domingo, 4 de noviembre de 2012

SOBRE LAS BODAS Y LA INTOLERANCIA (I)


Si les cuento cómo me casé, es posible que no me crean. Me arriesgaré. Mi señora y yo llevábamos viviendo juntos siete años y ya teníamos nuestros dos hijos y un buen día nos dijimos: “oye, habría que casarse, ¿no?”… por aquello de los papeles, de un libro de familia como Dios manda y eso. Sabíamos que íbamos a hacerlo por lo civil, de eso no cabía duda, pero poco a poco fuimos teniendo claro que queríamos hacerlo con la menor alharaca y molestias posibles. Así que al final acabamos casándonos de el ayuntamiento de Algarrobo, que no queda precisamente cerca de nuestra casa, pero sí cerca de mi trabajo, lo cual me facilitaba bastante acudir a hacer los trámites con total flexibilidad y esperas prácticamente nulas. Como además no reservamos salda de bodas sino que nos limitamos a firmar los papeles en una oficina, pudimos hacerlo cuando nos salió de las narices.

 Mi madre quería que hiciéramos alguna celebración, algo íntimo con la familia más cercana. A mí no me apetecía nada y a mi señora tampoco. Éramos ya una pareja consolidada, todas las promesas y todos los votos estaban  hechos desde hacía tiempo, se trataba sólo de un trámite administrativo, no había nada que celebrar (de hecho, en mi alianza de casado figura la fecha en que comencé a salir con mi esposa y no la fecha de la boda que, si debo serles sincero, no recuerdo). Así que una mañana fuimos, firmamos los papeles y luego  nos fuimos a comer pescaito frito con los testigos, que el día era soleado y caluroso (yo iba en sandalias y pantalón corto). La única foto que se hizo ese día fue de mi esposa tratando de quitarme la alianza que yo, obtuso de mí, me había puesto en el dedo equivocado y se obstinaba en no salir. La instantánea, por fortuna, duerme el sueño de los justos en una tarjeta de memoria olvidada en algún cajón. Al día siguiente fuimos a casa de mis padres y les dije que nos habíamos casado. Así de borde.

 Toda la parafernalia de la que se suele rodear una boda me desconcierta, debo confesarlo. Tuve una novia que soñaba en casarse de blanco en la capilla del colegio de monjas en el que estudió, con un montón de invitados  y un viaje de novios a Cancún o Punta Cana. Eso no es para mí. Ojeaba yo esta mañana en Internet los datos de un estudio realizado por la Federación de Usuarios y Consumidores Independientes, enterándome de que el gasto medio para una boda de alrededor de cien invitados en España en 2012 es de 13190 euros, lo que supone un 8% de caída respecto a 2011 y un 42% desde el inicio de la crisis económica, crisis que está impactando profundamente en mi pensamiento y en mi forma de entender la vida y nuestro modelo económico, que ya me parecía extremadamente podrido antes de todos los despropósitos a los que estamos asistiendo en los últimos meses.  

 ¿Es lícito desembolsar tal cantidad de dinero por una celebración, aunque sea una tan especial? Como tantas veces, depende del color del cristal con que se mire.   

 (Continuará)

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