Si ya detesto los hospitales por el día,
imagínense por la noche. Por el día me molesta sobre todo la aglomeración de
gente, principalmente en las urgencias, donde ves tanto a personas accidentadas
con aparatosas heridas como a elementos y elementas que diríase no tienen nada
mejor que hacer y se meten allí a jorobar y crear trastornos al personal
sanitario y a los enfermos auténticos. En las plantas ya ni les cuento, al
menos en el Hospital Carlos Haya de Málaga el horario de visita es una
formalidad de la que nadie hace caso y las habitaciones parecen una estación de
autobús en hora punta.
La noche, al menos en las urgencias, tiene
otro cariz.
Allí me vi hace unos días acompañando a una
persona sobre cuyos problemas de salud no hablaré aquí. El caso es que pasé
varias horas abandonado en la odiosa sala de espera de las urgencias del Hospital
Carlos Haya y digo abandonado porque a esas horas dicha sala es la viva imagen
del abandono y de los abandonados. Ocurre algo insólito y es que personas que
viven en la calle se meten a dormir allí. Esa noche había además un nutrido
grupo de mujeres de humilde condición que llevaban una burrada de horas
esperando allí a no sé quién y habían tomado posesión de hileras enteras de asientos
sobre los que se habían echado a dormir. No es que importase demasiado, ya que
bancos había de sobra. A cierta distancia una pareja de transeúntes roncaban
ruidosamente en los dos únicos sillones acolchados que allí había y un tercer
habitante de la calle se acurrucaba sobre los fríos asientos de metal. Varios
de los personajes que he descrito no habían dudado en descalzarse y un olor
acre lo inundaba todo.
Yo entraba y salía de la sala de espera. En
parte muy preocupado por la persona objeto de mi atención con la cual los
médicos se afanaban dentro, en parte aguijoneado por el vacío que empezaba a
notar en mi estómago que rugía pidiendo la cena. Salí en busca de algo de comer
y tuve que conformarme con un sandwich frío del veinticuatro horas de la
esquina.
No sé si sería el sueño, pero la atmósfera
empezaba a adquirir un tono irreal, como si nunca hubiera estado en aquel
sitio, como si aquello no fuese
realmente un hospital, sino un último refugio para almas perdidas. Me deprimí
bastante y justo en ese momento me encontré con un muchacho al que atendimos no
hace mucho en la Comunidad Terapéutica. Me abrazó con un cariño que yo no esperaba
y me dijo que acudía a acompañar a su novia en la agonía del padre de ésta. Lo
dijo con aplomo. Consciente de la responsabilidad que conlleva ser la pareja de
alguien y estar para las duras y las maduras. Es un buen chico. Con él lo
hicimos bien. Horas después salió. Todo había terminado. Acompañaba a su novia
apesadumbrada. Ella también me reconoció. Hice gala de mi proberbial inutilidad
a la hora de encontrar palabras adecuadas en momentos así y él volvió a
abrazarme. Lección importante. Ellos dejaban allí un ser querido y parecían más enteros que yo.
El cansancio me vencía y finalmente fui uno
más de los que dormían en la sala de espera. No me relajé como mis casuales
compañeros de sala, se ve que me falta costumbre y al principio me limité a cabecear
ligeramente mientras sujetaba mi inseparable bolso de cuero bajo mis brazos
cruzados. Ya ni percibía el olor a humanidad que lo impregnaba todo. Da un poco
de vértigo ver lo rápido que se habitúa uno a las situaciones y cómo una silla
de metal que te parecía infame al cabo de unas horas se vuelve la más confortable
de las butacas. Creo que al final debí roncar.
La megafonía me despertó como si me hubiesen dado
un puñetazo. Corrí a admisión y por suerte todo se había solucionado, de modo
que pude dar gracias por llevarme conmigo a la persona que había traído y
porque tenía una casa a la que regresar. Yo sólo era un viajero de paso en
aquel purgatorio. El resto se quedaban allí.
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