jueves, 20 de diciembre de 2012

La Iglesia y yo (y II)

 Algo que siempre me ha maravillado del catolicismo más rancio es su gran facilidad para ver ciertas cosas como intrínsecamente buenas o malas (y lo pregonan a los cuatro vientos). La homosexualidad es intrínsecamente mala, el matrimonio tradicional es intrínsecamente bueno, la eutanasia es intrínsecamente mala, el aborto es intrínsecamente malo…
 No hay matices, no hay reflexión sobre cada caso. Todo es dogma. Curiosamente nunca he oído de un comunicado por parte de la Conferencia Episcopal o del Vaticano en el que se pronunciaran de manera tan clara sobre la economía de mercado, por ejemplo, que tanto dolor causa al cimentarse sobre la pobreza y la explotación de millones de seres humanos.
 Hace unas semanas, la Conferencia Episcopal tildaba al matrimonio homosexual de “injusto” e instaba a derogarlo. La supuesta injusticia se basa en que la definición legal de matrimonio ha quedado especificada como la unión entre dos personas denominadas cónyuges, sin que exista reconocimiento oficial de los términos “esposo” y “esposa”. También se supone injusto el negar el derecho a los niños de tener un padre y una madre. Yo, en mi ingenuidad, tiendo a creer que lo que los niños necesitan es un entorno estable, donde exista el respeto, el amor y la educación en valores humanos. La existencia de un padre y una madre no asegura que tales condiciones se den, así como la existencia de dos papás o dos mamás tampoco asegurarían lo contrario. Con esta defensa a ultranza de la familia tradicional ¿acaso pretende otra cosa la Conferencia Episcopal que seguir estigmatizando la homosexualidad, crimen nefando a ojos de Dios? (¿de qué Dios, de ese que es todo amor? ¿Cómo va a rechazar ese Dios a dos personas por el hecho de amarse?).
 El asunto del aborto es también un campo en el que los integristas cristianos, los llamaré así, se despachan a gusto. Los grupos pro vida no dejan resquicios, el aborto es siempre un crimen desde el mismo momento de la concepción.  Me maravilla esta capacidad para desligar las creencias de las personas y así estigmatizar a éstas. Yo no me considero abortista, de hecho, la idea de practicar un aborto es algo que me da escalofríos y por mi profesión he podido saber de los efectos psicológicos que tal decisión puede generar en una mujer. Pero ¿podemos sin más obligar a gestar y dar a luz a mujeres que no van a estar preparadas para la maternidad? Yo no me creo en posesión del derecho a imponer tal cosa. Se creen con tal derecho aquellos que piensan que su determinación está inspirada por Dios. Desde mi punto de vista tal creencia anula toda racionalidad y obliga a ver la vida a través de un tubo.  Lo mismo ocurre con la eutanasia. ¿Con qué autoridad un señor decide que otro cuyo cuerpo se muere lentamente con padecimientos que no está dispuesto a soportar no tiene derecho a poner fin a su vida de manera rápida e indolora? ¿Si su persona más querida le pidiese una muerte rápida para terminar un sufrimiento que no lleva a nada, perdida ya toda esperanza, usted se la negaría? Ignoro si yo tendría el aplomo para llevarlo a cabo, pero tampoco me veo respondiendo a esa persona que debe tener paciencia y resignación porque el suicidio es un crimen nefando a ojos de Dios. (¿De qué Dios?)
 En otro artículo de este blog, afirmaba que la Iglesia es muy necesaria por la labor social que realiza (supliendo buena parte de lo que debería hacer el Estado). Sinceramente lo sigo pensando y también pienso que, a ciertos niveles, lleva a cabo una auténtica educación en valores. No obstante, a otros niveles da una visión de Dios absolutamente cruel, alejada de la realidad humana y del auténtico sufrimiento de la humanidad. Si cuando muera me presento ante Dios y descubro que realmente es así… bueno, creo que me volveré ateo.

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