domingo, 20 de enero de 2013

HAY MUCHAS MANERAS DE LLORAR


 Escuchaba hace un par de días una historia que me sobrecogió. Una joven daba a luz a su primer hijo en el marco de una de esas familias (que las habrá) en las que todo parece de color de rosa: desahogada situación económica, ausencia de enfermedades y de conflictos graves… en fin, un sueño. Primer hijo para la joven pareja y primer nieto para ambas parejas de abuelos. Dormitorio del bebé preparado con esmero, cajones a rebosar de ropita, criatura que nace perfecta y sana… y que muere a los siete meses de edad por muerte súbita del lactante.

 Hay quien piensa que para sobreponerse a una desgracia se requiere cierta práctica, cierta costumbre en eso del sufrimiento y que quienes han llevado una vida fácil y libre de sinsabores se quebrarán como ramitas secas ante el primer mazazo que aseste la existencia. Sin embargo, parece ser que en eso de la condición humana no existen reglas universales y que lo singular puede surgir cuando menos se espera. Cabría suponer que la joven madre caería en un estado de postración, conmocionada por el cruel suceso, por la brutalidad con que habían sido cercenadas todas sus ilusiones. Pues ocurrió que todo su afán fue hacer cuanto antes los trámites para donar los órganos que se pudieran aprovechar del menudo cuerpo de su pobre hijito. No se trató de responder con un ademán a la solicitud de un médico, no, sino de buscar activamente y como propia iniciativa esta opción. En lugar de hundirse en su dolor y aislarse del mundo (actitud que nadie, por otra parte, podría haberle reprochado) la determinación por dotar de algún sentido lo ocurrido y hacer surgir vida de la muerte  fue su modo de encarar la desgracia.

 Leía en Internet poco después la historia de una madre, también joven, también primeriza, que recién fallecida su criaturita, esta vez por complicaciones neonatales, se negaba en redondo a los ruegos de los médicos para la donación de los órganos. Pocos años después su segundo bebé fallecía a los pocos meses de nacer esperando un trasplante cuyo donante nunca llegó. Esta historia puede encajar mejor con los gustos del gran público, ya que se presta al juicio severo del “egoísmo” de la madre y al supuesto castigo kármico recibido (aquí en occidente nos gusta hablar del karma aunque no tengamos ni pajolera idea de lo que es). Si a ello le añadimos que la madre, tras ambas terribles experiencias, se ha convertido en una ferviente activista de la donación de órganos tenemos un buen colofón: el fin moralizante.

 A mi modo de ver, la segunda historia está bien si le quitamos la componente supersticiosa de ver la segunda muerte como un castigo por la negativa primera (si algún dios, karma, Jin, Jan o la madre que los parió rige así nuestros destinos, merecería que lo encerraran por psicópata y por capullo). Pero la primera está mejor. No hay error cometido, no es preciso nada que sacuda la conciencia de la joven y apesadumbrada madre. El bien nace en ella con toda naturalidad. Es sencillamente, lo que ella considera correcto. A mí, por lo menos, me cuestiona más que la segunda. ¿Qué haría yo en semejante circunstancia? ¿Tendría su misma valentía, abnegación, sentido de la responsabilidad? ¿El mismo afán por la búsqueda del sentido? A esta señora no le hace falta trabajo de crecimiento personal, al menos en este caso. De por sí ya es lo suficientemente grande.

 El título de esta entrada es lo que le dijo un médico a la primera madre sobre su ejemplar modo de afrontar la desgracia. Hay muchas maneras de llorar. Es cierto. Unas fructíferas como semillas en tierra fértil y otras estériles como un erial. El día que a mí me toque llorar (llorar de verdad) espero que mi llanto sea la décima parte de fértil que el de esta buena señora.

1 comentario:

  1. Quiero parte de lo que recaudes con esto ya!!! Que siempre te aporto ideas...

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