Hace algunos años leí una novela de ciencia-ficción (género que me apasiona) escrita por Stephen King bajo seudónimo. Su título es “El Fugitivo” se ambienta en un futuro próximo y trata sobre una cadena de televisión que se dedica a la emisión de concursos, pero unos concursos muy particulares, en los que se puede ganar muchísimo dinero, pero al precio de que los concursantes puedan ser humillados, heridos e incluso resultar muertos. Pero el concurso estrella, el que hace que se dispare la audiencia, es “El Fugitivo”: la retransmisión de la persecución a muerte de un hombre por parte de una banda de asesinos profesionales. La novela es sórdida, aterradora y brutal, como la mayoría de las obras de King. No da un momento de respiro y el final está a la altura del conjunto. No se la destripo. Léanla.
Cuando acabé la lectura, corría el año 86 o el 87, la novela me pareció ciencia ficción pura, típico ejemplo de anticipación con leves tintes apocalípticos, advirtiendo sobre el peligro de que una sociedad caiga en la completa amoralidad. Sin embargo, unos años más tarde vi un concurso en Tele 5 llamado “Humor Amarillo”: esperpento plagado de talegazos y mamporros varios amortiguados con grandes cantidades de goma espuma. Nadie salía herido, al menos aparentemente, pero no pude reprimir un escalofrío. Sin embargo, a la vuelta de unos pocos de años más, aquella payasada japonesa (tiene gracia cómo los japoneses, tan serios y ceremoniosos ellos, se desmelenan a la primera ocasión) me parece absolutamente inocente a la luz del giro que están tomando los acontecimientos.
El deterioro de los concursos televisivos está alcanzando cotas que, hace unos años, nos habrían parecido increíbles, de hecho a mí hoy todavía me lo parecen. Desde ese “Mujeres, hombres y viceversa”, donde un grupo de muchachas con exceso de estrógenos y muy poca dignidad se afanan por ganar la atención y los favores de un chulo de playa; sin olvidarnos de “¿Quién quiere casarse con mi hijo?”, donde los hijos están mentalmente enfermos y las madres más enfermas aún y, por supuesto, el sublime “Gran Hermano”, que convierte el voyeurismo en asunto de interés nacional.
¿Qué es lo que mueve a las personas que participan en estas exhibiciones de degradación humana? ¿El dinero? ¿La fama fugaz? A mí me cuesta trabajo imaginar a alguien con su vida razonablemente organizada y comprometida con esa clase de cosas que suelen valer la pena (familia, amigos, un trabajo serio, un tiempo libre que relaje y realice…) acudiendo al proceso de selección de un concurso de esta catadura. Pienso que debe tratarse de personas con algún tipo de carencia personal. Lo suficientemente vacías existencialmente como para considerar como algo positivo salir en televisión haciendo el pamplinas, con sus vergüenzas emocionales (cuando no las físicas) al aire.
Lo más terrible es que hay mucho público atento. Hay gente enganchada al Gran Hermano de 24 horas ávidas de carnaza. En la antigua Roma la pasión por la carnaza, esta en sentido literal, era declarada y febril. El pueblo acudía con entusiasmo a los anfiteatros para ver a hombres y animales combatiendo y muriendo. Los cadáveres eran arrastrados a cientos fuera de la arena mientras que los vencedores eran reverenciados por la masa hasta que ellos mismos caían y eran sustituidos por otros. Hoy día se considera políticamente incorrecto excitarse viendo la muerte (bueno, en las corridas de toros la muerte del diestro es ocasional parte de la fiesta, la del toro siempre, pero eso es otra historia… ¿o no?), sin embargo el ver a seres humanos diseccionados emocionalmente en público o sencillamente vejados, ridiculizados y siendo objeto de pública befa y mofa pone a cien a un sector nada despreciable de la audiencia. ¿Cuánto tiempo pasará antes de que para nuestra sociedad cada día más mutilada moralmente no sea censurable ver correr la sangre de una persona en directo como parte del espectáculo, cumpliendo así la fantasía macabra de Stephen King? Han pasado treinta años desde el inocuo “Un, dos, tres” hasta las monstruosidades actuales. Hagamos cálculos.
Por suerte, siempre nos quedará “Pasapalabra”.