jueves, 12 de abril de 2012

ESPÍRITUS LIBRES

 En mis excursiones por el paseo marítimo con los perros he descubierto a otra tribu aparte de la hermandad de la que ya escribí no hace mucho. Son los hombres de la arena. Han llegado de no se sabe dónde y se dedican a realizar esculturas en tan inconsistente material, en constante lucha con el orden natural de las cosas, procurando mantenerlas húmedas pulverizándolas con agua continuamente para que no se desmoronen. Unos duermen allí mismo y se limitan a modelar una aldea a escala, muy bonita, pero al fin y al cabo no más que una versión perfeccionada del clásico castillo de arena. Sin embargo otros, que ignoro donde duermen, realizan auténticas esculturas zoomorfas unas y antropomorfas otras y de gran tamaño. Una de ellas me llamó particularmente la atención. Representaba a un hombre vestido con un abrigo largo, con melena y bigotes, dormido en un banco de parque. Presentaba el detalle de uno de los bolsillos del pantalón con el forro vuelto del revés. Una alegoría de la vida en la calle, sin embargo la figura contagiaba serenidad. Recordaba a las estatuas yacentes de los reyes antiguos en sus sepulcros de iglesias y catedrales. Era hermosa.

 Contemplaba yo la obra haciéndome las siguientes preguntas: ¿Cómo es que una persona con el talento suficiente para arrancar algo tan bello de un material tan pobre está viviendo en la calle? ¿Qué infortunados golpes de la fortuna le arrastraron a tal situación? ¿O quizá fue una elección deliberada? Recordé a un tipo que conocí hace tiempo, joven, guapo, extranjero y con menos luces que un huevo pasado por agua, cuyo proyecto de vida consistía básicamente en colgarse una mochila al hombro y deambular por el mundo vendiendo pulseritas de cuero, sin más preocupación que procurarse un bocata para engañar al estómago a intervalos más o menos regulares. Este amiguito se autodenominaba “espíritu libre” y se las daba de rebelde y contestatario. Le perdí la pista e ignoro si llegó a cumplir su proyecto, pero todos hemos visto por ahí a jóvenes (y no tan jóvenes) que vagabundean por el mundo haciendo malabares o vendiendo quincalla, llevando un perrito sujeto por una cuerda  y viviendo de la caridad. Si ser un espíritu libre significa ir por el mundo como una hoja arrastrada por el viento que venga alguien y me lo explique, porque yo no lo entiendo.

 El filósofo de origen letón Isaiah Berlin discurrió sobre el concepto de libertad distinguiendo entre la libertad negativa, simple ausencia de obstáculos y limitaciones impuestas para la acción del individuo y la libertad positiva, la facultad de tomar decisiones que conduzcan a una acción que desarrolle el potencial del individuo.  ¿De qué sirve tener la posibilidad de hacer lo que quieras si decides no hacer nada o al menos nada útil ni positivo para nadie? De jóvenes todos hemos querido “libertad” para volver más tarde por la noche, para dormir en casa de un amigo, para ir a este o aquel sitio… Esas son las reivindicaciones del adolescente medio en su época de autoafirmación, la pega es que muchos se quedan ahí y no van más allá, desechando una vivencia de la libertad que entronque con la responsabilidad y que despierte la inquietud por buscar el propio lugar en el mundo y aportar algo, lo que sea, pero aportar en positivo y descubrir el sentido de hacerlo.  Habrá quien me diga que somos libres hasta para no hacer nada en absoluto y dedicarnos a mirarnos el ombligo y que tal opción es digna de respeto  y yo le diré que quizá tenga razón, pero que a mí no me da la gana de respetarlo. Si me tildan de intolerante me trae al fresco.

 A pesar de que, como ya saben,  no soy persona devota, tengo la creencia de que algún día me enfrentaré a algo o a alguien mucho más grande que yo que me pedirá cuentas por el uso de los días que me hayan sido concedidos. Espero tener algo contundente que poner sobre la mesa, no por miedo a la condena eterna ni zarandajas por el estilo, sino por puro amor propio, para poder decir a boca llena que, siendo libre para elegir, elegí hacer algo. Que no me dediqué a holgazanear miserablemente o a mirar sólo por mi culo. Modestia aparte.

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