Escuchaba hace un par de días una historia que
me sobrecogió. Una joven daba a luz a su primer hijo en el marco de una de esas
familias (que las habrá) en las que todo parece de color de rosa: desahogada
situación económica, ausencia de enfermedades y de conflictos graves… en fin,
un sueño. Primer hijo para la joven pareja y primer nieto para ambas parejas de
abuelos. Dormitorio del bebé preparado con esmero, cajones a rebosar de ropita,
criatura que nace perfecta y sana… y que muere a los siete meses de edad por
muerte súbita del lactante.
Hay quien piensa que para sobreponerse a una
desgracia se requiere cierta práctica, cierta costumbre en eso del sufrimiento
y que quienes han llevado una vida fácil y libre de sinsabores se quebrarán
como ramitas secas ante el primer mazazo que aseste la existencia. Sin embargo,
parece ser que en eso de la condición humana no existen reglas universales y
que lo singular puede surgir cuando menos se espera. Cabría suponer que la
joven madre caería en un estado de postración, conmocionada por el cruel
suceso, por la brutalidad con que habían sido cercenadas todas sus ilusiones.
Pues ocurrió que todo su afán fue hacer cuanto antes los trámites para donar
los órganos que se pudieran aprovechar del menudo cuerpo de su pobre hijito. No
se trató de responder con un ademán a la solicitud de un médico, no, sino de
buscar activamente y como propia iniciativa esta opción. En lugar de hundirse
en su dolor y aislarse del mundo (actitud que nadie, por otra parte, podría
haberle reprochado) la determinación por dotar de algún sentido lo ocurrido y
hacer surgir vida de la muerte fue su
modo de encarar la desgracia.
Leía en Internet poco después la historia de
una madre, también joven, también primeriza, que recién fallecida su
criaturita, esta vez por complicaciones neonatales, se negaba en redondo a los
ruegos de los médicos para la donación de los órganos. Pocos años después su
segundo bebé fallecía a los pocos meses de nacer esperando un trasplante cuyo
donante nunca llegó. Esta historia puede encajar mejor con los gustos del gran
público, ya que se presta al juicio severo del “egoísmo” de la madre y al
supuesto castigo kármico recibido (aquí en occidente nos gusta hablar del karma aunque no tengamos ni pajolera
idea de lo que es). Si a ello le añadimos que la madre, tras ambas terribles
experiencias, se ha convertido en una ferviente activista de la donación de órganos
tenemos un buen colofón: el fin moralizante.
A mi modo de ver, la segunda historia está
bien si le quitamos la componente supersticiosa de ver la segunda muerte como
un castigo por la negativa primera (si algún dios, karma, Jin, Jan o la madre
que los parió rige así nuestros destinos, merecería que lo encerraran por psicópata
y por capullo). Pero la primera está mejor. No hay error cometido, no es
preciso nada que sacuda la conciencia de la joven y apesadumbrada madre. El
bien nace en ella con toda naturalidad. Es sencillamente, lo que ella considera
correcto. A mí, por lo menos, me cuestiona más que la segunda. ¿Qué haría yo en
semejante circunstancia? ¿Tendría su misma valentía, abnegación, sentido de la
responsabilidad? ¿El mismo afán por la búsqueda del sentido? A esta señora no
le hace falta trabajo de crecimiento personal, al menos en este caso. De por sí
ya es lo suficientemente grande.
El título de esta entrada es lo que le dijo un
médico a la primera madre sobre su ejemplar modo de afrontar la desgracia. Hay muchas maneras de llorar. Es cierto.
Unas fructíferas como semillas en tierra fértil y otras estériles como un
erial. El día que a mí me toque llorar (llorar de verdad) espero que mi llanto
sea la décima parte de fértil que el de esta buena señora.
Quiero parte de lo que recaudes con esto ya!!! Que siempre te aporto ideas...
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