sobre las
ruinas de las otras a lo largo de los siglos. Él estaba convencido de que el
segundo nivel era el correspondiente a la Troya de Homero, lo cual no tenía
ningún fundamento. En 1873 desenterró al fin una gran cantidad de joyas y
recipientes de oro que sin dudar un instante calificó como “el tesoro de Príamo”.
Lo sacó en secreto de Anatolia con lo que fue acusado (con razón) de robo por
el gobierno turco. Sólo pudo volver a excavar en tierras turcas soltando
billetes, en cantidad, pero el dinero no era problema. La ocurrencia de fotografiar a Sofía engalanada con parte de las joyas es de primera.
Schliemann
llevó a cabo otras excavaciones, en Micenas, buscando la tumba Agamenón, descubriendo importantes
enterramientos y la famosa máscara de oro, cuya propiedad no dudó en atribuir
al legendario rey; en Tirinto, otra vez en Ítaca y otra vez en Hissarlik, esta
vez con el arqueólogo Wilhelm Dörpfeld, que ya tenía cierta fama por sus
trabajos en Olimpia.
Al final de
su vida cambió de opinión respecto al nivel correspondiente a la Troya de la
Ilíada, afirmando que este debía ser el seis y no el dos, juicio éste igualmente
arbitrario. El muy pirata no aprendió la lección y siguió sacando objetos
ilegalmente de Turquía. Murió en 1890 por una infección de oído que se complicó
y que le afectó al cerebro. Como era su deseo, fue sepultado en un lujoso
mausoleo en Atenas, con forma de templo griego presidido por su busto y una
inscripción “Para el héroe Schliemann”. Un
friso que narra sus viajes y excavaciones rodea el monumento. Un tipo que hacia
el final de su vida alzaba sus oraciones a Zeus (¡!) sin duda alguna debía
pensar que merecía un enterramiento digno de Teseo, Aquiles o Heracles.
Schiliemann
fue considerado un charlatán por los académicos de su época, aunque finalmente
tuvieron que reconocer la importancia de su trabajo. Pero no era un
investigador, era un friki (y ruego que se me vuelva a perdonar el anacronismo,
pero le cuadra). No aplicaba el método científico para validar o falsar
teorías. Se puso a agujerear alegremente la colina de Hissarlik buscando
pruebas que encajasen con los escritos homéricos, en cuya validez histórica
creía a pies juntillas. ¿Estaba loco? Todos tenemos nuestro pequeño o gran tiro
pegado, pero él tuvo los medios (y la determinación) necesarios para perseguir
sus sueños… y nos regaló Troya.
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