martes, 5 de marzo de 2013

NON HABEMUS PAPAM (I)


 Pues sí, no tenemos papa. ¿Y qué? ¿Acaso ha notado usted que su persona se encuentre sumida en un inquietante estado de zozobra espiritual debido a la ausencia de romano pontífice? Yo no, la verdad. Si acaso una vaga sensación de sorpresa, como si a uno le comunicasen  que resulta que Camilo Sesto se presenta a presidente del gobierno… Es decir, se entera uno de algo que consideraba altamente improbable, pero que (seamos serios) no le afecta  para nada.  Yo me enteré por una compañera de trabajo que realiza su labor en otras dependencias. Una llamada telefónica de rutina y como quien no quiere la cosa… “Oye, que el papa renuncia”, pues bueno, pues vale y yo que creía que morían con las botas puestas, o más bien con las sandalias del pescador puestas, simbolismo que nos evoca a Pedro, piedra sobre la que Jesucristo edificara su iglesia, pero que no evita el hecho de que el papa se calce con bonitos zapatitos rojos (ni que fuera Dorothy, la del Mago de Oz) fabricados con piel de becerro nonato (que por lo visto es la leche)  en una fábrica mexicana, propiedad de un tal Armando Martín Dueñas, donde el obrero más especializado gana la friolera de 3000 pesos a la semana, unos 178 euros. Un tanto excéntrico (por no decir otra cosa) para mi gusto.


 Lo más gracioso es que la versión oficial reza que el papa renuncia porque teme que la debilidad que empieza a acusar por su avanzada edad no le permita ejercer correctamente su ministerio. Al enterarse de esto uno evoca automáticamente la imagen de Juan Pablo II en los últimos años de su pontificado, débil, tembloroso y lleno de achaques, pero aguantando hasta el  final. Después uno, a poco que lee un poquillo,  se entera que un papa no renuncia desde 1415 y que sólo tres (Benedicto XVI es el cuarto) han abandonado la cátedra de Pedro antes de fallecer. Esta renuncia “responsable” del  emérito pontífice es, sin duda, algo insólito. Hagamos un poco de historia, sin enrollarnos, para aburrir lo imprescindible.

 El primer para en “cesar” fue Benedicto IX, en 1048. Bueno, esa fue la fecha del cese definitivo, pues hubo otros dos antes, con sendos retornos, enmarcados en feroces luchas por el poder en el seno de una iglesia absolutamente politizada (la primera vez  que ascendió al papado fue con catorce años y esto porque su padre, un conde con ambiciones, sobornó a los cardenales). Incluso después intentó volver al papado, pero al final acabó sus días en un monasterio.

 El segundo fue Celestino V, en 1294. Era un pobre monje que había vivido cinco años como eremita dentro de una cueva y al que eligieron para papa de modo un poco raro después de que el solio pontificio permaneciese vacante durante ¡dos años! debido a la rivalidad entre dos poderosas  familias que pretendían imponer a sus respectivos candidatos. El pobre Pietro (que así se llamaba el hombre) tardó sólo cinco meses en renunciar al cargo para intentar volverse corriendo a su cueva y sus rezos, sólo que el nuevo papa no se lo permitió y temeroso que el pueblo lo considerase el legítimo pontífice, lo encarceló. Diez meses duró el pobre hombre antes de morir, soportó los padecimientos de la prisión el doble del tiempo que aguantó dentro del nido de víboras que era la curia cardenalicia.

 El tercero fue Gregorio XII, en 1415. Esto fue cuando el cisma de occidente daba sus últimos coletazos y había papas para todos los gustos. Gregorio XII renunció durante el concilio de Constanza (supongo que por miedo a ver rodar su cabeza) mientras que los otros dos papas que había en aquel momento (tres papas al mismo tiempo, para que veamos el caos reinante) hubo que destituirlos más o menos por la fuerza antes de poder elegir uno nuevo. Desde 1415 todos los papas han abandonado la cátedra de Pedro con los pies por delante.

 Y ahora resulta que tenemos a un papa que renuncia con 86 años, mientras Juan Pablo II murió con 85 con las botas puestas y al límite de sus fuerzas, pero límite, limite. Joseph Ratzinger no es que esté para correr la maratón, pero en comparación con su predecesor está hecho una rosa. Luego tenemos el ejemplo de Juan XXIII, que con 81 años y a sólo uno de su muerte (imaginen si el hombre estaría delicado) convocó el Concilio Vaticano II y puso la iglesia boca abajo. Comparado con Ratzinger, eminente teólogo, mano derecha de Juan Pablo II,  Angelo Roncalli (como se llamaba el “papa bueno” Juan XXIII antes de ser elegido) era un cura de pueblo (con todo el respeto por éstos). Los papas no se van así porque sí. Nunca lo han hecho. Joseph Ratzinger es un hombre de Roma, curtido en los entresijos del poder, no un pobre ingenuo como Celestino V. ¿Cómo es que este gigante abandona así?  Es un tipo infatigable, con un fuerte carácter. No le cuadra.

 ¡Qué quieren que les diga! Yo tengo mis dudas sobre las razones de la renuncia.

 (Continuará)

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