martes, 24 de abril de 2012

UN HOSPITAL EN LA MADRUGADA


 Si ya detesto los hospitales por el día, imagínense por la noche. Por el día me molesta sobre todo la aglomeración de gente, principalmente en las urgencias, donde ves tanto a personas accidentadas con aparatosas heridas como a elementos y elementas que diríase no tienen nada mejor que hacer y se meten allí a jorobar y crear trastornos al personal sanitario y a los enfermos auténticos. En las plantas ya ni les cuento, al menos en el Hospital Carlos Haya de Málaga el horario de visita es una formalidad de la que nadie hace caso y las habitaciones parecen una estación de autobús en hora punta.

 La noche, al menos en las urgencias, tiene otro cariz.

 Allí me vi hace unos días acompañando a una persona sobre cuyos problemas de salud no hablaré aquí. El caso es que pasé varias horas abandonado en la odiosa sala de espera de las urgencias del Hospital Carlos Haya y digo abandonado porque a esas horas dicha sala es la viva imagen del abandono y de los abandonados. Ocurre algo insólito y es que personas que viven en la calle se meten a dormir allí. Esa noche había además un nutrido grupo de mujeres de humilde condición que llevaban una burrada de horas esperando allí a no sé quién y habían tomado posesión de hileras enteras de asientos sobre los que se habían echado a dormir. No es que importase demasiado, ya que bancos había de sobra. A cierta distancia una pareja de transeúntes roncaban ruidosamente en los dos únicos sillones acolchados que allí había y un tercer habitante de la calle se acurrucaba sobre los fríos asientos de metal. Varios de los personajes que he descrito no habían dudado en descalzarse y un olor acre lo inundaba todo.

 Yo entraba y salía de la sala de espera. En parte muy preocupado por la persona objeto de mi atención con la cual los médicos se afanaban dentro, en parte aguijoneado por el vacío que empezaba a notar en mi estómago que rugía pidiendo la cena. Salí en busca de algo de comer y tuve que conformarme con un sandwich frío del veinticuatro horas de la esquina.

 No sé si sería el sueño, pero la atmósfera empezaba a adquirir un tono irreal, como si nunca hubiera estado en aquel sitio, como si aquello  no fuese realmente un hospital, sino un último refugio para almas perdidas. Me deprimí bastante y justo en ese momento me encontré con un muchacho al que atendimos no hace mucho en la Comunidad Terapéutica. Me abrazó con un cariño que yo no esperaba y me dijo que acudía a acompañar a su novia en la agonía del padre de ésta. Lo dijo con aplomo. Consciente de la responsabilidad que conlleva ser la pareja de alguien y estar para las duras y las maduras. Es un buen chico. Con él lo hicimos bien. Horas después salió. Todo había terminado. Acompañaba a su novia apesadumbrada. Ella también me reconoció. Hice gala de mi proberbial inutilidad a la hora de encontrar palabras adecuadas en momentos así y él volvió a abrazarme. Lección importante. Ellos dejaban allí un ser querido y parecían más enteros que yo.

 El cansancio me vencía y finalmente fui uno más de los que dormían en la sala de espera. No me relajé como mis casuales compañeros de sala, se ve que me falta costumbre y al principio me limité a cabecear ligeramente mientras sujetaba mi inseparable bolso de cuero bajo mis brazos cruzados. Ya ni percibía el olor a humanidad que lo impregnaba todo. Da un poco de vértigo ver lo rápido que se habitúa uno a las situaciones y cómo una silla de metal que te parecía infame al cabo de unas horas se vuelve la más confortable de las butacas. Creo que al final debí roncar.

 La megafonía me despertó como si me hubiesen dado un puñetazo. Corrí a admisión y por suerte todo se había solucionado, de modo que pude dar gracias por llevarme conmigo a la persona que había traído y porque tenía una casa a la que regresar. Yo sólo era un viajero de paso en aquel purgatorio. El resto se quedaban allí.

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