Primero, sin extendernos demasiado, cabe decir que las luchas gladiatorias empezaron como un ritual religioso, aunque con el correr de los siglos no fueron sino un espectáculo para las masas enfervorizadas. Los gladiadores eran en su inmensa mayoría esclavos y vivían y entrenaban en cuarteles-escuela propiedad de los empresarios del ramo, denominados lanistas. Cada gladiador era entrenado en un estilo determinado de lucha, con armas características, de este modo había distintos tipos de luchadores: reciarios, mirmillones, galos, samnitas, tracios, hoplomacos… Parte de la “gracia” residía en enfrentar entre sí hombres con diferentes estilos y armas. Uno de los tipos de combate que más ha quedado impreso en la imaginación popular gracias al arte y al cine es el enfrentamiento entre el mirmillón (armado con espada corta, escudo cuadrado y curvo, gran casco cerrado, y protección en el brazo derecho) y el reciario, provisto de pocos o ningún elemento defensivo y armado con una red y un tridente. El interés de este combate residía en que el reciario tenía pocas posibilidades de herir al mirmillón, eficazmente protegido por su gran escudo, con su tridente a no ser que previamente lograse inmovilizarle o arrebatarle el escudo su red. La pérdida del escudo ponía al mirmillón en desventaja, ya que su tórax y su abdomen estaban desprotegidos y arrebatarle el escudo de un tirón con la red era posible, ya que los escudos romanos no contaban con una abrazadera para meter el brazo, sino sólo con un asidero central para la mano.
Insisto en que se trata de un baile macabro, con la muerte y la sangre omnipresentes. La del toro casi siempre, lenta, dolorosa, desangrado poco a poco por picas y banderillas para debilitarlo y enlentecerlo de manera que sea más vulnerable cuando el torero acometa la suerte de matar y le meta en las entrañas un metro de acero toledano. La sangre del torero puede aparecer en cualquier momento y su cuerpo quedar roto como el de una marioneta a la que se cortan los hilos.
Ya he dicho en alguna ocasión que no simpatizo con los defensores de los derechos de los animales. Es lícito servirnos de los animales siempre que los tratemos con dignidad. Como carne con gran placer, si tuviésemos que alimentarnos sólo de vegetales la naturaleza nos habría provisto de un estómago doble, como a los rumiantes, pero a las reses se las puede sacrificar con rapidez y eficacia. Acuchillar hasta la muerte a un animal que debería estar pastando y fornicando alegremente en las dehesas para diversión del populacho es una salvajada, un acto de barbarie. El arte desprovisto de sangre no sería atrayente para los “entendidos” que sin duda dirán que no tengo ni puta idea de lo que estoy hablando y puede que tengan razón, pero yo sólo veo sangre, crueldad, riesgo innecesario y morbo, mucho morbo, el morbo por la sangre, tan antiguo como la humanidad.
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