Esta noche muchas personas se reunirán a cenar
junto con sus seres queridos. Es tradición, pero lo es desde mucho antes de la
aparición del cristianismo. Aproximadamente desde el siglo tercero antes de
cristo, en la antigua Roma se celebraba la fiesta de las Saturnales. Era una
fiesta religiosa, pues se dedicaba al Dios Saturno, pero también puramente
popular, pues celebraba el final de las labores agrícolas, momento en que las
familias tenían más tiempo libre y podían dedicarse a festejar. También se
celebraba el fin del periodo más oscuro del año y el inicio nuevamente del
alargamiento de los días (25 de diciembre, solsticio de invierno). Casas y
calles se iluminaban por las noches con lámparas y antorchas, se daban grandes
comilonas y se intercambiaban regalos. Era costumbre también contar historias
de miedo junto al fuego del hogar y se rompían las barreras sociales para
facilitar el cachondeo generalizado (esclavos incluidos). Tenían pues estas
fiestas mucho de carnavalesco y no era raro que las cosas se salieran de madre.
¿Les recuerda algo?
Cuando el imperio romano se volvió cristiano,
costó Dios y ayuda que la gente se desprendiera de un festejo tan arraigado y
la emergente iglesia romana optó por una de sus artimañas de marketing favoritas:
sacralizarla. Pero para sacralizar unas festividades tan apreciadas en el
imaginario colectivo era preciso sacar la artillería pesada y se situó en la
noche culmen del festival algo tan importante como el nacimiento del redentor.
¿No les parece un poco tonta la discusión sobre si Jesús nació o no en Belén la
víspera del 25 de diciembre? Sin embargo
la palma de la tontería se la ha llevado este año el papa, afirmando en su
reciente libro sobre la infancia de Jesús que en el portal de Belén no había
mula ni buey. Supongo que él estaba allí para verlo, suponiendo que Jesús
naciera en un establo de Belén.
Hoy día las fiestas navideñas al margen del
hecho puramente religioso parecen un renacimiento de las antiguas saturnales:
regalos, fiestorros y excusas para coger una curda. Sin embargo, este año, la
precaria situación económica que vivimos da a la navidad un tinte extraño. Por
un lado, la ofensiva publicitaria que trata de incitar al consumo es más desesperada
que nunca. Jamás vi tal acumulación de folletos publicitarios en mi buzón, ni
tanta presión mediática haciendo hincapié
en que los artículos de marca son lo mejor del mundo. La llamada masiva al
consumismo parece doblemente perversa y patética en un momento en que cada vez
más gente tiene menos dinero para gastar y las familias son expulsadas de sus
casas por no poder pagar sus hipotecas. Es de locos.
Sin embargo, parece que la solidaridad es una otro
tipo de locura que cada vez parece más extendida. Las campañas de recogida de
alimentos en estas fechas han tenido un éxito sin precedentes. Algún descreído
más recalcitrante que yo, que sin duda lo hay, pensará que esto no tiene
importancia, que donar alimentos en una campaña es un acto intrascendente cuyo único
fin es lavar la propia conciencia. Prefiero un millón de conciencias inquietas
con necesidad de lavarse que un millón de conciencias dormidas. Si hay tantas
conciencias con necesidad de lavarse puede que esta sociedad esté un poquito
menos enferma. Pero no, la solidaridad está aumentando. Es una necesidad.
(Continuará)
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