Si les cuento cómo me casé, es
posible que no me crean. Me arriesgaré. Mi señora y yo llevábamos viviendo
juntos siete años y ya teníamos nuestros dos hijos y un buen día nos dijimos:
“oye, habría que casarse, ¿no?”… por aquello de los papeles, de un libro de
familia como Dios manda y eso. Sabíamos que íbamos a hacerlo por lo civil, de
eso no cabía duda, pero poco a poco fuimos teniendo claro que queríamos hacerlo
con la menor alharaca y molestias posibles. Así que al final acabamos
casándonos de el ayuntamiento de Algarrobo, que no queda precisamente cerca de
nuestra casa, pero sí cerca de mi trabajo, lo cual me facilitaba bastante
acudir a hacer los trámites con total flexibilidad y esperas prácticamente
nulas. Como además no reservamos salda de bodas sino que nos limitamos a firmar
los papeles en una oficina, pudimos hacerlo cuando nos salió de las narices.
Mi madre quería que hiciéramos alguna
celebración, algo íntimo con la familia más cercana. A mí no me apetecía nada y
a mi señora tampoco. Éramos ya una pareja consolidada, todas las promesas y
todos los votos estaban hechos desde
hacía tiempo, se trataba sólo de un trámite administrativo, no había nada que
celebrar (de hecho, en mi alianza de casado figura la fecha en que comencé a
salir con mi esposa y no la fecha de la boda que, si debo serles sincero, no
recuerdo). Así que una mañana fuimos, firmamos los papeles y luego nos fuimos a comer pescaito frito con los
testigos, que el día era soleado y caluroso (yo iba en sandalias y pantalón
corto). La única foto que se hizo ese día fue de mi esposa tratando de quitarme
la alianza que yo, obtuso de mí, me había puesto en el dedo equivocado y se
obstinaba en no salir. La instantánea, por fortuna, duerme el sueño de los
justos en una tarjeta de memoria olvidada en algún cajón. Al día siguiente
fuimos a casa de mis padres y les dije que nos habíamos casado. Así de borde.
Toda la parafernalia de la que se suele rodear
una boda me desconcierta, debo confesarlo. Tuve una novia que soñaba en casarse
de blanco en la capilla del colegio de monjas en el que estudió, con un montón
de invitados y un viaje de novios a
Cancún o Punta Cana. Eso no es para mí. Ojeaba yo esta mañana en Internet los
datos de un estudio realizado por la Federación de Usuarios y Consumidores
Independientes, enterándome de que el gasto medio para una boda de alrededor de
cien invitados en España en 2012 es de 13190 euros, lo que supone un 8% de
caída respecto a 2011 y un 42% desde el inicio de la crisis económica, crisis
que está impactando profundamente en mi pensamiento y en mi forma de entender
la vida y nuestro modelo económico, que ya me parecía extremadamente podrido
antes de todos los despropósitos a los que estamos asistiendo en los últimos
meses.
¿Es lícito desembolsar tal cantidad de dinero
por una celebración, aunque sea una tan especial? Como tantas veces, depende
del color del cristal con que se mire.
(Continuará)
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