Encuentro que celebrar un cumpleaños infantil
es un coñazo. Mi ánimo fiestero es equivalente al de una monja de clausura con
voto de silencio y mi habilidad para organizar celebraciones para niños la de
un sargento chusquero a punto de jubilarse y con tendencia a beber más de la
cuenta. Es por ello que las fiestas de cumpleaños en las franquicias de comida
basura han constituido mi salvación. Por un módico precio (56€ para ocho
criaturitas) les ponen el menú infantil, te regalan una tarta de chocolate de un
kilo, les hacen a cada uno un regalito de mierda y pueden estar potreando en la
cosa esa rara, a medias tobogán y a medias terrario gigante, hasta la hora del
cierre. Encima te lo llevan todo a la mesa y no tienes que guardar cola si
quieres pedir un extra (yo no pude resistirme a una hamburguesa gigante). ¡Para
colmo ahora puedes rellenar el vaso de refresco una y otra vez hasta que te
salgan las burbujas de gas por las orejas! ¡Es un sueño, a los niños les
encanta y no tienes que limpiar al final! ¿Qué más se puede pedir? Habrá algún ciudadano
con feroz conciencia social que me
considere frívolo y superficial por hacerle el juego a una multinacional. Lo
asumo. El año pasado me harté a hacer sándwiches, alquilé un local de esos
habilitados para celebraciones, acabé con un ataque de nervios por el
salvajismo al que pueden llegar los niños y encima luego hubo que recoger. Una
mierda. Prefiero contratar a un mercenario. Lo siento.
Mi falta de escrúpulos en lo que al fiestorro
se refiere se ven compensados con los que experimento ante los juguetes. Este
año mi hija ha recibido dos. Uno es una Monster High, parte de una horrenda
colección de muñecas con serie de dibujos animados propia. Enésima revisión del
tópico de la chica mona y popular de instituto de secundaria norteamericano,
subalimentada, sobre maquillada y sexualmente precoz, lo cual no llega nunca a
explicitarse mediante comportamientos, pero que queda de sobra implícito en las
faldas ridículamente cortas, los tacones inverosímilmente altos y las poses
estudiadas. Algo así como la Lolita de
Navokov, pero con menos morbo y un punto de vulgaridad. A las niñas les
encantan y mi hija quería una. Como soy de la creencia de que prohibir algo le
da un aura de misticismo a ese algo que no hace sino acrecentar el deseo de ello,
me avine a comprársela, seguro de que acabará pronto olvidada en un rincón, lo
mismo que las Bratz y las Barbies de años anteriores. Considero a estas muñecas
nefastas por la visión tan deleznable que transmiten sobre la mujer, pero no
voy a caer en el esnobismo de negarle una a mi hija y comprarle en cambio una
muñeca de trapo de una tienda de comercio justo. Tenemos que educar a los
hijos, no moldearlos a nuestro gusto. Darles lo que piden (dentro de unos
límites) es parte de esa educación. Tenemos derecho a probar la superficialidad
antes de elegir otra cosa, si es de Dios que elijamos otra cosa. El conocimiento
es libertad y nace de la experiencia. Las perras muñecas están prácticamente
agotadas en Málaga, sólo en Toys ´r Us
encontré una triste estantería donde aún quedaban una docena de estos engendros
infernales. Las comuniones de mayo han arrasado con ellas.
El otro juguete es el Arca de Noé de Playmóbil.
Siendo niño disfruté de estos muñequitos cuando eran bastante más toscos y se
llamaban aún los “Clicks” de Famóbil. Tuve el barco pirata, que era la leche.
Veo que la niña disfruta jugando con esos muñecos tanto como lo hice yo,
inventando historias sobre ellos y escenificándolas. La imaginación al poder.
El Arca de Noé estaba sensiblemente rebajada de precio en el Toys ´r Us. Se ve que
tiene poca salida, pero a mi hija le ha encantado. Mantengo viva la llama de la
esperanza, ruego porque dentro de ella la superficialidad de las muñecas
anoréxicas quede relegada por la solidez de un juguete de toda la vida que
invita a una conversación: “Papá, en el cole hemos hablado de Noé…”
Mi hija crece. Los cumpleaños infantiles tocan
a su fin. Acaban unos retos y empiezan otros. Seguiremos acompañando sin querer
moldear… o al menos lo intentaremos.
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