En el
Museo del Palacio de la Aduana de Málaga, desde mi punto de vista un gran
museo, hay un cuadro que desde mi juventud ha llegado a fascinarme. Obra del
pintor de la Escuela Malagueña Enrique Simonet, nacido en Valencia, pero de
padres malagueños y siempre vinculado a nuestra ciudad; Anatomía del corazón o La
autopsia como se le ha llamado, es un cuadro no precisamente bonito.
Seguramente lo hayan visto ya. Representa una escena realmente desagradable: un
forense de edad avanzada, durante la autopsia al cadáver de una joven,
contempla en su mano el corazón de la difunta, recién extirpado. Parece algo
digno sólo de ser olvidado.
Gustos aparte, la factura de la obra es realmente
sublime. Fue uno de los ejercicios que el artista tuvo que realizar durante su
estadía en Roma como pensionado para realizar estudios avanzados de bellas
artes. Se le encargó que realizase una obra de tema relacionado con la ciencia…
y parió esto.
Se ha especulado con que la joven que yace en
la mesa es una prostituta, ya que Simonet realizó una visita a la morgue
romana, donde frecuentemente iban a parar cuerpos sin identificar rescatados del
Tíber y no pocas mujeres prostituidas tenían tal destino. Por otra parte, los
cabellos rojizos de la difunta constituyen un atributo que se ha identificado
desde tiempos antiguos con la prostitución.
Sin embargo otras versiones aseguran que el modelo para la difunta fue
una joven actriz que se había suicidado por desamor y el modelo para el forense
un mendigo que Simonet se encontró por la calle.
La obra, que data de 1890, fue expuesta en el
Museo de Arte Moderno de Madrid hasta que en 1931 se cedió al Museo de Bellas
Artes de Málaga. Fue en nuestra ciudad donde se le rebautizó con el título Y tenía corazón…, reinterpretando la
escena recogiendo el mito de que la joven representada era una prostituta y
partiendo de la creencia popular de que las mujeres de vida licenciosa (…) carecen de sentimientos, el viejo forense
extrae el órgano y contemplándolo pensativo concluye que la pobre chica realmente
tenía corazón, en contra de lo dicho por las gentes supuestamente decentes. De
este modo, el primitivo tema científico derivó hacia derroteros moralizantes.
Vi este cuadro por primera vez en una de
aquellas ausencias de clase en las que en lugar de irme a los billares, como
habría hecho cualquier adolescente normal, me iba a Gibralfaro o al Museo de
Bellas Artes que por entonces estaba en el Palacio de los Condes de Buenavista.
Me impresionó vivamente y podía pasarme las horas muertas fascinado por la luz
que entra por la ventana y se refracta en los recipientes de cristal, por el
reflejo del agua en el lebrillo, la suciedad que todo lo impregna, el patetismo
y la fragilidad del cuerpo yacente; pero sobre todo por ese corazón reproducido con minuciosidad de
anatomista, sostenido por el anciano, un hombre de aspecto desaliñado con una
triste expresión de hastío vital. Quizá se lamenta de que mientras él es viejo
y ha visto demasiadas cosas, la joven apenas ha tenido tiempo de empezar a
vivir cuando una muerte prematura se la ha llevado por delante. En ese momento,
en el sinsentido de la muerte en la juventud, en medio de la sórdida y
deprimente sala de autopsias, la joven recibe, quizás por primera vez y aunque
ya de nada sirva, un poco de respeto.
Este magnífico cuadro es una joya de nuestro
patrimonio cultural y debemos sentir un inmenso orgullo por el hecho de que
Málaga fuese epicentro de una escuela pictórica tan notable engrosada por
artistas de la talla de Antonio Muñoz Degrain, José Moreno Carbonero, Emilio
Ocón y Rivas o el propio Enrique Simonet, entre otros. Málaga, en efecto, es
una ciudad de cultura.
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