lunes, 20 de febrero de 2012

WHITNEY Y LA HIPOCRESÍA

   Resulta curiosa la manera en que las personas encumbran a otras para convertirlas en iconos a los que venerar como si fueran dioses. Una gran cantante. Eso nadie lo discute, con un rango de voz equivalente al de una soprano. Una artista premiada hasta la saciedad y que ha ganado dinero a espuertas, pero con una vida personal hecha trizas y adicta hasta el final. Una muñeca rota, una niña asustada que tras haber encandilado al mundo entero era devorada por la ansiedad al subir a un escenario.  Una pobre mujer.

 Inevitable funeral en el que todo son alabanzas. Seguimiento masivo del mismo a través de la red. Millones de fans desconsolados. Hace poco tuvimos la ocasión de ver algo parecido cuando murió Amy Winehouse, otra gran voz silenciada por una conducta autodestructiva. Los medios hacen públicas igualmente las imágenes de las divas demacradas y drogadas hasta las pestañas y las muestras de los fans que gustan de poner velitas, ositos de peluche, cartelitos emotivos y otras zarandajas ñoñas en las puertas de las residencias de la difunta en cuestión, improvisando un santuario.

 Me pregunto si a ese rosario de fans desquiciados les gustaría compartir mesa y mantel con una adicta en pleno apogeo, no diré ya colgada del crack, como estuvo la Houston durante una buena temporada, sino simplemente bien embotada por el alcohol y las benzodiacepinas, como ha estado la Houston hasta el día de su muerte. ¿Por qué lo que te causa rechazo en una pobre alma anónima es sencillamente ignorado cuando la que está enganchada hasta los ojos es una multimillonaria estrella de la canción? ¿Por qué la adoras aunque esté hecha añicos? Porque no adoras a una persona. Adoras una imagen, un espejismo, adoras la sensación que te produce oírla cantar, adoras la fascinación de la sonrisa de unas fotos de estudio cuidadosamente retocadas. La persona real pide una hamburguesa, unas patatas fritas y un sándwich de pavo que se quedan sobre la mesa de la habitación mientras se ahoga en el baño, sola,  con la peluquera y los dos guardaespaldas esperando fuera preguntándose por qué tarda tanto. La persona sólo es un monigote de alambre sobre el que construimos el mito, un producto de consumo. La persona ha muerto, pero hay grabado material para publicar discos recopilatorios en las navidades de los próximos veinte años. Menuda mierda.

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