De los muchos locales nocturnos que salpicaban
el centro de Málaga allá por finales de los ochenta y principios de los noventa
(la época en que empecé a salir por las noches) hay uno que permanece en mi
recuerdo con especial cariño: el Perejil. Era una especie de hamburguesería,
por llamarlo de algún modo, pues si bien es cierto que servían hamburguesas y
todo tipo de bocatas, ahí acababa toda semejanza con los locales al uso. De
entrada parecía un cuchitril, largo y estrecho, con una barra diminuta al fondo
tras la cual estaba la aún más diminuta cocina, pero más allá había un patio
con mesas y un salón más amplio. El patio tenía su coña, pues estabas allí
sentado bebiéndote tu cerveza y al mirar para arriba veías la ropa de los
vecinos tendida sobre tu cabeza. Las mesas también eran bastante extrañas, pues
lo que hacían las veces de patas eran las estructuras metálicas de viejas
máquinas de coser que sustentaban losas de mármol blanco, sobre las que comías
y te apoyabas. Era un sitio gamberro, frecuentado por gente gamberra, no apto
para todos los públicos, con su cestita llena de condones sobre la barra y una
irreverente caricatura del papa de entonces, Juan Pablo II, con una nariz
desmesuradamente grande enfundada en un condón. No solías ver a niños pijos por
allí. Era un sitio genial. Se comía muy bien, los precios eran razonables y eso
ya era mucho decir en una época en la que paulatinamente el centro de Málaga
dejaba de ser el territorio de las tribus urbanas para convertirse en el
almibarado “Centro Histórico” orientado hacia el turismo que es hoy. Viví los
últimos estertores de una época que comenzó con la Transición y con aquella
época también se fue el Perejil.
La vida está llena de raros giros e
intersecciones. A la vuelta de unos pocos de años he entrado a formar parte de
la Comunidad Bahá`í de Málaga y he aquí
que descubro que el Perejil fue fundado a mediados de los ochenta ¡por bahá`ís!
En concreto por dos matrimonios que hoy día tengo el gusto de conocer. Abrieron
el local, lo tuvieron unos años y después lo traspasaron a la pareja que yo
conocí en su día. Ellos lo hicieron todo, incluso poner las baldosas del suelo
y construir las famosas mesas, absolutamente todo, con cuatro duros y toneladas
de ilusión y creatividad. Unos auténticos emprendedores.
El concepto del Perejil era absolutamente
revolucionario, ya que pretendía ser un local en el que se comiera bien y no se
sirviese alcohol. Lo primero lo consiguieron, lo segundo no, ya que de no
servir alcohol, según la ordenanza municipal serían considerados un comercio
corriente y no se les habría permitido abrir más allá de las ocho de la tarde,
de modo que sirvieron cerveza. Por lo demás ofrecían una carta variada, con
todo tipo de bocatas, una rica tortilla de patatas, batidos de frutas (el de
plátano era la estrella) y las patatas fritas con salsa. Las recetas de las
salsas eran el tesoro del Perejil. Estaban las papas “Rana Verde” (que no
picaban), las papas “Bravas” (que picaban un poco) y las papas “Atómicas” (que
picaban como su puñetera madre). Estas fueron las que yo conocí, pero en los
tiempos heroicos también existieron las papas “Neutrónicas” reservadas para los
chulos que se vanagloriaban de gustar de las cosas muy picantes y que al
comerlas celebraban lo buenas que estaban mientras se les saltaban los
lagrimones, vaya usted a saber por qué.
Pero si algo definía al Perejil de entonces,
más aún que al de mi época, era el ambiente. Se trataba de una especie de
puerto franco, un lugar neutral donde iban a comer bocatas, papas, batidos de
plátano y bizcochos gentes de toda condición: punks, fascistas de la Falange, sindicalistas
de la CNT, ácratas… e incluso los camellos de la Cruz Verde (cercano barrio
chungo) y los vendedores de la Rápida,
la famosa lotería ilegal de Málaga. Tenía que ser un espectáculo ver a aquellos
curtidos quinquis tomando su batido de plátano con bizcocho al final de una
dura jornada de tropelías, mientras comentaban sus problemas con otros macarras
o con la policía; policías que, por otra parte, se preguntaban entre
desconfiados y maravillados cómo podría ser que aquellos mismos tipos que
conocían de la calle y que a veces metían a empujones en los coches patrulla
estuviesen tan tranquilos en aquel curioso local bebiendo batido de plátano y
escuchando música clásica. En el Perejil siempre se puso buena música, nada de
los Cuarenta Miserables.
Un retrato poco divulgado de la Málaga de los ochenta,
con su centro oscuro, un tanto lóbrego con sus desvencijados edificios del siglo
XIX que convivían con las feas fachadas de hormigón del Desarrollismo. Un
centro por el que de noche se movían “gentes de mal vivir”, muchas de las
cuales iban a darse un respiro al Perejil, un oasis. Hoy el centro es luminoso
y mucho más “arreglado”. ¿Es mejor? Podríamos hablar un rato al respecto, pero ¡cómo
me gustaría poder hacerlo sentado a una de aquellas mesas de hierro y mármol,
bajo la ropa tendida!
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