martes, 7 de febrero de 2012

SALUD

Como una gracieta se suele decir que el día del sorteo de la Lotería de Navidad es el Día de la Salud. “Al menos tenemos salud” se dice mientras se tiran a la basura los décimos inútiles, viendo por televisión como los agraciados descorchan botellas de cava y lían el cirio en la calle, dando mucha vergüenza ajena. Magro consuelo ese de la salud para aquel que ansiaba sacarse unos eurillos, al menos la pedrea. Magro consuelo… quizá debería perderla, la salud digo, para saber apreciarla.

 Hoy he visitado en su casa a una compañera enferma. Espero tenerla pronto restablecida y de vuelta a la trinchera, pues siempre ha sido una buena compañera de fatigas y sabe Dios que no abundan. Además es buena persona. Todo esto no la convierte en imprescindible, nadie lo es, pero digamos que hay personas menos prescindibles que otras. Quizá esta apreciación no sea de buena persona, pero es lo que hay.

 Saliendo de su casa reflexioné sobre la importancia de la salud. Soy cada vez más consciente de ella. Me contengo con la comida, hago algo de ejercicio, procuro no abusar del tabaco y el alcohol lo tomo con extrema moderación. Noto que ya empiezo a correr una carrera contra el tiempo, que las energías ya no son tan infinitas como antes… a ver, no es que esté ya hecho un carcamal, pero noto los avisos: mi estómago se resiente con el exceso de grasa, la cabeza me duele al salir del trabajo el doble de fuerte que hace diez años… Son las advertencias del organismo, que grita ¡cuídate! En la primera mitad de mi tercera década acumulé demasiado sobrepeso. Ahora no es que esté hecho una sílfide (no lo estaré ya a no ser que pase por el quirófano o me quede a vivir en el gimnasio, cosas que no haría aunque pudiera permitírmelas), pero luzco algo mejor y me siento más ligero, que es lo que realmente importa.

 En una de las novelas históricas a las que soy tan aficionado, un curtido guerrero celta dice: “No temo a la muerte, no dura más que joder o tirarse un pedo. Temo  quedar tullido o que enfermedad me debilite”. Yo temo exactamente lo mismo. Soy consciente de mi salud por lo mucho que la necesito para estar al pie del cañón y cuidar de los míos. Mucha sabiduría y serenidad de espíritu me haría falta para encarar con entereza un estado de debilidad física. Antes o después llegará, pero espero que para entonces ya no haya nadie que dependa de mí y pueda rendirme a la decadencia física con el ánimo tranquilo. Hasta entonces me cuidaré, porque tengo la necesidad de durar en razonables condiciones muchos años. No puedo prever los imponderables como una dolencia grave, de esas contra las que no hay nada o casi nada que hacer, pero ya he decidido no arruinar mi cuerpo  antes de tiempo dándole caña a diferencia de otros que actúan como si fueran indestructibles o como si les fuese a crecer un hígado o un páncreas nuevo, cual cola de salamandra que se regenera tras ser cortada. Quizá esos gilipollas se rían de mí diciendo que seré el más sano del geriátrico, pero todo se andará. Arrieros somos y en el camino nos encontraremos.

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