Hace pocos días fui a una relojería a cambiar la pila de un reloj. Una pila diminuta, apenas más grande que una lenteja. A la hora de pagar, me cobraron tres euros. Mi comentario fue automático:
-Bueno, ¡qué todo fuera como eso!
¡Idiota de mí! Yo tan feliz porque me hubiesen cobrado “sólo” tres euros (quinientas pesetas) por una miserable partícula de metal. Mientras regresaba a casa pensé que si hace poco más de diez años, en vísperas de la entrada en circulación del euro, aquella simpática señorita hubiese osado cobrarme quinientas pesetas por la pila probablemente me hubiera reído a carcajadas… si me hubiese pillado de buen humor.
Quinientas pesetas. Las recuerdo como una bonita moneda dorada que, si bien no daba para comprarte unos zapatos nuevos, pesaba el bolsillo y cundía bastante. ¿Cómo puede haber perdido nuestro dinero tanto valor en tan poco tiempo?
Quien haya leído más entradas de este blog, sabrá que no soy economista y que mis nociones de economía no van más mucho allá de intentar cuadrar, con irregular fortuna, el presupuesto doméstico. La jerigonza de los economistas me marea y aburre y no dejo de tener la sensación de que permanentemente intentan dármela con queso, queriendo que vea lo blanco como negro o viceversa. En este sentido soy muy tozudo. Hago las cuentas con los dedos y cuando algo no me cuadra, no me cuadra ni para atrás.
Recuerdo que lo primero en llamar mi atención con la entrada del euro fue lo ocurrido con los carricoches para niños, esos que funcionan con una moneda. De la noche a la mañana montar al crío en uno de esos artilugios pasó de costar cien pesetas a un euro (166 pesetas). El servicio se encarecía, así por las buenas, en un 66%. No fue en todo así, naturalmente. Nuestro proceso de empobrecimiento ha sido lento e insidioso, amortiguado por una época en que los bancos daban crédito a espuertas. Hoy un litro de gasoil cuesta más del doble de lo que costaba hace diez años y treinta euros de hoy, equivalentes a 5000 pesetas (¿recuerdan los billetazos de 5000 pesetas que te hacían un rey?) se volatilizan a poco que pases por el supermercado. ¿Qué demonios ha pasado?
Mi padre me cuenta que cuando él era un jovenzuelo, allá por fines de los años cuarenta, con veinticinco pesetas tenías para cine, bocata, refresco, pipas y aún te sobraba. El dinero pierde poder adquisitivo con el paso del tiempo, es el fenómeno de la inflación y no supone nada nuevo. Pero hay algo que no me cuadra. En 1992 (el año de la Expo y las olimpiadas de Barcelona, Curro, Cobi y todo ese coñazo, ¿recuerdan?) yo tenía dieciocho años y con 2000 pesetas en el bolsillo era el rey del mambo (o sea, que podías salir por la noche, comer algo, inflarte a birras y coger una cogorza importante). En 2001 (con 27 años y ya un respetable padre de familia) 2000 pelas seguían dando para mucho, no cundían tanto como en el 92, pero aún te alcanzaba para una buena compra en el súper. Hoy en 2012 con doce euros, el equivalente a 2000 pesetas… bueno, usted sabrá como le cunden. Para mí estirarlos es una pesadilla y no lo digo sólo yo. La Organización de Consumidores y Usuarios, tirando de datos del Instituto Nacional de Estadística, ha establecido que el encarecimiento de la cesta de la compra entre 2001 y 2011 ha sido del 48% (¡¡!!). Entre los alimentos hay estrellas del encarecimiento brutal, como el pan (85%), las patatas (116%) y los huevos (114%). El trasporte se ha encarecido entre un 45 y un 48%, la vivienda un 66% y las tarifas de correos (¡un servicio público!) ¡un 106%! Entre tanto, los salarios sólo se incrementaron un 14%. ¡Madre de Dios! ¿Por qué?
Un servidor sólo ve tres motivos: la codicia voraz de los empresarios, la pasividad y complicidad de la clase política y la estupidez y sumisión de los consumidores. Durante la última década hemos vivido en un sueño, pero ahora que hemos despertado no nos queda sino aceptar la cruda realidad: capitalistas y políticos nos han hecho más pobres mientras ellos se llenan los bolsillos. Nos han estafado y punto. ¿Qué pasará a partir de ahora?
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