Reproduzco hoy aquí el relato de uno de los
últimos casos de D. Salvador Leiva Palomo, abogado en ejercicio, escrito por él mismo; naturalmente
con su permiso, sintiéndome muy honrado por conocer a un letrado consciente de
que la Justicia es algo más que la aplicación de las leyes:
“Mi cliente, un
hombre de más de cincuenta y de profesión el campo, había llegado a España hará
unos 25 años; sin más capital que sus brazos y sus riñones, trabajando como un
mulo, había logrado sacar adelante a su familia y hasta comprar y pagar una
casita, humilde pero digna.
Había criado mi cliente dos hijas y dos hijos, ellas ya eran españolas y el mayor de los hijos tenía todos sus papeles en regla pero el menor, llamémosle Hassán, estaba irregular y al padre le preocupaban las consecuencias que esto podía tener en el futuro.
Había criado mi cliente dos hijas y dos hijos, ellas ya eran españolas y el mayor de los hijos tenía todos sus papeles en regla pero el menor, llamémosle Hassán, estaba irregular y al padre le preocupaban las consecuencias que esto podía tener en el futuro.
Mi
cliente inició por su cuenta un expediente de reagrupación para legalizar la
situación de su hijo pero la Administración Española, tras verificar que sus
ingresos medios en los últimos seis meses no iban más allá de unos 1.100 euros,
denegó su solicitud alegando que, con esa cantidad, no podía sacar adelante a
su familia según las leyes españolas.
Mi
cliente me visitó y me preguntó si se podía hacer algo. Yo no me dedico a la
extranjería pero aquel hombre grande y fuerte que te desollaba la mano al estrechártela
por los callos del trabajo me agradó y le dije que recurriríamos la resolución
ante la jurisdicción contenciosa y fue por todo eso por lo que, hace unos
cuantos días, me encontré celebrando una vista en uno de los juzgados de lo
contencioso lugar donde empieza el recuerdo que quiero contarles.
Mi
cliente y su hijo habían decidido acompañarme a la vista —algo nada frecuente—
y tras esperar un rato en la puerta (los juicios se sucedían a velocidad
vertiginosa cada cinco o seis minutos) nos tocó a nosotros.
Pasamos
a la sala, mis clientes se sentaron muy formales en las sillas que les indicó
la funcionaria, la vista comenzó y, al menos al principio, todo fue
transcurriendo dentro de los cánones normales que regulan esa extraña partida
de mus en que la práctica ha convertido algunos juicios…
—Que me
ratifico en la demanda y solicito el recibimiento a prueba…
—Que no,
que no y que no, que la Administración tiene toda la razón y que también
solicito el recibimiento a prueba…
—Prueba:
la documental ya aportada
—Prueba:
el expediente administrativo.
Con
apenas cuatro frases el juicio estaba ya casi hecho y, visto que ninguna de las
partes había pedido mus, el juez me dio la palabra para informar:
—Tiene
la palabra el señor letrado para informar…
Cuando
uno es abogado sabe de la profunda decepción que supone para el cliente
presenciar un acto como este, al que llaman juicio, y en el que, en cinco
minutos y sin más que pronunciar unas pocas y crípticas palabras, unos
desconocidos deciden su futuro y el de su familia, así que consideré preciso
estirarme un poquito y hacer un informe que salvase a los ojos de mis clientes
la honra del sistema judicial español.
—Con la
venia de Su Señoría, para solicitar una sentencia justa…
Y ahí
comencé a reflexionar sobre el futuro del hijo de mi cliente en el caso de que
no se regularizase su situación en España; ¿qué haría con, llamémosle Hassán,
la administración española? ¿Mandarle a Marruecos, un país donde ya no tenía
familiares? ¿Quién cuidaría de él? ¿Se le separaría de sus hermanos españoles?
y luego estaba esa opinión de la administración de que el padre, con sus 1.100
escasos, no podía sacar adelante una familia. Si así fuese media España habría
muerto ya de hambre y eso de que mi cliente no puede… Res ipsa loquitur (creo
que dije) y no solo él y su esposa han sacado adelante una familia sino que
hasta pagada tienen una casa cuyas fotografías puede ver su señoría para
comprobar lo bien arreglada y limpia que está…
A esas
alturas yo me estaba gustando y decidí dar gusto también a mi cliente por si,
llegado el caso, no podía darle una sentencia favorable, de forma que proseguí:
este hombre y su esposa, trabajando como mulos, han sacado adelante todo lo que
han tenido que sacar e incluso su hijo aquí presente, llamémosle Hassán, asiste
a un colegio concertado donde por cierto saca magníficas notas y…
…Y en
ese momento el juez, de forma muy poco ortodoxa, me interrumpió y se dirigió
directamente al hijo de mi cliente:
—¿Es
usted el muchacho de quien habla el abogado?
Llamémosle
Hassán se puso en pie y respondió:
—Soy yo,
señor.
Les juro
que he visto a los jóvenes españoles responder de muchas formas y en todas las
posturas posibles a las preguntas de un juez: desde el que, sin levantarse del
banco ni sacar las manos de los bolsillos del chándal, responde al juez
tuteándolo (¿Cómo dices? ¿Me lo preguntas a mí? ¿Me entiendes?) al que, sin
dejar de mascar chicle, ensaya ponerse de pie con chulería poligonera. Decenas
de canis faltando al colegio y montados en caros scooters pagados por sus
padres pasaron por mi cabeza mientras, llamémosle Hassán, se ponía en pie para
responder al juez con aquel «Soy yo, señor» que, sin duda, a ustedes les
parecerá una tontería pero que a mí me dejó estupefacto por momentos.
—Dígame
¿qué estudia usted?
—Bachiller
tecnológico, señor.
—Y ¿qué
quiere usted estudiar en el futuro?
—Quiero
ser ingeniero, señor.
Llamémosle
Hassán no lo sabía, pero en este corto diálogo se estaba ganando sus galones de
español de ley a cojón limpio. Yo no tenía la más mínima intención de
interrumpir a aquellas dos personas que estaban allí, en el juzgado, hablando
de sus asuntos, por lo que me limité a contemplar el espectáculo hasta que el
juez, saciada su curiosidad y satisfecho de lo que había oído, cerró la
conversación:
—Muchas
gracias, no le garantizo nada, pero sepa que tendré muy en cuenta lo que me ha
contado a la hora de dictar sentencia.
Llamémosle
Hassán se sentó, el juez me miró como preguntándome si tenía yo algo que
añadir,
—Creo
que está todo dicho Señoría, nada más.
—Tiene
la palabra el Abogado del Estado para informe…
No hay
buena historia sin un buen malvado y en esta ese papel le corresponde al
abogado del estado el cual, con escasísima convicción tras lo visto, insistió
en la necesidad de cumplir la ley, los reglamentos y las órdenes ministeriales.
Yo le observaba reflexionando sobre lo mal que casan la lírica y lo jurídico y
entreteniéndome en comparar el magro cuerpo del abogado del estado y sus manos
de piel fina con la anatomía de tractor del padre de llamémosle Hassán. Suerte
diferente, vidas diferentes.
Cuando
el Abogado del Estado concluyó el clásico «visto para sentencia» del juez cerró
el acto.
A la
salida, llamémosle Hassán, me preguntó con cierta ansiedad cómo había ido todo…
—No te
lo puedo asegurar (le dije) pero me parece que hoy has ganado tú solo el
juicio.
Allí me
despedí de ellos y me fui para casa reflexionando sobre aquel marroquí que
estaba convencido de que estudiar y trabajar era un argumento de peso para
poder vivir en este país nuestro donde muchos, por la simple suerte de haber
nacido en él, se llaman a sí mismos españoles y reclaman derechos que niegan a
otros que, trabajando mucho más, tuvieron menos suerte a la hora de nacer. A mí
me gustaría que los españoles fuesen como llamémosle Hassán y que ser español
dependiese más de lo que haces que de donde naces, que desde la escuela los
niños supiesen que la condición de español no se regala y que los galones hay
que ganárselos.
Soy
abogado y pronto otros asuntos me hicieron olvidar este; sin embargo, hoy, un
correo electrónico con la sentencia del caso acaba de recordármelo…
Y ahora,
he de hacer una llamada telefónica y dar una buena noticia.”
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