sábado, 3 de noviembre de 2018

"LA GLORIOSA" EN MÁLAGA (y III)


 Caballero de Rodas, como aparece mencionado a menudo, supongo que para abreviar, era miembro de la Unión Liberal, los adalides del liberalismo moderado con tufillo monárquico, moderado se entiende a la hora de las reformas sociales, que a la hora de repartir leña se pintaba solo. El buen señor se había apuntado a todos los jaleos dignos de mención desde la Primera Guerra Carlista y los sucesos de Málaga no serían la última hazaña de su hoja de servicios. Era concienzudo y muy celoso a la hora de cumplir las órdenes, como veremos.

 Tenemos pues, en Málaga, el cuadro de las milicias populares en pie de guerra, exigiendo trabajo para la masa de obreros desocupados a los que acechaba la más negra de las miserias. Dichas milicias, como hemos visto, habían sido constituidas por la Junta Revolucionaria, pero su existencia no era vista con buenos ojos por el gobierno provisional recientemente constituido, cuyo objetivo (no lo olvidemos) había sido poner fin al reinado de Isabel II, pero no poner patas arriba las estructuras del Estado y mucho menos llevar a cabo una revolución social. Que determinados sectores de la población pretendiesen esto último no estaba en el guión y desde luego no iba a ser tolerado. Las milicias populares debían ser disueltas y éstas no estaban por la labor.

 En vísperas del fin del año 1868 se reunieron el alcalde provisional, Pedro Gómez Gómez, concejales y otros representantes, amén de los comandantes de las milicias en una especie de gabinete de crisis ante lo que se les venía encima. Nombraron una comisión para tratar de negociar con Caballero de Rodas un acuerdo de reorganización de las milicias, una especie de solución de compromiso para que los milicianos depusieran las armas sin verse ninguneados, pero el general se negó a todo acuerdo, en línea con los postulados de la Unión Liberal, cuyo concepto de orden social excluía la organización política de las clases populares.

 Visto lo visto, se produce la división, cuatro de las ocho milicias, comandadas por pequeños propietarios rurales o pequeños empresarios, declinan enfrentarse a las fuerzas del gobierno  y se hacen fuertes (por si acaso) en el Ayuntamiento y en la Catedral mientras proclaman su adhesión al gobierno. Las cuatro milicias restantes, que no llegarían a los 3000 efectivos mal armados y peor entrenados, quedaron al mando de Romualdo Lafuente, un curioso personaje: actor, empresario teatral, escritor, conspirador en numerosas conjuras… En las fechas que narramos acababa de regresar de Italia, donde había liderado una fuerza de españoles que luchara junto a Giuseppe Garibaldi. De marcadas tendencias republicanas, había desplegado una intensa actividad política en los clubs republicanos de la capital y en las localidades de los alrededores, como Álora, donde al parecer logró convocar a más de 5000 campesinos a un mitin. Como vemos, un tipo al que le gustaba jugar fuerte.

 Las milicias levantaron barricadas en los barrios del Perchel, la Trinidad y Capuchinos, en la plaza de la Constitución, en Puerta del Mar… Hacia ellos marchaban unos 8000 hombres, con ocho piezas de artillería (a las que hemos de sumar las baterías de Gibralfaro, donde había una guarnición leal al gobierno). La fragata Zaragoza (irónicamente la misma en la que llegase Prim triunfante apenas cuatro meses antes) y varios buques de apoyo apuntaban sus cañones desde el mar.  Romualdo Lafuente, previendo la magnitud del desastre que se avecinaba, trató de disuadir a los defensores de las barricadas, pero no le hicieron mucho caso. ¿Qué extraño furor les embargaba para afrontar con tanta decisión una lucha tan desigual?

 El uno de enero de 1869, a las ocho y media de la mañana, las tropas gubernamentales se lanzaron sobre Málaga, avanzando imparables por la ciudad y aplastando sin miramientos toda resistencia, que sin embargo fue enconada. Por la tarde el mismo Caballero de Rodas comandó personalmente un ataque sobre las defensas de la Trinidad, donde la resistencia fue más dura. Las crónicas de esta jornada coinciden en la brutalidad desmedida de la acción militar. Narciso Díaz de Escobar, cronista destacado de la ciudad, que era un niño de ocho años cuando ocurrieron los hechos, los recuerda afirmando que las calles ofrecían una “horrible perspectiva” y cifra las víctimas mortales en unas ciento cincuenta. Pocas me parecen. Romualdo Lafuente escribía esto pocos días después, exiliado en Orán:

 Al paso que el ejército iba ganando las casas, iba sembrando en ellas la desolación y la muerte. Ancianos, mujeres y niños fueron asesinados sin piedad y los que se libraban de la muerte eran obligados a marchar delante de los combatientes, con los pechos desnudos hacia las barricadas”.

 En la mañana del día dos se extinguió la última resistencia en la plaza de la Constitución y así acabó el sueño revolucionario de la Septembrina, pues por lo que respectaba a aquellos politicastros liberales a los que Torrijos y sus camaradas hubiesen escupido a la cara, no tuvo nada de revolución, sólo fue un pronunciamiento más de los muchos que jalonaron el siglo XIX en España. Escribía Elías Reclus que ni el ejército ni el gobierno provisional (Prim, Serrano, Topete…) “jamás tuvieron la intención de dejar franco el paso al pueblo soberano” y en absoluto “que la República pudiera salir de su pronunciamiento de Septiembre”.

 Sin embargo en estos años somos testigos del nacimiento del movimiento obrero en este país. Los trabajadores de la Industria Malagueña merecen nuestra gratitud por empezar a plantar cara a los empresarios que ven la fuerza de trabajo de las personas como una mercancía más (aunque nunca podré justificar el asalto a la casa de los Larios, una cosa es la lucha obrera y otra el vandalismo y las amenazas). Somos testigos de cómo los que no tienen nada más que sus manos para trabajar levantan la cabeza y exigen dignidad y respeto. Somos testigos de cómo en los clubs republicanos se gesta una nueva visión de gobierno alejada del respeto pacato a formas de otros tiempos, que nada ya tienen que aportar al Estado moderno. Somos testigos de cómo la clase política se sirve de las masas para sus propios fines y luego la abandona a su suerte o aún la acribilla a tiros si así le place. Somos testigos de cómo el ejército (que casi en su totalidad se compone por miembros de las clases populares) se convierte en un escuadrón de la muerte para diezmar al pueblo que dice defender.

 Todo esto no es populismo, amigos míos.

 Es historia. Nuestra historia.

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