jueves, 12 de julio de 2012

CUANDO CORRE LA SANGRE... (I)



Cuando escribí “TELEBRUTA”, reciente entrada de este blog, sufrí uno de mis frecuentes flatos mentales y estableciendo una comparación entre la pasión por la sangre de los antiguos romanos y la pasión por el morbo en general de los modernos televidentes, me salió lo siguiente:
 Hoy día se considera políticamente incorrecto excitarse viendo la muerte (bueno, en las corridas de toros la muerte del diestro es ocasional parte de la fiesta, la del toro siempre, pero eso es otra historia… ¿o no?)”
 (Nota: citarme a mí mismo puede ser un indicio de que puedo empezar a estar incubando un exceso de autoestima. Recordar pedir a mi esposa que me dé un sonoro guantazo para recordarme que sólo soy un hombre).
 A veces escribo cosas que me salen de corrido, sin pensarlas y esta alusión a la fiesta nacional es una de ellas. Si bien no soy aficionado a los toros (aunque no haría ascos a uno por piezas y convenientemente guisado) tampoco he sido nunca declaradamente anti taurino, pese al malestar que me causa ver cómo un animal es pinchado con hierros hasta que muere. Me sorprendió este exabrupto cargado de ironía y desdén. Tanto, que he decidido desarrollarlo.
 La tauromaquia es muy antigua. Festejos que incluyen a los toros existen desde la Edad de Bronce. En la Creta minoica (segundo y tercer milenio antes de Cristo) se practicaba la taurocatapsia, en la que jóvenes muy bien entrenados y someramente vestidos practicaban saltos acrobáticos de gran dificultad sobre uros salvajes (especie ya extinta de similar morfología a la del toro, pero de mayor tamaño). El toro juega un importante papel en el arte de los pueblos prerromanos de la Península Ibérica y hay motivos razonables para suponer que existieran festejos en los que se los utilizara. Ya en la antigua Roma, los toros formaban parte del elenco animal que animaba los juegos en circos y anfiteatros, ya fuese corneando a desgraciados condenados a muerte o siendo alanceados o acuchillados ellos mismos por gladiadores especializados en matar animales, los bestiarios.   
 Hay noticias de que desde los siglos más oscuros de la Edad Media y hasta el siglo XVII reyes y nobles gustaron de alancear toros durante los festejos regulares o durante las celebraciones organizadas por hechos excepcionales. Les auxiliarían en este empeño grupos de servidores a pie que se ocuparían de distraer y fatigar al animal según conviniera. En ocasiones eran los de a pie los que tenían que liquidar al toro y mayor protagonismo fueron adquiriendo las cuadrillas, tanto más cuando los propios caballeros gustaron (sobre todo en la España bajo el reinado de los Austrias) de matar  los toros a pie con su propia espada y no desde el caballo con una lanza. Las corridas de toros en las plazas mayores de las ciudades españolas son una imagen típica del siglo XVII, pero murió el último Austria español, Carlos II “el hechizado” y tras la Guerra de Sucesión y la subida al trono del primer Borbón hispano, Felipe V, muy francés él y con un desprecio supino a las fiestas de toros, dejó de ser de buen tono entre la nobleza eso de matar toros a estocadas. De este modo quedó libre el paso para los matadores profesionales, salidos de las clases populares, prestos a seguir satisfaciendo el gusto del público por la fiesta. El siglo XVIII marca el inicio del  toreo moderno.
 Queda claro que las corridas de toros no son una herencia directa de las luchas gladiatorias de la antigua Roma, pese a que una plaza de toros sea algo así como un anfiteatro, pero en cutre. Pero las semejanzas entre ambos espectáculos me parecen tan inquietantes, que su descripción merece una segunda parte para esta entrada.

 (Continuará)

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