Voy a hablarles de una prisión
que no existe: el Penal de Alborán. Sólo existe en mi imaginación. Nació ayer,
cuando escuché la noticia de la aparición de unos restos óseos calcinados que
pudieran ser de los pequeños Ruth y José, presuntamente asesinados por su
padre, José Bretón. Si el Penal de Alborán existiese físicamente sería el
infierno sobre la tierra… más bien sobre el mar, pues Alborán es una isla a
medio camino entre Almería y la costa de Marruecos. Llamarla isla es, sin
embargo, una concesión extremadamente generosa. Se trata de una roca plana de
apenas siete hectáreas bordeada por acantilados, batida constantemente por
vientos despiadados, sin un solo abrigo natural y cubierta de una rala
vegetación (interesantísima para los científicos) pero que apenas levanta un
palmo del suelo.
En la isla de Alborán hay una guarnición de la
Armada Española que se releva cada tres semanas. Viven en un viejo faro del
siglo XIX, vigilan el mar y detienen a los pasajeros de las pateras que se
quedan a la deriva y tienen la suerte de arribar allí y no acabar en el fondo
del Mediterráneo. Por lo demás allí sólo hay un cementerio con tres tumbas, un
helipuerto, gaviotas y cangrejos.
Hasta aquí la realidad. Ahora empieza mi
imaginación.
El Penal de Alborán es una prisión especial
para monstruos. Entre sus huéspedes se cuentan los personajes más deleznables
de la reciente historia negra de España: Miguel Carcaño, asesino confeso de
Marta del Castillo; Francisco Javier Astorga Luque, Ramón Santiago Jiménez,
José Ramón Manzano Manzano y Rafael García Fernández, violadores y asesinos de
Sandra Palo; Santiago del Valle, asesino de Mari Luz Cortés… entre otros. No se
trata de una cárcel construida en obra, sino de barracones prefabricados dentro
una alta cerca de gruesa malla metálica coronada de alambradas. Fuera de la
cerca todo el perímetro está rodeado por una profunda zanja revestida de
hormigón, cuya sección en “V” es tan aguda que quien caiga dentro no podrá
volver a salir sin ayuda. La prisión, en toda su extensión, descansa sobre una
base de hormigón que hace imposible cavar, pero en caso de poder hacerlo los
reclusos sólo podrían utilizar las manos, pues dentro de la cerca no hay
absolutamente nada que se puede usar como herramienta. Los únicos muebles son
las camas, simples planchas de metal remachadas en el suelo provistas de una
somera colchoneta, que al ser retirada permite que la plancha sea usada como
mesa. Un suelo radiante proporciona calor en invierno dentro de los barracones.
La cerca sólo tiene un acceso, una doble puerta y un puente retráctil que salva
la zanja. A través de esa puerta los
soldados de la guarnición introducen la comida dos veces al día, en envases de
cartón plastificado, sin cubiertos. Los presos reciben ropa nueva dos veces al
año, coincidiendo con los cambios de estación. Para recibir atención médica
salen de uno en uno, vigilados por soldados armados, que los escoltan hasta la
enfermería. En caso de necesidad serían llevados en helicóptero al continente,
pero eso es muy raro. Los reclusos del Penal de Alborán no suelen durar mucho,
ya que acostumbran a poner fin a su vida pronto, enloquecidos por la
inactividad, el continuo lamento del viento, el horizonte ilimitado en todas
direcciones, el miedo continuo a ser agredido por alguno de los otros presos...
En Alborán no hay excarcelación, no hay reducción de condena. De Alborán sólo
se sale con los pies por delante.
El sufrido lector habrá deducido dos cosas:
una, que he visto muchas películas; dos, que puedo llegar a tener una
imaginación bastante perversa, pero no soy el único, ya que prisiones así han
existido, como el Castillo de If, erigido en un islote de la bahía de Marsella,
en el que Alejandro Dumas encerrase a su inmortal personaje Edmundo Dantés, de
su novela El Conde de Montecristo; por
no hablar de los penales en colonias como la Guayana Francesa, o el legendario
Penal de Alcatraz, en la bahía de San Francisco. El caso es que este tipo de
prisiones se han convertido en monumentos a la ignominia, pues han albergado
tanto a delincuentes habituales, como infelices que cometieron un simple error
en su vida o a presos políticos, convirtiéndose en instrumentos del terror para
los Estados. Mi Penal de la Isla de Alborán sería exclusivamente para
monstruos.
En esta época de tópicos politicamente
correctos, eufemismos vergonzosos y dobles morales escandalosas una prisión
como la que he descrito seria considerada inaceptable (que prisiones como la de
Málaga alberguen el triple de la población reclusa para la que fueron
construidas no se considera tan problemático, pero eso es otra historia). Sin duda alguna asociaciones humanitarias
nacionales e internacionales, la ONU, el Vaticano e incluso los Niños Cantores
de Viena proclamarían que confinar así a nuestros semejantes no es humanitario.
La pregunta del millón es si un desgraciado
capaz de violar hasta la extenuación a una chiquilla, rociarla de gasolina y
prenderle fuego (el modo en que murió Sandra Palo) es un ser humano y merece
ser tratado como tal. ¿Acaso la condición de ser humano se adquiere por el
simple hecho de ser parido por una mujer? Los asesinos de Sandra Palo están en
la calle. Miguel Carcaño será excarcelado probablemente en unos diez años.
¿Esto sí es humanitario? La madre de Ruth y José soporta su calvario mientras
el padre de los niños permanece en prisión sujeto al protocolo antisuicidio y
protegido de los presos que juguetean con la idea de arrancarle la piel a
tiras. Los gastos que esto genera corren a cargo del Estado. El estudio forense
independiente para estudiar los supuestos restos de los niños ha tenido que ser
costeado por la sufrida señora. Sí señor, muy humanitario.
Seguramente personas bondadosas, sensatas y
bien intencionadas argumentarían que tratar así a los monstruos semi humanos
(los voy a llamar así, si no les importa) no solucionaría nada, que seguirían
existiendo los crímenes horrendos y que la finalidad de la prisión, en última
instancia, es rehabilitar. Yo les respondería que sí, que tienen mucha razón,
seguramente, pero que a mí, que por lo general me tengo por bondadoso, sensato
y bien intencionado me importa un bledo pensar en este caso como un bárbaro
descerebrado y cruel. Que arrojaría sin pestañear a estos deshechos al Penal de
la Isla de Alborán y después me olvidaría de ellos. Que el sol, el viento y la
locura hicieran el resto.