domingo, 18 de agosto de 2019

HEINRICH SCHLIEMANN, EL MILLONARIO QUE DESENTERRÓ TROYA


 Heinrich Schliemann (retrato) nació en 1821 en el Gran Ducado de Mecklemburgo-Strelitz. No era rico, pero sí emprendedor. Quiso emigrar a Venezuela para buscar fortuna, pero su barco naufragó cerca de la costa holandesa y en Holanda se quedó, como empleado de una oficina comercial. Encontró tiempo para aprender holandés,   francés, inglés, italiano, español y árabe (el alemán ya lo traía aprendido). Buscando pastos más verdes, entró a trabajar en la casa Schröder y ya puestos, aprendió también ruso para que lo enviaran como delegado a San Petersburgo. Tuvo que irle bien. Se independizó y abrió un negocio de compra venta de oro en polvo. Con treinta años era millonario.

 Hasta aquí el típico cuadro del hombre de negocios hecho a sí mismo, pero Schliemann tenía una cara oculta. Era un apasionado estudioso autodidacta de los relatos homéricos, desde que viese siendo niño un grabado que representaba a Eneas huyendo de Troya en llamas con su padre a cuestas y su hijito al lado. Durante sus años de negociante siguió leyendo impenitente todo cuanto caía en sus manos alusivo al tema. Era además un gran viajero que se empapaba de las culturas que visitaba.

 En 1866, estando ya casado y con hijos y siendo un cuarentón respetable y forrado, empezó estudios sobre la Antigüedad Clásica y Lenguas Orientales en la Sorbona. Hasta aquí todo sigue pareciendo razonable. Un hombre rico que puede permitirse ya vivir de las rentas (poseía campos de caña de azúcar en Cuba) se dedica a satisfacer su inquietud intelectual. Sin embargo su pasión por Homero iba en aumento. En 1867 visitó las ruinas de Pompeya, que le impresionaron vivamente y en 1868 visitó Grecia por primera vez.

 Y ese fue el detonante de lo que llevaba años acumulándose.

 Estuvo en Ítaca, donde se animó con una primera excavación, sin resultados destacables y al poco cruzó los Dardanelos y conoció  a Frank Calvert, cónsul británico y arqueólogo aficionado, que le habló de colina de Hissarlik, que tradicionalmente se identificaba con la ubicación de Troya y en la que él mismo había excavado, sin éxito.

 Algo entonces estalló en la cabeza de Schliemann. Regresó a París, informó a su esposa (llamada Ekaterina Lishin y emparentada con la aristocracia rusa) de su intención de excavar en busca de la legendaria Troya, lo cual le pareció a ella un soberano disparate. Schliemann se divorció ipso facto de ella y antes de que acabase 1869 ya se había casado con Sofía Engastromenos (retrato) una jovencita de 17 años, sobrina de un cura de San Petersburgo amigo suyo. Sofía le daría dos hijos (había tenido otros tres con Ekaterina, que debían considerarle tan chalado como sin duda lo consideraba ella) a los que pondría por nombres Andrómaca y Agamenón. Eso da idea del nivel de frikismo (me permito el anacronismo) del germano.

 Schliemann empezó a excavar en Hissarlik en 1870 y lo hizo sin cuidado, arrasando con los estratos superiores en su afán por llegar a lo que sin duda le esperaba abajo, lo cual fue muy criticado por los estudiosos de la época. Empezaron a salir trozos de cerámica y otros objetos domésticos que Sofía clasificaba pacientemente. Surgieron dificultades, naturalmente, la excavación contaba con decenas de trabajadores, el clima era sofocante y se planteaban problemas de tipo logístico y sanitario. La malaria era común en Anatolia en aquella época. Además, Schliemann no tenía ni idea de cómo plantear una excavación de aquella magnitud, así que iba improvisando.

 A lo largo de tres años, salieron a la luz varios estratos de restos de varias ciudades (hasta diez llegarían posteriormente a descubrirse) construidas unas sobre las ruinas de las otras a lo largo de los siglos. Él estaba convencido de que el segundo nivel era el correspondiente a la Troya de Homero, lo cual no tenía ningún fundamento. En 1873 desenterró al fin una gran cantidad de joyas y recipientes de oro que sin dudar un instante calificó como “el tesoro de Príamo”. Lo sacó en secreto de Anatolia con lo que fue acusado (con razón) de robo por el gobierno turco. Sólo pudo volver a excavar en tierras turcas soltando billetes, en cantidad, pero el dinero no era problema. La ocurrencia de fotografiar a Sofía engalanada con parte de las joyas es de primera.

 Schliemann llevó a cabo otras excavaciones, en Micenas, buscando la tumba  Agamenón, descubriendo importantes enterramientos y la famosa máscara de oro, cuya propiedad no dudó en atribuir al legendario rey; en Tirinto, otra vez en Ítaca y otra vez en Hissarlik, esta vez con el arqueólogo Wilhelm Dörpfeld, que ya tenía cierta fama por sus trabajos en Olimpia.

 Al final de su vida cambió de opinión respecto al nivel correspondiente a la Troya de la Ilíada, afirmando que este debía ser el seis y no el dos, juicio éste igualmente arbitrario. El muy pirata no aprendió la lección y siguió sacando objetos ilegalmente de Turquía. Murió en 1890 por una infección de oído que se complicó y que le afectó al cerebro. Como era su deseo, fue sepultado en un lujoso mausoleo en Atenas, con forma de templo griego presidido por su busto y una inscripción “Para el héroe Schliemann”. Un friso que narra sus viajes y excavaciones rodea el monumento. Un tipo que hacia el final de su vida alzaba sus oraciones a Zeus (¡!) sin duda alguna debía pensar que merecía un enterramiento digno de Teseo, Aquiles o Heracles.

 Schiliemann fue considerado un charlatán por los académicos de su época, aunque finalmente tuvieron que reconocer la importancia de su trabajo. Pero no era un investigador, era un friki (y ruego que se me vuelva a perdonar el anacronismo, pero le cuadra). No aplicaba el método científico para validar o falsar teorías. Se puso a agujerear alegremente la colina de Hissarlik buscando pruebas que encajasen con los escritos homéricos, en cuya validez histórica creía a pies juntillas. ¿Estaba loco? Todos tenemos nuestro pequeño o gran tiro pegado, pero él tuvo los medios (y la determinación) necesarios para perseguir sus sueños… y nos regaló Troya.

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