martes, 12 de junio de 2012

ALCOHOL (y II)

 Hace algunos años visité a unas personas (con las que por ciertos avatares he perdido relación) en su localidad de residencia: un municipio fundamentalmente agrícola de poco más de 20.000 habitantes cuyo nombre, por decoro, evitaré citar. Me invitaron a tomar algo a eso de las siete de la tarde y tras algunas dudas consideré que no era excesivamente temprano para pedir una cerveza. Mi sorpresa fue mayúscula al percatarme de que todos los hombres presentes en el bar (sólo había hombres) estaban bebiendo como cosacos a base de combinados de licores fuertes… hombres asiduos del “cacharro”, el “cubata”, el “pelotazo”… o como carajo se les quiera llamar. Yo era el único blandengue que se estaba tomando una cervecita. La cerveza está bien para tapear a media mañana, ¡pero los machos bragados alternan después del curro con whisky, ron o ginebra! ¡Y se desayunan con un copazo de brandy o de anís, sobre todo cuando el frío aprieta! ¡Es lo normal!

 “Normal” es una palabra sobre cuya peligrosidad me advirtieron desde el primer día que puse el pie en la facultad de psicología.

 Para los médicos de atención primaria no resulta extraño el cuadro que les voy a relatar: varón en torno a la cincuentena que acude a consulta por los primeros achaques de un cuerpo que no ha llevado el mantenimiento recomendado por el fabricante.  Pregunta de protocolo:
 “¿Bebe usted?”

 “Sí.”

 “¿Con qué frecuencia?”

 “Lo normal: un carajillo por la mañana, una cervecita o dos con el bocadillo, dos o tres vasos de vino en la comida y un par de pelotazos después de trabajar. A veces me tomo un par de copas en casa.” 

 Lo peor es que el tío se queda tan ancho. Ni se ha parado a pensar que su consumo de alcohol pueda minar su salud. Manteniendo esta pauta no se emborracha. Sólo “se harta” en las ocasiones especiales. “Todo el mundo lo hace, ¿no?” Si este señor, que posiblemente en los últimos treinta años nunca ha suspendido el consumo probara a hacerlo durante, digamos, cuarenta y ocho horas, probablemente comenzaría a experimentar cierto temblor de manos, preámbulo del temible delirium, el síndrome de abstinencia alcohólica. El único síndrome de abstinencia capaz de matar a una persona.

 Una vez, un usuario alcohólico de la Comunidad Terapéutica, de apenas treinta años (este había corrido) me contó como cada mañana tenía que beberse una copa llena hasta el borde de brandy para poder trazar una línea recta (era pintor de profesión), sin este desayuno de campeones sus manos resultaban incontrolables.

 No es preciso llegar a este grado de dependencia física para que el alcohol sea un problema. El binomio alcohol-diversión campa por sus respetos y yo mismo coqueteé con él en una época de mi vida. La adicción acecha a los que buscan el estado alterado de conciencia un fin de semana tras otro. Algunos padres se llevarán las manos a la cabeza y se pondrán histéricos si pillan a sus tiernos vástagos fumando porros o esnifando cocaína, pero seguramente no tendrán una reacción tan dramática si sus nenes beben alcohol para coger “el punto”. “Bueno, todos hemos sido jóvenes, ¿no?”

 Así es. Pero lo suyo es  poder llegar a viejos.

 Cuando uno trabaja en el campo de las adicciones cierto tiempo, descubre que meter miedo al personal es algo que no funciona. La gente tiene una tendencia rara a meter la mano en el fuego para saber que realmente quema, aunque vea a su vecino achicharrarse entre alaridos.  La presencia del alcohol es tan abrumadora y la hipocresía social al respecto tan abominable que es preciso vigilarlo como a un viejo enemigo que nos acecha, pero que en el fondo nos cae bien, tanto que  nos gustaría tenerlo de nuestro lado. Pero no nos conviene engañarnos ya que nos dará una puñalada por la espalda a la primera ocasión. El vino está bueno, la cerveza también, un licorcito mola de tanto en tanto, pero mientras te sirven la copa la pregunta del millón es “¿podré tomarme sólo una y parar?”

 De la respuesta depende la vida o la muerte.

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