El que Hitler sea canciller de Alemania en
enero de 1933, no le concede, de entrada, el poder que desea. Es jefe del
gobierno, sí, pero no tiene una mayoría parlamentaria que le respalde. Debe
afianzar su posición… Y debe hacerlo pronto.
Solo cuatro semanas después del nombramiento
de Hitler, tiene lugar el incendio del Reichtag, el parlamento alemán.
Rápidamente se detiene a un muchacho holandés llamado Marius van der Lubbe,
comunista recientemente llegado a Alemania.
El chico tenía un pasado turbulento de
protestas callejeras y desavenencias con sus propios compañeros de partido.
Quería llevar a cabo alguna acción sonada y lo pillaron tratando de incendiar
el Palacio Imperial de Berlín, cosa que no consiguió, pero en el caso del Reichtag
todo le salió bien y el edificio ardió como una antorcha. Fue torturado por la
SS y se obtuvo la necesaria confesión. El pobre fue ajusticiado a en la
guillotina un año después.
Hitler presionó al presidente Hindemburg para
que firmara un decreto de suspensión de libertades civiles que le permitiese
detener militantes comunistas por toda Alemania incluso al centenar de
diputados comunistas del Reichtag. De esta manera, dejando esos escaños vacíos,
los nazis ya tenían la mayoría necesaria.
Así de fácil.
El incendio del Reichtag no pudo ser más
oportuno. Hitler sólo necesitaba una excusa para empezar a quitar de en medio opositores
y la tuvo… o la creó. Se convocaron unas
nuevas elecciones en las que el NSDAP tampoco tuvo mayoría absoluta, a pesar de
que deslealmente usó los recursos del Estado como la Radio para hacer campaña, pero
en el nuevo Reichtag, con el apoyo de los conservadores, Hitler sacó adelante
el 24 de mayo de 1933 la Ley Habilitante, por la que se le cedía el poder
legislativo, se extinguía la República de Weimar y Alemania se convertía en un
régimen totalitario. El pueblo alemán al completo asistió a este espectáculo
con la boca abierta y nadie hizo nada.
¿Y quién podría haber hecho algo? Los nazis
cada vez daban más miedo. Ya no eran sólo los matones de taberna de las SA,
dentro de este cuerpo paramilitar había surgido otro, la Schutzstaffel, la
temida SS, que al principio sólo era una
especie de guardia personal para Hitler y otros miembros del partido, pero que
para 1933 ya era una especie de versión elegante de las SA, destinada
igualmente a sembrar el terror, pero sin tanto alboroto. Su jefe ya era Heinrich
Himmler y tenía como mano derecha al terrible Reinhard Heidrich.
Estos nombres serían en adelante sinónimo de
terror. Mediante las SA y las SS los nazis podían ir a donde quisieran y hacer
lo que quisieran a quien quisieran. Entre las dos tenían más hombres que todas
las fuerzas de seguridad de la República de Weimar y que el ejército, reducido
a 100.000 hombres por el Tratado de Versalles.
En
Alemania, cualquier atisbo de libertad ya había desaparecido.
Y Hitler, surgido de la nada, fue el arquitecto de todo, con la
inestimable ayuda de Herman Göring, pero sobre todo de Joseph Goebbels. Martin
Boorman haría acto de presencia en el círculo íntimo de Hitler en 1934.
Himmler, el eficaz jefe de las SS, pese a contar con la confianza de Hitler
para llevar a cabo su trabajo, nunca fue de los íntimos.
Quien
sí era un íntimo de Hitler, pero se estaba convirtiendo en un auténtico problema,
era Ernst Röhm, jefe de las SA. Desilusionado porque el nazismo llevaba a cabo
la revolución social que él esperaba, se había ido a Bolivia como instructor
militar en 1929. Al regresar a Alemania siguió siendo el jefe de las SA, pero
no paraba de presionar a Hitler con la idea de que las SA (1.000.000 de
hombres) absorbieran al ejército alemán (100.000 hombres) con él como jefe de
Estado Mayor. Se consideraba a sí mismo un militar competente y a sus hombres
como una fuerza disciplinada. Esto horrorizaba
a los oficiales del ejército que veían a la SA como lo que era, una pandilla
(grande) de matones callejeros.
Hitler necesitaba a los militares. Había
tratado de seducirlos con promesas de rearme y de aumento de los efectivos
ignorando las restricciones del Tratado de Versalles, pero no se fiaban de él.
¿Y cómo iban a hacerlo? Gran parte de los oficiales alemanes eran aristócratas
salidos de la más rancia tradición militar prusiana y Hitler no había pasado de
cabo. Si quería su apoyo tendría que quitarse de encima a su pesado amigo, de
lo contrario… quizá tuviera que enfrentarse a un golpe militar.
Por otro lado, la SA se estaba convirtiendo en
una organización molesta, cada vez menos subordinada al NSDAP y fiel a Röhm y a
los jefes de las agrupaciones locales repartidas por toda Alemana. Además, sus
costumbres pendencieras daban mala imagen al partido y al gobierno. Por otra
parte, estaban demasiado próximo a las ideas “polulistas” de nazis del ala
“izquierda” como Gregor Strasser, que defendían la revolución social y
censuraban la deriva burguesa de partido. Había que meterlos en cintura.
De este modo se fraguó la famosa “Noche de los
Cuchillos Largos”, que en verdad duró cuatro días, entre el 30 de junio y el 2
de julio de 1934. El asunto principal era quitar de en medio a Röhm, pero ya
puestos, se llevó a cabo algo que es de muy buen tono en las dictaduras de todo
signo: una buena purga.
El servicio de inteligencia de la SS elaboró
un dossier falso de pruebas que acusaban a Röhm de conspirar para derrocar a
Hitler. Rohm fue detenido y la mayor parte de los líderes locales de la SA,
asesinados por la SS.
De paso se aprovechó para eliminar disidentes
como el propio Gregor Strasser y ajustar
viejas cuentas, como con el antiguo jefe del gobierno bávaro Gustav Von Kahr,
que había dejado a Hitler colgado en el Putsch.
Las muertes “oficiales” fueron 83.
Oficiosamente hubo bastantes más. Las cifras son confusas. Entre 200 y 1000.
¿Quién sabe?
A Röhm se le dio la piadosa opción de poner
fin a su vida, como se negó, lo mataron a tiros en una celda.
Las SA siguieron existiendo, pero bajo
estricto control de las SS y sólo se echó mano de ellas cuando hubo que armar
un buen alboroto.
¿Cómo se consigue callar al pueblo alemán ante
tanta barbarie? El miedo no es suficiente, hay que darle algo más. Sólo una
palabra: economía.
Con los nazis, Alemania despegó. Se acometió
una fuerte política de construcción de obras públicas como primera medida para
acabar con el paro. Pero hacía falta
financiación de la que no se disponía. Hjalmar Schacht, presidente del Reichsbank
y Ministro de Economía, diseñó una circulación paralela, los Bonos Mefo, que
permitía a las empresas hiciesen transacciones entre ellas usando estos bonos,
garantizando el Estado su cobro en moneda real cuando la economía se reactivase
y empezara a entrar dinero en el sistema, por ejemplo mediante las
exportaciones.
El paro fue disminuyendo y se introdujeron
medidas laborales como la creación de un sindicato único, la prohibición del despido libre, la
prohibición de rechazar un puesto de trabajo… La idea era repartir el trabajo
existente entre todos los trabajadores. Se privatizaron prácticamente todos los
servicios y todas las empresas, pero el
control estatal sobre ellas era severo, mediante la introducción de miembros
del partido en todos los consejos de administración.
Pero en conjunto, el sistema parecía
funcionar. La economía se reactivó y la sociedad alcanzó un buen nivel de
prosperidad. Eso, viniendo de una crisis con casi seis millones de parados,
callaba muchas bocas e incluso generaba aceptación entusiasta hacia el régimen.
El escaparate definitivo de la prosperidad alemana fueron los Juegos Olímpicos
de Berlín de 1936.
Pero había algo que no cuadraba dentro de todo
esto y que el flamante ministro de economía no aprobaba ni entendía. Hitler
había prometido paz y prosperidad al pueblo Alemán pero la producción
industrial derivaba cada vez más hacia el
armamento.
¿Hacia dónde iba Alemania?