Colgaba el periodista José Manuel Atencia en Facebook hace unos días una sorprendente noticia. Sorprendente no tanto por lo que en ella se relata, ya que la explotación laboral en los cruelmente llamados “países en vías de desarrollo” (la antigua denominación de “países subdesarrollados” quizá fuese menos políticamente correcta, pero describía mejor la realidad) no es nada nuevo. Lo verdaderamente sorprendente es lo cerca que nos pilla. Aquí dejo el enlace.
http://ateaysublevada.over-blog.es/article-trabajo-esclavo-en-la-india-tres-empresas-espa-olas-estan-incluidas-en-la-lista-negra-102462747.html La noticia da una profusa lista de empresas de confección y venta de ropa que tienen trato con una red de productores textiles de la India que someten a sus trabajadoras (mayoría de mujeres) a régimenes abusivos de trabajo que sólo se diferencian de la esclavitud en que los patronos no son (legalmente al menos) propietarios de los trabajadores. Había esclavos en la antigua Roma con mejor calidad de vida, pese a ser propiedad legal de otra persona.
Mi padre trabajó para Cortefiel durante la segunda parte de su vida laboral, cuando volvió de Tánger y dejó de ser empresario (era sastre) para convertirse en asalariado. Durante el tiempo que trabajó allí fue testigo del paulatino traslado de la producción de plantas españolas a plantas situadas en Marruecos, donde se paga menos salario y hay que gastar infinitamente menos en garantías sociales. Hoy la fábrica donde trabajó durante veinticinco años ya no existe. El Tercer Mundo provee de una fuerza de trabajo barata y poco exigente para con sus patronos.
Entonces ¿a quién demonios le compramos la ropa? Hubo una época en que estuvo muy de moda entre los círculos de las ONG´s y demás entidades orientadas a la solidaridad la práctica del boicot a los productos de determinadas empresas cuyas malas prácticas se hacían públicas. Recuerdo uno allá por mediados de los noventa en que el objetivo fue la multinacional francesa Nestlé. Si ahora jugáramos a boicotear a todas las empresas de confección que se aprovechan del trabajo esclavo o al menos paupérrimamente pagado tendríamos que hacer como Gandhi, que fabricaba su propia ropa desde lo más básico, hilando el algodón en la rueca. Sería algo hermoso, pero no me imagino al personal ni a mí mismo saliendo a la calle ataviados con túnicas blancas. No, el tema no va por ahí. Es mucho más sencillo.
Austeridad.
La austeridad no tiene nada que ver con congelar los sueldos de los funcionarios ni con cualquier otra medida que quiera imponer un gobierno. La austeridad es un estilo de vida. Una cultura que por lo general imponen las circunstancias. Mi padre me contó la impresión que le causó, siendo niño en Tetuán, ver a un marroquí lavándose con el agua que cabía en una lata de kilo de leche condensada. Yo con esa agua apenas tendría suficiente para afeitarme. Se trata de un ejemplo extremo, sin duda, pero ilustrativo. Nuestro estilo de vida, pese a la crisis, sigue siendo de un lujo obsceno si lo comparamos con la manera en que viven dos terceras partes de la humanidad. Es la misma historia de siempre. La opulencia de nuestros centros comerciales se basa sobre el trabajo esclavo o semi esclavo en sórdidas naves sin ventilación, sin medidas de seguridad, por parte de seres humanos que ganan una miseria, que no tienen seguridad social, ni contrato de trabajo, ni derecho a subsidio de desempleo, ni a bajas pagadas, ni a vacaciones.
Entre tanto mensaje truculento referido a la crisis económica se deja de lado el hecho de que nuestro sistema económico se basa sobre la miseria de millones de seres humanos. Podemos mirar para otro lado, podemos engañarnos diciendo que no podemos hacer nada para que cambien las cosas. Es mentira, sí podemos. Seamos más austeros y eduquemos en la austeridad. No adecuemos nuestro gasto a lo que nos podemos permitir, sino a lo que es razonable (cuestión elástica ésta, pero el sentido común suele ser universal). Los que son más cínicos y descreídos que yo dirán que eso no servirá de nada y puede que así sea, pero sin embargo existe un beneficio innegable: la satisfacción de que día a día uno intenta no ser cómplice del esclavismo del siglo XXI.
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