domingo, 26 de julio de 2015

ANIMALES

 La expresión “morir como un perro” ha quedado como manera vulgar de referirse a una muerte mala, dolorosa, cargada de sufrimiento. Sin embargo, Shubby, mi golden retriever, ha muerto tranquilamente, ayudado por Rafael, mi veterinario habitual, mientras yo le sostenía la cabeza y mi hija Marta le acariciaba mirándole a los ojos. Hubo que sacrificarlo. Sus casi doce años  no parecían muchos, pero estaba muy mal. Pesaba demasiado y sus patas atormentadas por el reúma no le sostenían. Estaban tan inflamadas que a Rafael le costó encontrar la vena para inyectarle la dosis letal. Siempre tenía la cara triste y a medida que la vida se le iba les aseguro que la expresión le cambió, se relajó. Estaba dejando de sufrir. Me consuela pensar que no murió solo y que lo último que vio en este mundo fue el dulce rostro de alguien que le quería mucho.

 Shubby era un perro de raza, con pedigree y todo, frágil de salud como la mayoría de estos perros cruzados entre primos y hermanos para mantener la pureza de la raza al servicio de la codicia de los criadores. Fue utilizado para criar, claro, pero finalmente arrinconado y mantenido durante dos años en un patio, al extremo de una cadena, echado sobre una losa de hormigón, con frío, con calor, con lluvia y con sol. Finalmente le cortaron los testículos y se lo dieron a quien lo quisiera. Lo quiso mi familia y ha vivido cinco años con nosotros.

 Me extrañó el hecho de que nos lo dieran castrado. La anterior propietaria, una veterinaria, nos explicó la vieja cantinela de que mejora la calidad de vida del animal al quitarle la ansiedad de buscar perras en celo. Yo no quedé muy convencido con esto, pero tenía ganas de largarme de la presencia de aquella hipócrita  y no insistí. Al cabo de un par de años, sin embargo una fea sospecha me asaltó cuando un señor me propuso que Shubby montara a su perra golden y compartiéramos los beneficios de la venta de los cachorros.

 -No será posible, señor-respondí-. El perro está…

 “Castrado” la palabra resonó en mi mente y lo vi claro como el día. ¿Cómo iban a regalarme una fuente de ingresos para meterme en el negocio a hacer la competencia?

 Pues eso son los animales para los seres humanos: una fuente de ingresos. Los criamos para comérnoslos, vestirnos y calzarnos con sus pieles o deleitarnos con sus rarezas: perritos diminutos, perritos con los hocicos chatos o de patitas cortas que andan dando saltitos y hacen mucha gracia… malformaciones “cultivadas” por los criadores a lo largo de los siglos para satisfacer a quien paga.

 El verano es época de abandono de animales, sobre todo de perros. Se regalan cachorritos en navidad que son perros casi adultos al cabo de siete meses y se convierten en una molestia para salir de vacaciones. Se los lleva al campo, se los aleja arrojándoles una rama para que la busquen y se sale pitando con el coche, asunto concluido y un perro más para morir en la carretera. Mucha gente lo hace y no se considerarían a sí mismos malas personas. Tampoco son malas personas los que van a las corridas de toros a contemplar como un animal es hostigado y pinchado con hierros afilados y tampoco son malas personas los cazadores que se sirven de sus perros hasta que son viejos y se deshacen de ellos sin pagar los 120 euros que cuesta la eutanasia, un tiro o una cuerda, que sale aún más barato.


 El maltrato animal está por todas partes y una sustenta una parte enorme de nuestra economía y nuestro estilo de vida. Está en las tiendas de animales, en los espectáculos, en las fiestas populares y en la vitrina de charcutería del supermercado. Un animal no es una cosa de la cual servirse y que se tira cuando ya no es útil. Cuando actuamos así con ellos dejamos de ser humanos y nos convertimos en otra cosa. No me pregunten en qué.

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