Caballero de Rodas, como aparece
mencionado a menudo, supongo que para abreviar, era miembro de la Unión
Liberal, los adalides del liberalismo moderado con tufillo monárquico, moderado
se entiende a la hora de las reformas sociales, que a la hora de repartir leña se
pintaba solo. El buen señor se había apuntado a todos los jaleos dignos de
mención desde la Primera Guerra Carlista y los sucesos de Málaga no serían la
última hazaña de su hoja de servicios.
Era concienzudo y muy celoso a la hora de cumplir las órdenes, como veremos.
Tenemos pues, en Málaga, el cuadro de las
milicias populares en pie de guerra, exigiendo trabajo para la masa de obreros
desocupados a los que acechaba la más negra de las miserias. Dichas milicias,
como hemos visto, habían sido constituidas por la Junta Revolucionaria, pero su
existencia no era vista con buenos ojos por el gobierno provisional
recientemente constituido, cuyo objetivo (no lo olvidemos) había sido poner fin
al reinado de Isabel II, pero no poner patas arriba las estructuras del Estado
y mucho menos llevar a cabo una revolución social. Que determinados sectores de
la población pretendiesen esto último no estaba en el guión y desde luego no
iba a ser tolerado. Las milicias populares debían ser disueltas y éstas no
estaban por la labor.
En vísperas del fin del año 1868 se reunieron
el alcalde provisional, Pedro Gómez Gómez, concejales y otros representantes,
amén de los comandantes de las milicias en una especie de gabinete de crisis
ante lo que se les venía encima. Nombraron una comisión para tratar de negociar
con Caballero de Rodas un acuerdo de reorganización de las milicias, una
especie de solución de compromiso para que los milicianos depusieran las armas
sin verse ninguneados, pero el general se negó a todo acuerdo, en línea con los
postulados de la Unión Liberal, cuyo concepto de orden social excluía la organización política de las clases
populares.
Visto lo visto, se produce la división, cuatro
de las ocho milicias, comandadas por pequeños propietarios rurales o pequeños
empresarios, declinan enfrentarse a las fuerzas del gobierno y se hacen fuertes (por si acaso) en el
Ayuntamiento y en la Catedral mientras proclaman su adhesión al gobierno. Las
cuatro milicias restantes, que no llegarían a los 3000 efectivos mal armados y
peor entrenados, quedaron al mando de Romualdo Lafuente, un curioso personaje:
actor, empresario teatral, escritor, conspirador en numerosas conjuras… En las
fechas que narramos acababa de regresar de Italia, donde había liderado una
fuerza de españoles que luchara junto a Giuseppe Garibaldi. De marcadas
tendencias republicanas, había desplegado una intensa actividad política en los
clubs republicanos de la capital y en las localidades de los alrededores, como
Álora, donde al parecer logró convocar a más de 5000 campesinos a un mitin.
Como vemos, un tipo al que le gustaba jugar fuerte.
Las milicias levantaron barricadas en los
barrios del Perchel, la Trinidad y Capuchinos, en la plaza de la Constitución,
en Puerta del Mar… Hacia ellos marchaban unos 8000 hombres, con ocho piezas de
artillería (a las que hemos de sumar las baterías de Gibralfaro, donde había
una guarnición leal al gobierno). La fragata Zaragoza (irónicamente la misma en
la que llegase Prim triunfante apenas cuatro meses antes) y varios buques de
apoyo apuntaban sus cañones desde el mar. Romualdo Lafuente, previendo la magnitud del
desastre que se avecinaba, trató de disuadir a los defensores de las
barricadas, pero no le hicieron mucho caso. ¿Qué extraño furor les embargaba
para afrontar con tanta decisión una lucha tan desigual?
El uno de enero de 1869, a las ocho y media de
la mañana, las tropas gubernamentales se lanzaron sobre Málaga, avanzando
imparables por la ciudad y aplastando sin miramientos toda resistencia, que sin
embargo fue enconada. Por la tarde el mismo Caballero de Rodas comandó
personalmente un ataque sobre las defensas de la Trinidad, donde la resistencia
fue más dura. Las crónicas de esta jornada coinciden en la brutalidad desmedida
de la acción militar. Narciso Díaz de Escobar, cronista destacado de la ciudad,
que era un niño de ocho años cuando ocurrieron los hechos, los recuerda
afirmando que las calles ofrecían una “horrible
perspectiva” y cifra las víctimas mortales en unas ciento cincuenta. Pocas
me parecen. Romualdo Lafuente escribía esto pocos días después, exiliado en
Orán:
“Al paso
que el ejército iba ganando las casas, iba sembrando en ellas la desolación y
la muerte. Ancianos, mujeres y niños fueron asesinados sin piedad y los que se
libraban de la muerte eran obligados a marchar delante de los combatientes, con
los pechos desnudos hacia las barricadas”.
En la mañana del día dos se extinguió
la última resistencia en la plaza de la Constitución y así acabó el sueño
revolucionario de la Septembrina, pues por lo que respectaba a aquellos
politicastros liberales a los que Torrijos y sus camaradas hubiesen escupido a
la cara, no tuvo nada de revolución, sólo fue un pronunciamiento más de los
muchos que jalonaron el siglo XIX en España. Escribía Elías Reclus que ni el
ejército ni el gobierno provisional (Prim, Serrano, Topete…) “jamás tuvieron la intención de dejar franco
el paso al pueblo soberano” y en absoluto “que la República pudiera salir de su pronunciamiento de Septiembre”.
Sin embargo en estos años
somos testigos del nacimiento del movimiento obrero en este país. Los
trabajadores de la Industria Malagueña merecen nuestra gratitud por empezar a
plantar cara a los empresarios que ven la fuerza de trabajo de las personas
como una mercancía más (aunque nunca podré justificar el asalto a la casa de
los Larios, una cosa es la lucha obrera y otra el vandalismo y las amenazas).
Somos testigos de cómo los que no tienen nada más que sus manos para trabajar
levantan la cabeza y exigen dignidad y respeto. Somos testigos de cómo en los
clubs republicanos se gesta una nueva visión de gobierno alejada del respeto
pacato a formas de otros tiempos, que nada ya tienen que aportar al Estado
moderno. Somos testigos de cómo la clase política se sirve de las masas para
sus propios fines y luego la abandona a su suerte o aún la acribilla a tiros si
así le place. Somos testigos de cómo el ejército (que casi en su totalidad se
compone por miembros de las clases populares) se convierte en un escuadrón de
la muerte para diezmar al pueblo que dice defender.
Todo esto no es populismo, amigos míos.
Es historia. Nuestra historia.
Gracias por cada artículo / texto / historia .
ResponderEliminar