miércoles, 29 de julio de 2020

HITLER: DE CANCILLER A FÜHRER


 El que Hitler sea canciller de Alemania en enero de 1933, no le concede, de entrada, el poder que desea. Es jefe del gobierno, sí, pero no tiene una mayoría parlamentaria que le respalde. Debe afianzar su posición… Y debe hacerlo pronto.

 Solo cuatro semanas después del nombramiento de Hitler, tiene lugar el incendio del Reichtag, el parlamento alemán. Rápidamente se detiene a un muchacho holandés llamado Marius van der Lubbe, comunista recientemente llegado a Alemania.

 El chico tenía un pasado turbulento de protestas callejeras y desavenencias con sus propios compañeros de partido. Quería llevar a cabo alguna acción sonada y lo pillaron tratando de incendiar el Palacio Imperial de Berlín, cosa que no consiguió, pero en el caso del Reichtag todo le salió bien y el edificio ardió como una antorcha. Fue torturado por la SS y se obtuvo la necesaria confesión. El pobre fue ajusticiado a en la guillotina un año después.

 Hitler presionó al presidente Hindemburg para que firmara un decreto de suspensión de libertades civiles que le permitiese detener militantes comunistas por toda Alemania incluso al centenar de diputados comunistas del Reichtag. De esta manera, dejando esos escaños vacíos, los nazis ya tenían la mayoría necesaria.

 Así de fácil.

 El incendio del Reichtag no pudo ser más oportuno. Hitler sólo necesitaba una excusa para empezar a quitar de en medio opositores y la tuvo… o la creó.  Se convocaron unas nuevas elecciones en las que el NSDAP tampoco tuvo mayoría absoluta, a pesar de que deslealmente usó los recursos del Estado como la Radio para hacer campaña, pero en el nuevo Reichtag, con el apoyo de los conservadores, Hitler sacó adelante el 24 de mayo de 1933 la Ley Habilitante, por la que se le cedía el poder legislativo, se extinguía la República de Weimar y Alemania se convertía en un régimen totalitario. El pueblo alemán al completo asistió a este espectáculo con la boca abierta y nadie hizo nada.

 ¿Y quién podría haber hecho algo? Los nazis cada vez daban más miedo. Ya no eran sólo los matones de taberna de las SA, dentro de este cuerpo paramilitar había surgido otro, la Schutzstaffel, la temida SS,  que al principio sólo era una especie de guardia personal para Hitler y otros miembros del partido, pero que para 1933 ya era una especie de versión elegante de las SA, destinada igualmente a sembrar el terror, pero sin tanto alboroto. Su jefe ya era Heinrich Himmler y tenía como mano derecha al terrible Reinhard Heidrich.

 Estos nombres serían en adelante sinónimo de terror. Mediante las SA y las SS los nazis podían ir a donde quisieran y hacer lo que quisieran a quien quisieran. Entre las dos tenían más hombres que todas las fuerzas de seguridad de la República de Weimar y que el ejército, reducido a 100.000 hombres por el Tratado de Versalles.

  En Alemania, cualquier atisbo de libertad ya había desaparecido.

  Y Hitler, surgido de la nada, fue el arquitecto de todo, con la inestimable ayuda de Herman Göring, pero sobre todo de Joseph Goebbels. Martin Boorman haría acto de presencia en el círculo íntimo de Hitler en 1934. Himmler, el eficaz jefe de las SS, pese a contar con la confianza de Hitler para llevar a cabo su trabajo, nunca fue de los íntimos.

  Quien sí era un íntimo de Hitler, pero se estaba convirtiendo en un auténtico problema, era Ernst Röhm, jefe de las SA. Desilusionado porque el nazismo llevaba a cabo la revolución social que él esperaba, se había ido a Bolivia como instructor militar en 1929. Al regresar a Alemania siguió siendo el jefe de las SA, pero no paraba de presionar a Hitler con la idea de que las SA (1.000.000 de hombres) absorbieran al ejército alemán (100.000 hombres) con él como jefe de Estado Mayor. Se consideraba a sí mismo un militar competente y a sus hombres como una fuerza disciplinada.  Esto horrorizaba a los oficiales del ejército que veían a la SA como lo que era, una pandilla (grande) de matones callejeros.

 Hitler necesitaba a los militares. Había tratado de seducirlos con promesas de rearme y de aumento de los efectivos ignorando las restricciones del Tratado de Versalles, pero no se fiaban de él. ¿Y cómo iban a hacerlo? Gran parte de los oficiales alemanes eran aristócratas salidos de la más rancia tradición militar prusiana y Hitler no había pasado de cabo. Si quería su apoyo tendría que quitarse de encima a su pesado amigo, de lo contrario… quizá tuviera que enfrentarse a un golpe militar.

 Por otro lado, la SA se estaba convirtiendo en una organización molesta, cada vez menos subordinada al NSDAP y fiel a Röhm y a los jefes de las agrupaciones locales repartidas por toda Alemana. Además, sus costumbres pendencieras daban mala imagen al partido y al gobierno. Por otra parte, estaban demasiado próximo a las ideas “polulistas” de nazis del ala “izquierda” como Gregor Strasser, que defendían la revolución social y censuraban la deriva burguesa de partido. Había que meterlos en cintura.

 De este modo se fraguó la famosa “Noche de los Cuchillos Largos”, que en verdad duró cuatro días, entre el 30 de junio y el 2 de julio de 1934. El asunto principal era quitar de en medio a Röhm, pero ya puestos, se llevó a cabo algo que es de muy buen tono en las dictaduras de todo signo: una buena purga.
 El servicio de inteligencia de la SS elaboró un dossier falso de pruebas que acusaban a Röhm de conspirar para derrocar a Hitler. Rohm fue detenido y la mayor parte de los líderes locales de la SA, asesinados por la SS.

 De paso se aprovechó para eliminar disidentes como el propio Gregor Strasser  y ajustar viejas cuentas, como con el antiguo jefe del gobierno bávaro Gustav Von Kahr, que había dejado a Hitler colgado en el Putsch.

 Las muertes “oficiales” fueron 83. Oficiosamente hubo bastantes más. Las cifras son confusas. Entre 200 y 1000. ¿Quién sabe?

 A Röhm se le dio la piadosa opción de poner fin a su vida, como se negó, lo mataron a tiros en una celda.

 Las SA siguieron existiendo, pero bajo estricto control de las SS y sólo se echó mano de ellas cuando hubo que armar un buen alboroto.

 ¿Cómo se consigue callar al pueblo alemán ante tanta barbarie? El miedo no es suficiente, hay que darle algo más. Sólo una palabra: economía.

 Con los nazis, Alemania despegó. Se acometió una fuerte política de construcción de obras públicas como primera medida para acabar con el paro.  Pero hacía falta financiación de la que no se disponía. Hjalmar Schacht, presidente del Reichsbank y Ministro de Economía, diseñó una circulación paralela, los Bonos Mefo, que permitía a las empresas hiciesen transacciones entre ellas usando estos bonos, garantizando el Estado su cobro en moneda real cuando la economía se reactivase y empezara a entrar dinero en el sistema, por ejemplo mediante las exportaciones.

 El paro fue disminuyendo y se introdujeron medidas laborales como la creación de un sindicato único,  la prohibición del despido libre, la prohibición de rechazar un puesto de trabajo… La idea era repartir el trabajo existente entre todos los trabajadores. Se privatizaron prácticamente todos los servicios y  todas las empresas, pero el control estatal sobre ellas era severo, mediante la introducción de miembros del partido en todos los consejos de administración.

 Pero en conjunto, el sistema parecía funcionar. La economía se reactivó y la sociedad alcanzó un buen nivel de prosperidad. Eso, viniendo de una crisis con casi seis millones de parados, callaba muchas bocas e incluso generaba aceptación entusiasta hacia el régimen. El escaparate definitivo de la prosperidad alemana fueron los Juegos Olímpicos de Berlín de 1936.

 Pero había algo que no cuadraba dentro de todo esto y que el flamante ministro de economía no aprobaba ni entendía. Hitler había prometido paz y prosperidad al pueblo Alemán pero la producción industrial derivaba cada vez más hacia el  armamento.



 ¿Hacia dónde iba Alemania?

domingo, 26 de julio de 2020

LA CONJURA DE VENECIA. ¿FUE QUEVEDO ESPÍA POR CUENTA DEL DUQUE DE OSUNA?


A principios del siglo XVII el Imperio Español, con Felipe III en el trono, alcanzó su máxima expansión territorial y el punto más alto en su poder militar.  Eso sí, acusaba cierta fatiga después de los largos conflictos con turcos e ingleses en el tramo final del siglo anterior, siendo rey Felipe II. Con lo cual el imperio buscó llevarse bien, al menos por un tiempo, con sus recientes enemigos.

 La muerte de la terrible Isabel I de Inglaterra contribuyó a ello. El nuevo rey inglés, Jacobo I, estaba bastante mejor dispuesto hacia los españoles.  Incluso con los holandeses se firmó una tregua. Aunque no se reconoció su independencia, se los dejó bastante a su aire por unos años.

 Con los turcos el tema no iba tan fluido, pero los roces eran mucho más leves que los habidos el siglo anterior.

 El territorio español más significativo en el Mediterráneo era el Reino de Nápoles, pero en aquella zona el estado que sin duda alguna cortaba el bacalao era la Serenísima República de Venecia, que sin ser lo que había sido en los tres siglos anteriores, todavía era un jugador a tener en cuenta merced a su potente flota, dominando la mayor parte del comercio.

 En 1616 fue nombrado virrey de Nápoles Pedro Tellez-Girón y Velasco,  III Duque de Osuna, II Marqués de Peñafiel, Grande de España, etc. Para abreviar, me referiré a él como Osuna, en adelante.

 Se ha dicho que Osuna fue el virrey que enderezó un Reino de Nápoles en decadencia, pero esto no es del todo cierto. Sus antecesores en el cargo fueron administradores competentes, pero descuidaron el aspecto militar, sobre todo el naval. Para Osuna, esto era imperdonable, porque era, ante todo, un soldado. Se había pasado la juventud luchando en Flandes y digo luchando de verdad, con la espada y el arcabuz y no pavoneándose en lugar seguro, como podría haber hecho por su rango.   Respondía totalmente al tópico del soldado de los Tercios, pendenciero, mujeriego, bebedor… Tuvo una juventud de amoríos y cuchilladas que nada tenía que envidiar a cualquier obra de capa y espada.

 Cuando tomó el cargo, le pareció intolerable que las naves venecianas camparan a sus anchas por el Adriático como los amos del lugar. Sus antecesores, la verdad, no habían prestado atención a esto, pero a él, acostumbrado a darse de estocadas con los holandeses por menos, no le hizo gracia. Los españoles no hacían las cosas así. Era un descrédito para las armas españolas.  Además Venecia apoyaba al Ducado de Saboya, opositor a la presencia española en Italia.

 A Osuna, más dado a tirar de espada que a las sutilezas, asumir el control de Venecia se le podría haber antojado como una empresa factible.

 Osuna tenía por lo demás, un secretario de lujo: Don Francisco de Quevedo y Villegas. Eran todo lo amigos que podían ser un Grande de España y un hidalgo venido a menos. Oficialmente Osuna encargó a Quevedo tareas en la administración, pero secretamente podría haberle encargado tareas de espionaje a la República de Venecia.

 Esto le cuadra. Quevedo no era un mojigato, como bien es sabido. Compensaba su cojera y miopía con una lengua afilada y una gran habilidad como esgrimista. Era ingenioso y era valiente y era fiel a Osuna.

 La Conjura de Venecia, o el presunto intento por parte del Duque de Osuna de hacerse con el control de la Serenísima República, es uno de los episodios más oscuros del siglo XVII. Oscuro porque no existe una certeza total de que en realidad sucediera, existiendo versiones contradictorias.

Los italianos juran que  el plan era real como la vida misma, en tanto que los españoles juran que fue un montaje de los italianos para minar el prestigio español, añadiendo un capítulo más a la famosa “Leyenda Negra” de nuestro pobre y sufrido país. Pero no sólo los italianos dan fe de la conjura. El espadachín y escritor, Diego Duque de Estrada, personaje de vida novelesca que era soldado en Nápoles por estas fechas, se refiere a ella en sus escritos y da por buena la versión de los venecianos.
 En un hecho que Osuna puso a punto la maltrecha flota española en Nápoles pagando él mismo buena parte de los gastos. Declaró la guerra a la delincuencia, lo que le proporcionó una buena provisión de galeotes (remeros forzados para las galeras) y entrenó a base de bien las tropas a su cargo.  Paralelamente y bajo cuerda, contrató a mercenarios franceses para que hostigasen las naves venecianas como piratas. Esto y todo de lo que se le acusa habría sido hecho a espaldas de la corte de Madrid.

 El presunto plan urdido por Osuna, en cooperación con el embajador español en Venecia, el Marqués de Bedmar, y con la inestimable colaboración de Quevedo tendría dos objetivos:

 Uno: la destrucción del fabuloso arsenal de Venecia, el gigantesco complejo de  astilleros y almacenes donde se construían y reparaban los barcos de su flota que también era su base.

 Dos: el asesinato del gobierno veneciano en pleno aprovechando la festividad de la Ascensión, durante la  cual los miembros del gobierno  embarcaban en el Bucentauro, una fastuosa galera dorada en la que tenía lugar una ceremonia simbólica de la unión de Venecia con el mar, en la que el Dux arrojaba un anillo de oro al Gran Canal. La idea era echar a pique el Bucentauro con todo el gobierno veneciano dentro.

 Mercenarios franceses llevarían a cabo ambas acciones. Aprovechando el caos creado, la flota española de Nápoles en el Adriático avanzaría hacia Venecia y las tropas de Osuna ocuparían la ciudad. Pan comido.

 ¿Pan comido? Una operación así requiere una organización y un secretismo enormes, amén de mucho dinero para comprar lealtades y cerrar bocas. La red de espías tendida por el embajador Bedmar era amplia, pero había mil cosas que podían salir mal. ¿Qué fue?  Una carta anónima advirtió al Dux y se desató el infierno. El 19 de mayo de 1618 la guardia de la ciudad se echó a la calle y se empezó a detener a cuanto francés hubiera en Venecia, unos fueron llevados a prisión y otros sencillamente asesinados. No sólo la guardia, el rumor corrió como la pólvora y los mismos venecianos de a pie empezaron a matar franceses.

Hubo un intento de asalto a la embajada española y Quevedo, que estaba por las calles en el momento que todo estalló, tuvo que huir disfrazado de mendigo.  Era bueno con los disfraces y por suerte para él, había aprendido a hablar italiano con el acento local casi como un nativo.

 Este pequeño detalle nos hace suponer que Quevedo pasó bastante tiempo en Venecia entre 1616 y 1618 y en contacto con la gente del pueblo. Si era el asistente del Virrey de Nápoles ¿qué se le había perdido en las calles de Venecia? ¿Qué podía haber estado haciendo allí aparte de espiar para Osuna? Pero también tenemos datos de que Quevedo viajó a España en 1617 y al parecer hay evidencias de que firmó un poder notarial en Madrid en mayo de 1618, con lo que no podría haber estado en Venecia en el día señalado, pero claro,  ¿qué certeza hay de que dicho poder sea auténtico?  El asunto sigue sin estar claro.

 Ya fuera real el plan de los españoles o un montaje urdido por los venecianos, estos últimos armaron un escándalo tremendo del que se supo de una punta a otra de Europa.  

 Quevedo fue citado a declarar por el Consejo de Estado y allí negó con rotundidad su participación y la de su señor en la supuesta conjura. Pero Osuna además tenía que afrontar la acusación de conspirar para independizar Nápoles de España y fundar su propio estado.

Pese a que no había pruebas de nada, Osuna iría de encierro en encierro hasta su muerte en 1624. Quevedo fue desterrado a sus posesiones en la localidad de la Torre de Juan Abad, en Ciudad Real, donde se dedicará a escribir para gloria de las letras españolas, hasta que el nuevo rey, Felipe IV, lo llamó a la corte.

 Venecia nunca volvería a tener el poder y el prestigio de antaño. Seguiría languideciendo soñando con glorias pasadas hasta que Napoleón Bonaparte, en 1797 puso fin a su existencia como estado independiente.



 Este es el alcance de las intrigas de los hombres. Al final, todo se vuelve polvo.
  

domingo, 19 de julio de 2020

HITLER: DE LA PRISIÓN A LA CANCILLERÍA



Tras huir de los tiroteos del fallido intento de golpe de estado en Munich, Adolf Hitler se refugió en una finca propiedad de su colaborador Ernst Hanfstaengl, junto al lago Staffel. Allí, magullado pero en general ileso, considera seriamente el suicidio, que la esposa de Hanfstaengl, Helene, consigue evitar. El día 11 de noviembre de 1923 lo localizan, es arrestado y llevado a la prisión de Landsberg.

 En prisión se encuentra con la agradable sorpresa de que recibe trato de favor. Le reservan un alojamiento con dos habitaciones relativamente cómodas. La mayor parte del personal de la prisión es de ideología afín, nacionalistas sobre todo. Simpatizan con él y lo miman.

 El juicio por alta traición tiene lugar entre el 24 de febrero y el 11 de abril de 1924. Adopta un aire desafiante. No tiene nada de que arrepentirse. Ha actuado por Alemania. La condena a cinco años no le amilana. Ha recuperado la presencia de ánimo.

Cuando falló el Putsch pensaba que estaba perdido, pero ahora percibe que sigue teniendo apoyos. Las manifestaciones de apoyo a los nacionalsocialistas se suceden, aunque el partido ha sido ilegalizado.

 En Landsberg su vida es tranquila. Dispone de alojamiento cómodo y alimentos y artículos a los que el común de los presos no tienen acceso. Despacha su correo y recibe visitas prácticamente a diario.
A sus invitados no les falta la cerveza. Es casi como un hotel, solo que sin poder salir. Lee la biblioteca entera de la prisión en un par de meses y cuando se la termina empieza a escribir. Bueno, el que escribe es Rudolf Hess   y cuando Hess se cansa le releva a la máquina de escribir Emil Maurice, su chófer. Ambos cumplen condena con él, como muchos correligionarios.

 Lo que Hitler está dictando es “Mi Lucha”, un librito en el que hace un relato (un tanto novelado) de su vida y expone las líneas generales de su pensamiento. A saber:

  Su profunda aversión hacia los judíos, de los que afirma que, al carecer de patria propia, se dedican a parasitar las de los demás pueblos actuando siempre como comerciantes e intermediarios, sin producir nada, sin crear nada, sólo enriqueciéndose a costa de los honrados ciudadanos.

 La superioridad de la raza aria. Ello implica la existencia de razas inferiores, como los eslavos del este, que pueden ser  utilizadas como mano de obra no especializada después de arrebatarles sus tierras para que los pueblos de raza germánica tengan su “espacio vital”, necesario para expandirse y prosperar.

 Retuerce el concepto de “superhombre” expuesto por Niezsche en “Así hablo Zaratustra”. Para Nieztche el “superhombre” es capaz de generar sistemas de comportamiento y de pensamiento propios que le permiten liberarse de los sistemas de pensamiento y creencias que solo sirven para condicionarle y oprimirle. No habla de ningún aspecto nacional ni racial, pero Hitler lo reduce a eso.
   
 Este panfleto no se vende demasiado hasta 1933, año de la subida al poder de los nazis. A parir de ahí sus ventas se disparan.

 El 20 de diciembre de 1924 es excarcelado por buena conducta. Ha cumplido poco más de un año si sumamos la prisión preventiva.

 Y ahora es famoso en toda Alemania, no solo en Baviera.

 El partido nazi está disuelto, pero diversos grupúsculos siguen activos e incluso han concurrido a las elecciones. Gregor Strasser, miembro del partido que también fue encarcelado, pero salió pronto de prisión es diputado del Reichstag.  Ello le permite viajar y ejercer como cabeza visible del partido, pues el gobierno de Berlín, contra cuyo criterio Hitler ha sido excarcelado, le ha prohibido hablar en público hasta 1929. A Hitler no le gusta Gregor Strasser ni su hermano Otto, también del partido. Los considera demasiado apegados a los obreros y a las clases populares, por así decirlo son del ala “izquierdista” dentro del partido nazi.

Hitler lo tiene muy claro a ese respecto: la gente de pie es un instrumento para lograr su visión de Alemania, darles cierto bienestar tiene que ser un medio, no un fin en sí mismo. Si se acerca uno demasiado al pueblo, se pierde la perspectiva. Por el contrario, los hermanos Strasser censuran el acercamiento de Hitler a la burguesía adinerada. Son revolucionarios a su manera. Hitler es un oportunista. Y un oportunista hambriento de dinero, ahora que hay que relanzar el partido. Gregor  Straser no le gusta, pero puede moverse y hablar en público y es competente. Lo necesita,  pero lo vigila. Además, tiene un colaborador experto en promoción y en comunicación que parece un buen elemento. Un tal Joseph Goebels. Le gusta tanto que se lo quita.

 Goering, que tras librarse de sus heridas se había marchado del país y se estaba ganando la vida como piloto en Suecia, regresa a Alemania en 1927, bastante más gordo y enganchado a la morfina, que empezó a consumir para aliviar los dolores durante la convalecencia. Se pone al servicio de Hitler y es uno de los  12 diputados nazis que se sentarán en el Reichtag en 1928.

 La camarilla de Hitler se va reuniendo poco a poco.

 La política alemana era un hervidero. De las elecciones de 1928 salió un gobierno de coalición muy inestable presidido por los socialdemócratas. En marzo de 1930 el gobierno no pudo seguir por la imposibilidad simple de ponerse de acuerdo.

El presidente Hindemburg, jefe del Estado, lo disolvió y nombró a Heinsich Brüning canciller, o jefe de gobierno, un gobierno minoritario e impopular al que le tocó afrontar la crisis económica de 1929, tras el crack de Wall Street.   Se convocaron nuevas elecciones y esta vez el partido nazi obtuvo 103 escaños.

 La razón es simple. A partir del 1924 hubo una cierta recuperación económica en Alemania. Tanto que incluso se puso en marcha una pujante industria cinematográfica. En este clima los discursos de comunistas y nacionalsocialistas no tenían tanto tirón en el electorado, aunque sus respectivos paramilitares (que los comunistas también los tenían) seguían peleándose por las calles.

 Los que votaban a los nacionalsocialistas eran los fieles de siempre. Sin embargo, la crisis de 1929 reavivó todos los miedos de los alemanes y el voto del miedo fue para los nazis. El clima político y social no se estabilizó. Todo lo contrario. Hubo tres elecciones más hasta 1933. Los nazis siguieron mejorando sus resultados, pero sin llegar a tener una mayoría decisiva. Mucha gente les apoyaba, sí, pero mucha gente también desconfiaba de ellos. Habían echado el resto con su campaña, recorriendo Alemania de cabo a rabo en avión y con la maquinaria de propaganda de Goebels a todo gas. Pero no tenía una mayoría decisiva. Hindemburg, sin embargo, acabó nombrándolo canciller a regañadientes (Hitler no le gustaba y desconfiaba de él), bajo las presiones de políticos conservadores como Franz Von Papen y de  importantes empresarios. Los muy necios pensaban que Hitler podría ser controlado.
Una buena parte de Alemania se había dejado embaucar por el despliegue de banderas, desfiles, uniformes y cánticos y por el discurso facilón  de los que buscan cabezas de turco.

 El 30 de enero de 1933 Hitler era canciller de Alemania.

 Ludendorf, el héroe de guerra que acompañara a Hitler en el Putsch, se había distanciado de él al darse cuenta de qué clase de sujeto era. Escribió a Hindemburg (se conocían, habían luchado juntos en la Gran Guerra) diciéndole que se arrepentiría de haber puesto a Alemania en manos de aquel sujeto.  No sabemos si Hindemburg hasta su muerte, año y medio después, tuvo tiempo de arrepentirse.

 Hay un aspecto muy oscuro de este periodo que conviene traer a colación si queremos aproximarnos más a la personalidad de Hitler. Cuando la hermanastra de Hitler, Ángela, enviudó, ejerció durante un tiempo de ama de llaves de Hitler y llevó consigo a sus hijas. Una de ellas, Geli, de 17 años, se volvió inseparable de su tío, 19 años mayor que ella. Tanto que se la llevó a vivir con él a un apartamento en Munich. Su relación se volvió exclusiva, la tenía fuertemente controlada y la impedía tener contacto con personas de su edad.

¿Hubo sexo? Otto Strasser afirmaba que sí, pero era un opositor político de Hitler ¿Hemos de creerle? Hubiera sexo o no, el maltrato psicológico es claro y la dependencia establecida por Hitler, también. Geli se suicidó de un disparo en el apartamento de Munich en 1931.

 Hitler quedó aparentemente devastado. Pero no le duró mucho. Pocos meses después inició su relación con Eva Braun. Ayudante de su fotógrafo oficial. Una mujer, también bastante más joven que él, que había llevado a cabo un intento de suicidio, se especulaba para llamar la atención de Hitler.  La tomó como amante, pero la mantuvo oculta a los ojos del público. Otra prisionera.


 Incluso sin tener en cuenta todo lo que vino después, sólo atendiendo a su enfermiza relación con las mujeres, ya podemos catalogar a Hitler como un sujeto bastante desagradable.

miércoles, 15 de julio de 2020

ESPÍAS DEL SIGLO XVI. LAS LUCHAS DE ESPAÑA EN EL MEDITERRÁNEO Y EL ATLÁNTICO


 La transición de la Edad Media a la Edad Moderna a lo largo del siglo XV, supondrá cambios en la estructura de los estados. El sistema feudal había supuesto una fragmentación del poder. Los reyes tenían a menudo que enfrentarse a las grandes casas nobiliarias que supuestamente estaban bajo su autoridad, pero que en realidad iban un poco a su aire. Factores como el desarrollo de las ciudades y de la burguesía y la decadencia de la caballería como fuerza militar dominante contribuirían al debilitamiento de la aristocracia, dando oportunidad a los reyes de centralizar el poder y originando las poderosas monarquías que encontramos en el siglo XVI, como la inglesa, la francesa y la española.

 La monarquía española, cuya gran expansión territorial la eleva a la categoría de primera potencia mundial en el siglo XVI y buena parte del XVII, tendrá que dotarse de un potente aparato de inteligencia para consolidar su poder frente a otros estados, siendo los antagonistas principales del Imperio Español el Imperio Otomano, en el ámbito del Mediterráneo, e Inglaterra en el escenario Europeo Atlántico y en América.

 Los turcos se encontraban en fuerte expansión por el Mediterráneo, los Balcanes, Oriente Próximo y el norte de África, llegando incluso a asediar Viena, sin éxito. Eran antagonistas a tener en cuenta.

 La inteligencia española de mediados del siglo XVI en el teatro de operaciones del Mediterráneo tendrá sus bases principales en Italia, en tres puntos esenciales: las posesiones españolas de Nápoles y Sicilia, que cumplirían una función de logística, y la embajada ante la República de Venecia.  

  Venecia poseía uno de los servicios de inteligencia más eficaces de Europa, pero también se encontraba en una posición difícil, entre los turcos y el Sacro Imperio Romano Germánico. Venecia vivía del comercio y el comercio precisa paz, así que procuraba tener una posición neutral y no le compensaba pasar información a alguna de las partes. Por lo que los españoles adoptaban de técnica de captar espías al servicio de Venecia como agentes dobles, pagándoles buenos dineros por ello. Un ejemplo famoso fue el albanés Bartolomeo Brutti. También se podían reclutar buenos espías entre los refugiados griegos y albaneses huidos de la ocupación otomana de sus países de origen. Muchos de estos refugiados vivían en tierras del Virreinato de Nápoles.

 También tenía su base en Nápoles una flotilla de bergantines y falúas que bajo la tapadera del comercio iban de un puerto a otro controlando las posiciones de la flota otomana y reuniendo cuantas informaciones podían.

 La inteligencia española sostenía dos tipos distintos de espías: unos itinerantes, que viajaban desde Italia por mar hasta algún  puerto del Adriático, generalmente Ragusa, viajando por tierra hasta Constantinopla siguiendo un itinerario prefijado en el que abundaban los confidentes. En los meses de buen tiempo también podían navegar directamente a Constantinopla. Otros eran estáticos, viviendo permanentemente en territorio Otomano, la mayoría estaban radicados en Constantinopla, podían ser desde cristianos renegados, como el genovés Gregorio Bragante o incluso familias enteras como los Prohotico, familia de origen griego que sirvió a los españoles al menos durante dos generaciones.

 Los redentores de cautivos, tanto religiosos como laicos, que acudían a Constantinopla a negociar la liberación de prisioneros cristianos, igualmente informaban a los agentes españoles de cuanto veían o se enteraban. Igualmente, muchos funcionarios de la corte del sultán estaban en nómina de los españoles.

Ni que decir tiene, que esta red precisaba de una ingente cantidad de dinero para ser mantenida.

 La victoria española en Lepanto en 1571 frenó el expansionismo turco en el mediterráneo,   ello no mejoró la disposición del Imperio Otomano hacia la monarquía hispánica, pero al menos marcó el statu quo y ambas potencias pudieron centrarse en otros frentes. Los turcos miraron hacia oriente y los españoles, hacia el Atlántico.

 Las provincias de los Países Bajos se habían sublevado contra el Imperio Español en 1566. Los calvinistas holandeses recibían ayuda de Isabel I de Inglaterra, que también tenía la mala costumbre de enviar a sus corsarios contra las posesiones españolas en América.

 El Consejo de Estado del rey Felipe II desplegó su maquinaria de espionaje sobre Irlanda, evaluando la posibilidad de un posible desembarco allí, posibilidad que se desestimó por considerar que los irlandeses, aun siendo católicos, no prestarían los apoyos suficientes a una fuerza de invasión española.

 Españoles e ingleses competían ferozmente en la carrera por ir por delante del otro. Uno de los logros más grandes e la inteligencia española en este campo fue captar como agente a Sir Edward Stadfford, embajador inglés en París, sacando partido de sus estrecheces económicas agravadas por sus deudas de juego. El Secretario de Estado de la reina Isabel, Francis Walsingham sospechó de él y se encargó de que le llegara información falsa. La mejor manera de neutralizar a un agente doble.

 Walsingham ha pasado a la historia como uno de los mejores jefes de servicio secreto que han existido. La desventaja en recursos económicos (la corona española podía invertir enormes cantidades en financiar su espionaje, que les estaban vedadas a los ingleses) la suplía con ingenio, determinación y crueldad. Era un ferviente anticatólico (sobre todo a raíz de haber visto a los católicos degollando calvinistas en la Matanza del Día de San Bartolomé cuando era embajador en Francia) y puso todo su empeño en desarticular cualquier plan para poner fin a la vida de su reina, como la conspiración católica dirigida por Sir Anthony Babington en 1586 que tenía por objetivo asesinar a Isabel I y entronizar a María Estuardo. Todos los conspiradores fueron detenidos y ajusticiados y también la propia María, cuya implicación  Walsingham demostró con tenacidad de un perro rastreador.

 Walsingham también trabajó intensamente para desbaratar la invasión de Inglaterra que Felipe II pensaba llevar a cabo mediante la Armada Invencible. Desde dos años antes de la expedición ya tenía noticias de los preparativos. Instigó el asalto de Francis Drake contra Cádiz de 1587, que supuso un retraso para los planes  de invasión y organizó los planes de defensa. La red de Walsingham llegaba hasta Constantinopla y para mantenerla puso grandes cantidades de su propia fortuna.

 Si bien frente al Gran Turco el Imperio Español mantuvo cierta superioridad en materia de inteligencia militar, frente a los ingleses la maestría de Walsingham deja la partida en tablas y sólo por la inferioridad de los recursos a su disposición. ¿Qué no habría hecho si hubiera podido disponer de las fabulosas reservas de dinero procedentes de América?

 En 1590 Felipe II recibió un despacho de sus espías en Londres, informando sobre el fallecimiento de Walsingham. “Aquí toda la corte está entristecida” decía el despacho. “Ahí, por supuesto” anotó el rey al margen “pero aquí nos holgamos mucho”.


 Si el XVII fue el siglo de oro español en cuanto a la literatura, el XVI lo fue en cuanto al despliegue del espionaje por parte de los gobiernos de Carlos I y Felipe II. El siglo XVII verá el progresivo deterioro de las armas españolas… y de la inteligencia española.  

domingo, 12 de julio de 2020

EL GOLPISTA LLAMADO ADOLF HITLER. DE LAS TRINCHERAS AL PUTCH DE MUNICH.


 Adolf Hitler tuvo su bautismo de fuego en Yprés en octubre de 1914. Su unidad quedó diezmada y él ganó la Cruz de Hierro de segunda clase. Casi al final de la guerra recibiría la de primera clase. Esta doble distinción es una cosa rara para un soldado de tropa y hemos de concluir que Hitler debió ser un soldado valiente o al menos buen cumplidor de su deber.

 Por referencias posteriores de camaradas del ejército sabemos que era un tipo callado, que no se relacionaba mucho con los demás, pero en general bien considerado como compañero. Vamos, un tipo bueno para tenerlo de compañero de litera, pero no para irse con él de juerga.

 Resulta curioso que un hombre que ha llevado una existencia tan caótica en los años anteriores se adapte tan bien a la vida militar. No queda rastro del artista bohemio, aunque algunos dibujos datan de esta época, ni se perfila aún interés por  la política. El único rasgo característico que pervive en este nuevo Hitler es la compulsión por la lectura.

 De lo que sí podemos estar seguros es que su tiempo en el frente refuerza su ideal pangermanista. Los pueblos de cultura germánica han de formar parte de una sola nación, cuyo núcleo ha de ser Alemania.

  Durante la guerra toma pocos permisos y éstos duran poco. No tiene nadie a quien ir a ver. A sus hermanas las trata con distancia. Es cegado en un ataque con gas y lo ingresan en un hospital de Pomerania. Allí le sorprende la noticia de la rendición de Alemania.

 Es una mala noticia para él. No sólo por el mazazo psicológico de que la nación en que se ha depositado sus esperanzas firme un armisticio. Si no es soldado… ¿qué le queda? Cuando se alistó sólo lograba salir de la indigencia gracias a los restos de la herencia de su padre. ¿Qué le ofrece la vida civil?

 Posteriormente afirmará que en esa estancia en el hospital toma conciencia de que el fracaso en la guerra es culpa de los comunistas que han perpetrado la revolución que ha hecho huir al Kaiser Guillermo y de los judíos instalados en las clases acomodadas que han vendido el país a las potencias económicas.

 Una menudencia como el colapso económico al que estaba llegando el país por el esfuerzo de guerra, carece de importancia. Pero yo me inclino a creer que lo que más angustiaba a Adolf en este momento es la incertidumbre por su propio futuro.

 Cuando recibe el alta acude a Munich, en Baviera,  donde ya residió antes de la guerra, y allí permanece acuartelado con el miedo a ser licenciado. Dentro del convulso ambiente político que se dio en los inicios de la República de Weimar y en el contexto de las acciones para frenar el avance del comunismo en Alemania, se le asigna a las tareas de depuración política del ejército.

 Los comunistas más radicales del movimiento espartaquista intentaron tener su papel en la creación de la República de Weimar y fueron brutalmente reprimidos. La política del nuevo gobierno no es ilegalizar a los comunistas, pero sí eliminar a aquellos sospechosos de querer iniciar movimientos revolucionarios. Esto le viene como anillo al dedo para airear su propio anticomunismo y le sirve para descubrir su capacidad como comunicador a un auditorio.

 Dentro de sus funciones entra el investigar la filiación política de partidos y asociaciones así que un día le encargan investigar a un oscuro y diminuto partido: el  DAP (Partido Obrero Alemán) dirigido por un trabajador ferroviario, Anton Drexler. Con ese nombre huele un tanto a izquierdismo radical, así que acude a un acto del partido en la cervecería Sterneckerbrau. Su sorpresa es que para nada se trata de un partido comunista, sino de un grupo nacionalista alemán bastante radical en cuyo ambiente parece sentirse muy a gusto.  

 En la reunión surge la discusión acerca de si Baviera debería desligarse de Alemana. El debate se enciende y Hitler, que se opone a tal idea,  supera a todos los contertulios en elocuencia y pasión en el discurso.   Drexler queda muy impresionado y le ofrece  ingresar en el partido, cosa que  Hitler hace. El ideario del DAP es simple: nacionalismo, pangermanismo,  antijudaismo, y anticomunismo. Ese mensaje que culpa a judíos y comunistas de la pérdida de la guerra y de la aceptación de las humillantes condiciones del tratado de Versalles capta muchos oídos y voluntades.

 Hitler empieza a ser un orador escuchado en actos a los que cada vez viene más gente. El primero ya tiene lugar en 1920. No ha desplegado todos los recursos de años posteriores, pero va en camino. Ese mismo año el DAP se refunda como Partido Nacional Socialista Obrero Alemán (NSDAP). Para 1923 pasa de los 50.000 militantes. El capitán Ernst Röhm ya comanda las SA, fuerza paramilitar callejera a semejanza de los  Camisas Negras de Mussolini y ya se ha diseñado la bandera del partido.
Ha conocido ya a Rudolf Hess, que se vuelve su más devoto colaborador, y a  Hermann Göring, el as de la aviación de la Gran Guerra que le introduce en la alta sociedad, lo que le aportan jugosas donaciones.

 Llegados a este punto, Hitler ya recibe ingresos del partido y se vuelve imprescindible dentro del mismo, con lo que acaba dejando el ejército. Drexler, que aún dirige el partido sobre el papel, está resentido con el poder que ha adquirido Hitler en base a su capacidad de persuasión y de la intimidación que ejercen las SA de Röhm intenta disputarle el liderazgo, pero no le respaldan y cede el paso a Hitler como máximo lider, sin oposición alguna.
   
 ¿Cómo se ha convertido el silencioso y diligente soldado en este orador tan popular? Ha sabido canalizar la rabia y la frustración por la situación económica del país y dirigirla contra los judíos, los comunistas y el gobierno de la república de Weimar, asfixiado por el pago de unas reparaciones de guerra que agravan la ruina del país y que no da respuestas a las necesidades de la gente.

 Atrae a su causa al general Erich Ludendorf, héroe de guerra y furibundo nacionalista.

El impago de las reparaciones por parte de Alemania a Francia, motivó que este país ocupase la cuenca del Ruhr, región minera cuya pérdida acabaría de machacar la economía alemana. Dentro del clima de crispación que este hecho creó, se dispararon las intenciones de llevar a cabo un golpe de Estado. Hitler y Ludendorf apoyaron la pretensión del gobierno de Baviera, dirigido por  Gustav Ritter von Kahr de llevar a cabo un levantamiento contra el gobierno central de Berlín. Y de hecho parecía que iba a llevarse  a cabo, pero Kahr se echó atrás en el último momento, Hitler se arriesgó y trató de hacerse con el control de Baviera. Pretendía llevar a cabo una acción como la Marcha sobre Roma de Mussolini, creando un estado rebelde en Baviera que pudiera disputarle el liderazgo al gobierno de Berlín, pero calculó mal sus apoyos y la situación en general. 

 La intentona de golpe de estado que después se llamó el Pustch de Munich o el Pustch de la cervecería, porque se inició en la Bürgerbräukeller, lugar habitual de reunión de los nazis, tuvo lugar entre el 8 y el 9 de noviembre de 1923. Fue un alboroto muy mal planificado. Hitler descuidó la toma de control de puntos esenciales como centrales telefónicas o estaciones de tren y avanzó en tromba con sus paramilitares, llevando por delante a Ludendorf como una especie de talismán que le diese legitimidad. Hitler se vio envuelto en un tiroteo con la policía donde Göring resultó gravemente herido y acabó escondiéndose en casa de un simpatizante, donde fue detenido poco después.

 Está visto que una cosa es encandilar a las gentes con un verbo de oro y sacarles el dinero a espuertas y otra muy distinta llevar a cabo un golpe de estado.

 Pero la historia seguirá.

jueves, 9 de julio de 2020

ESPIONAJE EN LA EDAD MEDIA


 La desintegración del Imperio Romano de Occidente dio lugar a la paulatina aparición de las monarquías europeas. Originalmente era estructuras muy básicas. La complejidad de la sociedad romana sólo pervivía en el Imperio de Oriente, que con el correr de los siglos se iría degradando poco a poco.  En lo que se refiere al uso del espionaje, se volvió a los usos antiguos. Los informadores eran reclutados en momentos de necesidad, un conflicto bélico o tener que vigilar a un personaje determinado. Organizaciones como los frumentarii romanos eran cosa del pasado.

 Europa se vuelve un mosaico de Estados que combaten entre sí, se funden en otros más grandes o se dividen en otros más pequeños. A medida que la política vuelve a ganar en complejidad y que lo que se juega en la guerra es algo más trascendente que robarle un rebaño de ovejas al vecino, la necesidad de buenos agentes secretos se va volviendo acuciante.

 La palabra espía, procede del vocablo  spaiha de la lengua goda, los godos eran un pueblo germánico que se asentó en tierras del imperio romano y se dividió en dos ramas: los visigodos que se asentaron en Hispania y los Ostrogodos que se asentaron en Italia. Llegaron a tener cierta maestría en el uso de la criptografía, o cifrar mensajes con claves para que no puedan ser leídos por cualquiera. Probablemente la aprendieran de los romanos, pero no debían ser tan bárbaros al fin y al cabo.  En Italia es donde aparece por primera vez escrita la palabra espía, en documentos oficiales de la República de Venecia datados en 1264. Venecia será muy importante en el desarrollo del espionaje.

Por esas fechas reinaba en Castilla Alfonso X El Sabio, que en su famosa obra “Las Siete Partidas” se refiere a los “barruntes” hombres que se envían para “andar con los enemigos y saber de sus hechos”. El verbo “barruntar” ha quedado en el castellano con el significado de sospechar o indagar en algún asunto. Muchos barruntes debieron utilizar los reyes castellanos. A fines de la Edad Media, Isabel la Católica se sirvió de una amplia red de espías tanto en la pugna por la corona que mantuvo con su sobrina Juana, como en la guerra contra el Reino de Granada.

 Durante la Edad Media era común que embajadores  llevasen a cabo misiones de espionaje ellos mismos o recurriendo a agentes de campo convenientemente pagados: mercaderes, músicos ambulantes, médicos, clérigos para infiltrarse entre las clases populares y  cortesanos para reunir información en los peligrosos entresijos de las cortes europeas. Era común el uso de agentes dobles espías enemigos desenmascarados que pasaban a trabajar para quienes antes espiaban, ya fuese de buen grado aunque a cambio de buenas sumas o mediante amenazas.

 Utilizar como espía alguien para purgar una falta o bajo coacciones era una práctica común entre los monarcas europeos. Fue el caso de Sir Thomas Tuberville, miembro de una antigua familia de la nobleza inglesa que fue capturado por los franceses en 1294  y obligado a trabajar para ellos bajo la amenaza de que si no lo hacía matarían a su familia, así que empezó a espiara su rey Eduardo I el Zanguilargo, que no era precisamente comprensivo, por lo que mandó ejecutarlo sin contemplaciones cuando fue descubierto. Dramas como este no eran raros.

 Porque fue en esta época cuando se empieza a  crear el halo de desprecio hacia la figura del espía. Hasta hace pocas décadas a los espías frecuentemente se los ejecutaba sin juicio. Ello es reflejo de lo deleznable que se consideró su trabajo, aunque todos los estados se sirvieran de él. La alta sociedad medieval está educada en los principios del código caballeresco, que estipula que los conflictos se resuelven de frente y a costa del valor personal, por lo que moverse en secreto para obtener ventaja es visto como indigno. Pero una cosa es lo que se hace a la luz del día y otra lo que se hace bajo cuerda, en las sombras. También los caballeros debían defender a los débiles. Claro que sí.

 En conflictos tan enconados como la Guerra de los Cien Años entre Francia y Gran Bretaña, ambos estados invirtieron muchos recursos en la obtención de información. Los ingleses de hecho invirtieron mucho en crear rutas protegidas para el tránsito de los informadores, hasta con postas y caballos de refresco ya en suelo inglés.

 En todas las monarquías medievales el espionaje estaba al servicio del rey, puesto que el rey era el estado y el país era de su propiedad, pero ciudades estado como Génova y Venecia no tenían rey. Venecia, por ejemplo, estaba gobernada por un Dux, miembro de alguna de las familias más ricas de la ciudad que era elegido por sus iguales. Venecia era una oligarquía, un estado gobernado por una clase dirigente en el que se evita que todo el poder recaiga en una sola persona. Diferentes asambleas ponían límites al poder del dux y una de ellas era el Consejo de los Diez, que aunaba atribuciones de ministerio de asuntos exteriores, seguridad interna y defensa exterior y que disponía de un servicio de inteligencia estable y muy bien organizado, con redes distribuidas por todas las posesiones venecianas en el Mediterráneo. Venecia no era un país grande, pero sí muy rico y poderoso. El poder de un país va de la mano de la amplitud y eficacia de sus servicios de espionaje y contraespionaje.

 En el mundo musulmán el uso de espías estaba tan extendido como entre los reinos cristianos. Es notorio el caso del califa Al-Hakam (796-822) de Córdoba, que siempre preocupado por la posibilidad de una revuelta interna  reforzó los servicios de espionaje interior.  Por otra parte, entre los gobernantes musulmanes de la península ibérica eran muy apreciados los espías cristianos, comerciantes sobre todo.

  Hay quien ve a la secta  musulmana de los nizaríes, conocidos vulgarmente como Hashashins o Asesinos, como una especie de agencia de inteligencia, pero esto no es exacto. Eran una minoría religiosa que llevaba a cabo acciones terroristas para mantener alejados a sus enemigos. Los nizaríes adquirieron fama en la época de las cruzadas y resultan tan interesantes en sí mismos que merecen un artículo aparte.

 El fin de la Edad Media y la entrada en el siglo XVI verá el surgimiento del Imperio Español, que abrirá un capítulo nuevo en la historia del espionaje, pero esto ya es otra historia, que seguiremos contando otro día.

lunes, 6 de julio de 2020

¿BANDEROFILIA O BANDEROFOBIA?

 No entiendo la afición por exhibir la bandera del propio país en objeto de uso cotidiano. Últimamente la mascarilla se ha convertido en un objeto común (indispensable) en nuestro día a día. También se ha convertido en soporte para banderas. Al menos aquí, en España, así es.

 Las banderas son necesarias. Si hay países, regiones, ciudades... debe haber banderas y escudos. Son signos distintivos. Lo fueron desde la aparición de sus remotos antecesores, los estandartes de los clanes primitivos, las casas nobiliarias, las unidades militares. El uso de la bandera fue militar. Indicaba el sitio donde había que ir para reagruparse en la batalla. Era algo práctico. El orgullo vino después y sirve para enardecer a la tropa. Esto también es práctico.
 
 Hoy las banderas tienen su lugar: los mástiles, ondeando al viento, señalando un edificio gubernamental, una embajada, un cuartel. También debe estar en los uniformes militares de campaña, para poderse distinguir al camarada en el fragor de la batalla. Eso es práctico.

 El problema surge cuando las banderas salen de los espacios donde son prácticas y se esparcen por todas partes. Cuando esto sucede, el nacionalismo campa a sus anchas... y el nacionalismo no es práctico, al menos no para gentes de a pie como usted o yo. Lo es para quien trata de manipularnos.

 "Yo me siento español" dicen muchos. Mire usted yo no me siento español, yo SOY español. Ser español no es un sentimiento, es una situación personal. Soy ciudadano de España, obedezco las leyes españolas y debo lealtad y obediencia a los poderes del Estado Español. Son las reglas del juego. No he hecho nada para conseguirlo, no tengo mérito alguno. Nací en España, eso es todo. Me considero un ciudadano responsable y brindo a la bandera el respeto que merece en tanto a lo que representa. Ni más, ni menos.

 Lo malo es que la bandera de España ha sido arrebatada como símbolo por el nacionalismo español, tan rancio, podrido y trasnochado como cualquier otro. No hay nacionalismos buenos, todos son negativos en esencia porque buscan crear diferencias artificiales entre seres humanos y arrojarlos unos contra otros, para provecho de gentuza poderosa y sin escrúpulos que siempre permanece a una distancia segura de donde se reparten las ostias... o los tiros.

 Además, la bandera de España, (ese paño rojo y amarillo que se instauró tan chillón para que ondeando en los barcos de Su Majestad Católica, éstos se pudieran  distinguir desde lejos). Está manchada. Manchada porque ondeó en combate junto a la esvástica nazi en la Guerra Civil y en tierras soviéticas durante la Segunda Guerra Mundial. Es una mancha grave, que cada vez que la bandera es bajada del mástil para ser agitada delante de nuestras narices (a fin de recordarnos lo malos españoles que somos) se emborrona más y más.

 Para lavar esta mancha hay que arrebatar la bandera a los que se la han apropiado y devolverla a los mástiles, para que deje de ser un instrumento de división y nos represente a todos.

domingo, 5 de julio de 2020

JUVENTUD DE ADOLF HITLER (de 1889 a 1914)


Adolf Hitler nació en Braunau am Inn, una pequeña población austríaca, en 1889. Sus padres eran Alois Hitler, casado en terceras nupcias con Klara Polzl. El matrimonio tuvo otra hija, Paula y convivían con dos hijos de la anterior esposa de Alois: Alois hijo y Ángela. Hubo por lo demás, otros hijos que no llegaron a la edad adulta.

 Alois hijo se marchó pronto de casa porque  no aguantaba el carácter colérico de su padre. Adolf no tuvo más relación con él, la cual sí tuvo con sus hermanas, aunque sin mucho apego, durante el resto de su vida.

 Alois, un funcionario de aduanas, arrastraba un pasado que le pesaba. Estas cosas eran delicadas en aquella época. Era hijo ilegítimo. Decían las malas lenguas que su madre había quedado embarazada del señor de la casa donde servía y como no había conseguido que el hombre con que se casó pocos años después reconociera al pequeño Alois, el chisme no hizo más aumentar, aderezado con el ingrediente extra de que el padre natural pudiera ser judío. Y ya sabemos el anti judaísmo a ultranza que se respiraba en Europa en estas épocas.

 Hasta que Alois no tuvo 40 años no fue reconocido por un tío suyo que iba a morir sin herederos y adoptó su apellido,  Heidler, que él cambió probablemente a propósito en el registro por Hitler, para alejarse de la molesta historia.

 Estas habladurías llegaban a oídos del joven Hitler y hacían que le hiciera preguntas a su madre sobre el repentino cambio de apellido de su padre habido años atrás. Preguntas que eran respondidas con evasivas.

 Se nos ha querido pintar al Hitler niño como un pequeñajo repelente, pero el caso es que en esta época no difería mucho de cualquier otro niño, travieso y pensando solo en jugar. Era un estudiante pésimo, por lo demás, pero lector empedernido de cuanto libro caía en sus manos. Las malas notas fueron causa de no pocas azotainas por parte del padre, parco eso sí en sus expresiones de cariño.

 Cuando Alois murió, el joven Adolf contaba dieciséis años y se le había metido en la cabeza ser pintor. Todo porque el dibujo era la única materia escolar en la que sus calificaciones eran medio decentes. Al enviudar, Klara se había trasladado con su prole a Linz y allí Adolf la convenció que no podía seguir estudiando y se pasó tres años viviendo del cuento a costa de la exigua pensión de la madre.

Klara también le costeó las estancias en Viena para que se presentara a las pruebas de acceso a la  Escuela de Bellas Artes, que no superó por dos años consecutivos. La segunda vez le dijeron que quizá lo suyo era el dibujo lineal. Se lo tomó muy a mal.

 Porque la verdad es que las obras de Hitler eran bastante ramplonas, buenas para decorar un salón comedor de las casas de nuestras abuelas, pero con una calidad artística escasa.

 Ante este fracaso empezamos a vislumbrar al Hitler que décadas después destituye al general Heinz Guderian por un fracaso resultado de las órdenes que ha dado él en contra del criterio del mismo Guderian durante la Operación Barbarroja.

 El fracaso en las pruebas de acceso a bellas artes no era debido a su pobre talento, no. Era una jugada de mala fe de los profesores de la Escuela.

 En esta etapa también encontramos otro de los típicos rasgos de Hitler, su terrible envidia por los talentos ajenos y los celos por la popularidad de los  que él consideraba inferiores. Su amigo y compañero de piso  August Kubizek había logrado ingresar en el conservatorio y a él lo habían mandado a paseo en bellas artes. Inadmisible.

 Su madre tiene un final muy duro tras sufrir un cáncer de mama y Hitler, ya sin nadie que le mantenga, decide mudarse a Viena definitivamente, pretendiendo vivir de sus cuadritos. Vende alguno de vez en cuando, pero en general le va mal y tiene que ir de un trabajo mal pagado a otro: albañil, mozo de estación, barrendero… Eso sí, en cuanto puede va a la opera o al teatro, aunque ello suponga quedarse sin comer.

 Allí, sentado en los duros bancos del paraíso de los teatros, genera un fuerte resentimiento hacia la rancia aristocracia austríaca y los burgueses que se sientan en platea y en los palcos. Entre esos burgueses, además, hay bastantes judíos.

 Porque Hitler, en esos años, ya es un ferviente antijudío. Posteriormente cuando escriba “Mein Kampf” en la prisión de Landsberg, afirmará que fue en Viena donde se desarrolló su anti judaísmo sobre todo a raíz de encontrarse por la calle con un judío de cabello crecido y vestido con un caftán. Referirá haber sentido una gran repugnancia.

 Este episodio, aunque es un buen recurso dramático, probablemente sea  inventado, pues Kubizek afirmará décadas después que cuando lo conoció en Viena ya era tan antijudío como el que más.

 En Viena vive malos momentos. La pobreza se vuelve opresiva y le echan del piso. Tiene que vivir en hostales muy humildes e incluso recurrir a albergues y comedores de la beneficencia. Esta etapa dura hasta 1913. Ya con 24 años tiene la edad legal para cobrar la herencia de su padre y se traslada a Múnich.

Más tarde dirá que le repugnaba la decadencia del viejo imperio austrohúngaro y la diversidad cultural y étnica de Viena y que le atraía la joven Alemania. Siempre llevará mal el haber nacido en Austria.

 Aunque en su país había sido declarado no apto para el servicio militar, cuando estalla la primera guerra mundial se presenta voluntario en Alemania y es asignado a un regimiento bávaro.  El ejército y la guerra se le plantean como una promesa de una vida nueva y mejor que la que ha llevado.

 En una foto tomada en Múnich en 1914, mientras la multitud exaltada saluda la declaración de guerra, Hitler es captado casualmente. Tiene 25 años, pero aparenta más, su cara parece demacrada por el mucho sufrimiento, pero parece extasiado, piensa que su vida va a cambiar.

 No se hace una idea.

 En unos días seguiremos con esta historia.

miércoles, 1 de julio de 2020

ESPÍAS EN LA ANTIGÜEDAD


 Los líderes de los estados se han servido de espías desde los inicios de la historia escrita y posiblemente desde antes. Las primeras referencias al respecto nos llegan de Sargón I, creador del impero acadio en el tercer milenio antes de Cristo.  Sabemos que este gobernante disponía de una amplia red de informadores entre los comerciantes, que le aportaban toda clase de datos acerca de los territorios que pretendía conquistar. Incluso la Biblia, en el libro de los Números, nos cuenta que Moisés mandó a doce espías para investigar qué esperaba a los hebreos en la Tierra de Canaán.

 Babilonios, asirios, egipcios, persas… debieron contar con redes similares, más o menos desarrolladas según las épocas, dependiendo de las necesidades del momento.

 Son los las figuras que plasman por escrito los principios de la inteligencia militar:

 En occidente encontramos a Eneas el Táctico, que escribe la Poliercética, sobre el 350 a.JC, tratado de estrategia militar donde los métodos para el envío de mensajes secretos tienen gran importancia. Hoy día métodos como cambiar las vocales de un texto por series de puntos o usar antorchas para mandar mensajes por la noche, nos pueden parecer facilones, pero por entonces eran de lo más sofisticado.

 En oriente encontramos al famoso Sun Tzu, autor de “El arte de la Guerra”, libro que aún es de uso obligado en las academias militares, pese a que fue escrito en algún momento del siglo VI a JC. En el último capítulo, titulado “Sobre la concordia y la discordia”, aborda el uso de los espías.

 Sun Tzu parte de la base de que una campaña militar supone un esfuerzo enorme para un pueblo. Por ello no tratar de sacar el máximo partido con el mínimo gasto posible de recursos y vidas es indigno de un buen jefe militar o de un buen gobernante. Para lograr el logro de los objetivos con el mínimo gasto, es preciso tener buena información sobre las condiciones y movimientos del enemigo y los espías son el único medio fiable para obtenerla.

 Distingue cinco clases de espías: los espías nativos, que se reclutan entre los habitantes del territorio enemigo; los espías internos, que se reclutan entre los oficiales y funcionarios enemigos; los agentes dobles, que se reclutan entre los espías enemigos; los espías liquidables, que transmiten datos falsos a los espías enemigos y los espías flotantes, agentes del bando propio que van, observan y vuelven con sus informes. De la hábil combinación de estos cinco tipos depende el éxito de la campaña. Obviamente, Sun Tzu deja claro que han de estar bien pagados, para asegurar su lealtad. Pero también deja caer que a la primera señal de traición deben ser eliminados sin contemplaciones.

 Ya en tiempos de la Roma Republicana, tenemos noticias de que Escipión el Africano mantuvo una unidad de espías compuesta por centuriones veteranos que se hacían pasar por esclavos del séquito de las embajadas y bajo esta tapadera tomaban nota sobre fortificaciones, suministros y fuerzas enemigas. También se sabe que el cartaginés Aníbal Barca tenía una amplia red de espías infiltrados en la misma Roma.

 En la etapa final de la República Romana, signo de un sistema político que se descomponía,  las figuras destacadas del Senado, como el gran Cicerón tenían sus redes privadas de informadores para vigilar a rivales, pero fue al final Julio César quien pudo formar la más amplia, gracias a los recursos militares que poseía, pero de poco le sirvió, ya que aunque sus hombres descubrieron la conspiración de los Idus de Marzo, no tomó las debidas precauciones. César Augusto  heredó esta red, que fue la base para auténticas agencias de inteligencia durante el periodo Imperial, que curiosamente estarán más centradas en espiar a los propios romanos que a los extranjeros.

 En la época del Alto Imperio hubo dos oficinas de inteligencia en Roma. Una de ellas fue la de los peregrini, una especie de policía política. La otra era la de los frumentarii, que era una agencia más reducida y de carácter militar, ya que su personal salía (al menos al principio de su trayectoria) de las legiones. En un primer momento habían sido soldados especialistas en explorar el territorio enemigo en busca de recursos y ello les llevaba a enterarse de cosas útiles. Los mejores de ellos, a la fuerza debían ser tipos espabilados para mantenerse vivos en trabajo tan peligroso, eran enviados a Roma para engrosar las filas de esta agencia de inteligencia. Su misión era tanto reunir información sobre los enemigos del Estado, como eliminarlos si se terciaba. Pero con el tiempo se volvieron tan corruptos e incontrolables que el emperador Diocleciano los disolvió en cuanto tomó la púrpura. Sólo para instaurar otra organización que con el tiempo se volvió aún más corrupta y peligrosa: los agentes “in rebus” (“para asuntos”) asuntos sucios e innombrables, naturalmente. Estaban infiltrados en todos los niveles del Estado y su poder llegó a ser temible. Sobrevivieron a la caída del Imperio de Occidente y perduraron en el de Oriente, llegando el emperador Justiniano a ponerlos por encima de la ley, impidiendo su enjuiciamiento tanto civil como penal. La institución se mantuvo en el Imperio Bizantino hasta el siglo VIII, con lo que ya hemos dejado atrás la antigüedad y nos hemos metido de lleno en la Edad Media, pero eso ya es otra historia que veremos otro día.

 Como vemos, el uso del espionaje como herramienta para tomar ventaja en la guerra no es una novedad de épocas modernas, como tampoco lo es el hecho lamentable de que los estados usen sus servicios de inteligencia para controlar a los ciudadanos que deben proteger. Las próximas semanas veremos los siguientes capítulos de esta historia de poder, control y corrupción.

HITLER, EL INCOMPETENTE