Pues sí, es cierto y para mí
resulta significativo. Verán, de un tiempo a esta parte los gorriones se habían
visto desplazados de los barrios y parques en los que habían vivido en mi
ciudad, Málaga, de toda la vida de Dios por esas odiosas cotorras de color
verde esmeralda que proliferan como conejos y que han invadido el ecosistema al
ser soltadas voluntaria o involuntariamente por los irresponsables dueños que
las adquirieron en las pajarerías. Ahora poco a poco se está volviendo a ver
gorriones, tan confiados ante la presencia humana como yo los recordaba, como
este que vino a posarse cerca de mí mientras me tomaba un té esta mañana.
La visión de esta simpática lagartija con
plumas me llevó a reflexionar en el modo en que está cambiando mi ciudad desde
que tengo uso de razón, unos treinta y cinco más o menos de los cuarenta que
estoy a punto de cumplir. Recuerdo las playas de la Misericordia como un
terreno inhóspito y misterioso, habitado sólo por los pescadores y las gaviotas
durante los meses de invierno. En verano los playeros acudían en tropel para
bañarse en las hediondas aguas cercanas al puerto para luego ir a refrescarse
con unas cañas en los chiringuitos, toscas covachas de madera en las que la salubridad
era un chiste y la mayonesa amarilla y elaborada allí mismo con la minipimer
era garantía de diarrea, pero por lo menos podían acodarse en la barra sin
camiseta, no como en los chiringuitos de
hoy, en los que hay que entrar calzado y vestido. ¿No estamos en la playa,
coño? Hoy si quieres comer con los pies
en la arena has de llevarte el bocata de tortilla o arriesgarse a hacer una
barbacoa, que está prohibido. El agua sigue igual de hedionda, pues los
colectores y los barcos soltando desperdicios siguen ahí, pero hay un cojonudo
paseo marítimo, una avenida y a intervalos regulares pulcros e idénticos
chiringuitos edificados en ladrillo y vidrio. Las gaviotas ya no están. Han
tomado posesión de las azoteas de los edificios circundantes, el último reducto
que les queda.
A veces echo de menos aquellas playas de la
Misericordia a las que casi daba miedo ir.
Algo parecido pasa con el puerto, reciente
reformado sustituyendo el muelle de carga con las vetustas grúas por un
primoroso bulevar pomposamente bautizado como “Palmeral de las Sorpresas”.
Restaurantes, bares, tiendas pijas, puerto deportivo. “Un espacio ciudadano muy
necesario para la ciudad de Málaga”
recitaba el alcalde, pero que resulta que está situado junto a otro
amplio espacio ciudadano, que es el parque, plantado en el siglo XIX y con una
gran variedad de especies vegetales. ¿Espacio ciudadano o espacio para los
cruceristas que desembarcan para dejarse los dineros?
A veces echo de menos aquel puerto cutre y
añejo en el que, por lo menos, se posaban las gaviotas. Las viejas grúas ya no
están, sustituidas por las mastodónticas máquinas que en el puerto mercante
cargan y descargan contenedores. El progreso que nos arrasa.
Yo soy urbanita por naturaleza. Nunca he
pretendido lo contrario, pero prefiero los parques con árboles a las avenidas
llenas de tienditas pitiminí, los bares pequeños a las cervecerías de
franquicia que son iguales en todas las ciudades, las callejas adoquinadas a
las arterias de hormigón, las fachadas antiguas a los ventanales de vidrio y
una buena flota de autobuses a un metro que nos ha destripado la ciudad y que
aún no vemos funcionando después de tantos años de
obras. Mi pequeño gorrión, discreto y sin estridencias, representa lo que quiero para mi ciudad, no es brillante y exuberante como la cotorra, pero yo lo prefiero. A la
larga no da tantos problemas.
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