El viernes llegué a casa derrengado después de una guardia. Los párpados me pesaban como plomo y no tenía ánimo para ponerme a escribir. Lo cierto es que acumulo cansancio porque toda la semana he dormido poco y mal, lo que en mí resulta extraño. Pocas cosas me quitan el sueño. Esto del juicio lo ha conseguido.
Nos vimos en la cafetería de los juzgados; mi amiga, su abogado, los otros testigos y yo. Al rato llegó él y se encogió a nuestro paso, dándonos la espalda como si quisiera desaparecer. Luego empezó la exasperante espera. Dejaron nuestro juicio para el final. Pasamos toda la mañana sentados en el pasillo, nosotros a una veintena de metros de ellos. Ellos eran el puñetero acusado, su abogado (un petimetre atildado con traje de alpaca y un mohín en la cara como si estuviese permanentemente oliendo mierda) y la colección de testigos más variopinta que se haya visto: un compañero de trabajo, una prima, el jardinero y un psiquiatra que emitió un disparatado informe sobre mi amiga. Un sujeto que, en opinión de algunas personas que le conocían, habría podido firmar que un paciente está psicótico perdido cuando realmente está depresivo, siempre que se le pague lo suficiente, claro.
Los pasillos se iban vaciando y al final sólo quedamos nosotros, en una atmósfera tensa y silenciosa que daba grima. Apareció sin venir a cuento la abogada que le había representado a él en el pleito del divorcio, estirada y repelente como la señorita Rottermayer, pero rubia y con botas de tacón alto.
Hagamos un breve inciso sobre abogados. Los hay que van al juzgado en un Volvo último modelo y otros que van en scooter. Los hay que llevan para delante el ciento y la madre de casos y otros que cogen cinco o seis al año cobrando minutas de treinta mil euros. Mi amiga bromeaba con que el despacho de su abogado se acumulan los expedientes hasta en el servicio, de tal manera que para echar una meada hay que hacerlo con efecto. Hay abogados que van al grano y otros que se comportan como los gilipollas que son, yéndose por las ramas y preguntando memeces. El de mi amiga, por suerte, pertenece a la primera clase.
Cuando entré a declarar me encontré con una jovencísima jueza que con gesto lánguido y expresión de infinito aburrimiento parecía rogar porque todo aquello pasara pronto. Recriminó al abogado defensor por hacer preguntas reiterativas que llevaban a datos que ya habían quedado de sobra aclarados. En un juicio hay que ir al asunto y no irse por las ramas. Un abogado que defiende lo indefendible no tiene otra opción que marear la perdiz para confundir y desconcertar. Sembrar la duda es su única posibilidad. Sembrar la duda es lo único que han podido hacer, con testigos de pena y profesionales a todas luces comprados. El asunto apesta a distancia, pero por otra parte la fiscalía ha mantenido hasta el último momento la calificación de malos tratos y pide dos años de prisión. Mi amiga no quiere tanto, se conformaría con una simple pena de trabajos para la comunidad, pero que conste una sentencia de culpabilidad. Culpable de machacar moralmente a una persona, culpable de no tener ni puta idea de cómo se ama, culpable de ser un condenado hipócrita que vive de un prestigio falso cara a la galería, culpable de ser un cabrón. Culpable y punto.
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