domingo, 12 de febrero de 2012

LA MÁS SABIA DEL LUGAR

 Cuentan que había una niña que tuvo la mala suerte de  nacer en el seno de una familia en la que aparte de su madre y de ella misma, todos los demás miembros eran varones. El padre era un borracho impenitente y sus vástagos fueron imitándole uno detrás de otro. Sin embargo a los hijos no les bastó el alcohol y se echaron a la heroína. Como fuese que la única hija estaba creciendo y los otros se dieron cuenta de que, aparte de para chacha, también servía para sacarles las castañas del fuego, para ella empezó una larga época (toda su adolescencia y su juventud) en la que tuvo que dar la cara por ellos tanto ante jueces como ante camellos, aparte de limpiarles los vómitos, sacarles la chuta del brazo en alguna que otra vez al encontrarlos traspuestos en el sofá y pasar no pocas noches en blanco en sórdidas salas de espera de hospital.

 Uno a uno, sus hermanos fueron entrando en la cárcel. Un robo con fuerza por aquí… un delito contra la salud pública por allá… La última esperanza de la muchacha, ya casada y con un hijo pequeño, era su hermano pequeño, al que incluso acogió en su casa para sacarlo de la demencial casa de su padre, pero en cuanto el benjamín de la familia hubo cumplido los dieciocho años, harto ya de las normas que le imponía su hermana para vivir en su casa, decidió “irse a vivir su vida porque ya era un hombre”. Con el corazón roto, la muchacha lo dejó ir, sabedora de que a su hermano no le esperaba otra cosa que droga, miseria y muerte.

 Pasaros los años. Algunos de los hermanos de la muchacha corrigieron el rumbo de sus vidas. Otros no. Ella no aspiraba a otra cosa que cuidar de su casa y de los que en ella vivían. El dolor por sus hermanos malogrados era una triste carga que llevaba en silencio. Entonces ocurrió que un día, en el colegio,  uno de los profesores de su hijo le explicó que lo habían sorprendido fumando hachís.

 Imaginen la escena: despacho del director, éste sentado a tras su mesa, el profesor de pie a su lado frente a nuestra protagonista  y su hijo, sentados ambos en sendas sillas. Imaginen ahora lo que estalló en ese preciso instante en el interior de aquella mujer que había cuidado y soportado la indiferencia y aún el desprecio de cuatro hermanos heroinómanos, cuando visualizó al hijo de sus entrañas fumando droga. Chillando como una endemoniada se abalanzó sobre él y mal lo habría pasado el chiquillo si los dos hombres presentes no llegan a sujetar a su madre, viéndoselas y deseándoselas para poder dominarla, pese a ser ellos dos y fornidos y ella una sola y más bien menuda.

 Una vez pasado el arranque de mala leche, la resolución de la mujer fue clara. Autonomía cero para su hijo. Lo que fuese que quisiera se lo iba a tener que ganar. El chiquillo aceptó, no de buen grado, aceptó porque no le quedaba otra, porque si no aceptaba, su madre le echaba los dientes abajo de una hostia y si la denunciaban por ello… pues bien, pues que la denunciaran, el niño se saldría con la suya pero por lo menos tendrían que hacerle una cara nueva. Así que chaval… tú mismo.

 Algún educadorcillo mojigato, bienintencionado y sin puta idea donde está de pie, de esos que hoy día están tan en boga, seguramente opinaría que el estilo pedagógico de esta buena señora es muy censurable. Por lo que ella respecta todos los educadorcillos de esta catadura pueden irse al carajo… y por lo que a mi respecta  también.

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